Thomas Pynchon - Contraluz

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El mineral transparente llamado espato de Islandia posee la curiosa propiedad óptica de la doble refracción: duplica en paralelo la imagen del objeto que se mira a través de él. Si, desde cierta altura, se contemplara el planeta por una lámina de ese espato, la realidad no se distorsionaría, pero cabe sospechar que la imagen duplicada no sería exactamente la esperada. En un juego semejante se embarca Thomas Pynchon en Contraluz al recrear un mundo en descomposición, el que va de la Exposición Universal de Chicago de 1893 a los años inmediatamente posteriores a la primera guerra mundial. Cientos de tramas entrelazadas trasladan al lector de los conflictos laborales en las minas de Colorado al Nueva York finisecular, para pasearlo después por lugares tan dispares como Londres y Gotinga, Venecia y Viena, los Balcanes, Siberia durante el misterioso incidente de Tunguska, el México revolucionario, el París de posguerra o el Hollywood de la era del cine mudo. Por ese laberinto de palacios y burdeles, callejones insalubres y desiertos gélidos se mueve una abigarrada
galería de personajes: anarquistas, aeronautas, jugadores, matemáticos, canes parlantes, científicos locos, chamanes, videntes y magos, espías, detectives y pistoleros a sueldo, que se codean con personajes reales como Bela Lugosi o Groucho Marx.
El hilo conductor de muchas de las historias es la peculiar familia Traverse: Webb Traverse, minero sindicalista, muere a manos de los esbirros del magnate Scarsdale Vibe, y altera las vidas de sus cuatro hijos. Cáustico, misterioso y enciclopédico como siempre, pero más legible que nunca, Pynchon parodia todos los géneros literarios, en un festín narrativo en el que no falta nada: conspiraciones, prácticas sexuales peculiares, cancioncillas, mapas secretos, venganzas, saltos en el tiempo y el espacio… Y pese al vértigo de este frenético discurrir hacia el abismo, resulta un libro extrañamente luminoso, que se aferra a la dolorosa
certidumbre de la cita que lo encabeza: «Siempr e esde noche, si no, no necesitaríamos luz».

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– Puedo preguntar por Scotland Yard, ver de qué va todo esto. -Entonces, incapaz de resistirse, añadió-: a su colega alemán, ¿cómo se llama?, Werfner, ¿le interesa tanto ese pájaro como a usted?

– Ni idea. -La reacción de Renfrew pudo haber llegado a incluir un parpadeo, pero demasiado rápido para que Lew pudiera asegurar_lo-, Aunque dudo que Werfner sepa diferenciar un lanzamiento a la cabeza de uno con efecto a la derecha en un partido de criquet. Pero ¡cómo!, ¿no se conocen todavía? ¡Menuda sorpresa se va usted a llevar!

Condujo a Lew a una habitación más pequeña, donde colgaba un globo terrestre brillante, hasta un poco por debajo de la altura de los ojos, de una delgada cadena de acero sujeta al techo; estaba rodeado por un éter de humo de tabaco, polvo casero, papel y encuadernacio__mente como si sopesara la argumentación que quería hacer. Al otro lado de las ventanas, una lluvia luminosa barría los patios.nes antiguas, aliento humano… Renfrew sostuvo el orbe en alto con ambas manos, como una copa de brandy, y lo hizo rotar deliberada

– Pues bien, aquí, mantengamos el Polo Norte en el centro, e ima__da, un elemento desconocido sobre el cual no sólo se puede caminar sino también llevar maquinaria (hielo ártico, ginemos a efectos de demostración que el área que lo rodea sea sólitundra helada), se ve que todo conforma una única gran masa, ¿no? Eurasia, África, América. Con el Asia Interior en el centro. Por tanto, si controla el Asia Interior, controla el planeta.

– ¿Y qué me dice del otro…, del otro hemisferio?

– ¿De esto? -Le dio la vuelta al globo y le soltó un golpecito de desprecio-. ¿Sudamérica? Poco más que un apéndice de América del Norte, nada más. O del Banco de Inglaterra si lo prefiere. ¿Australia? Canguros y tal vez un par de jugadores de criquet con un talento apreciable, ¿qué más? -Sus pequeños rasgos temblaban a la oscura luz vespertina.

»Werfner, maldito sea, perspicaz pero unheimlich, está obsesionado con las líneas férreas, la historia surge de la geografía, claro, pero para él la geografía primaria del planeta la conforman los raíles, que obe____________________sivos de tropas, ahora y en el futuro… Se presenta como el profeta de lajos de poder que se manifiestan, por ejemplo, en movimientos marán algún día, capital transformado en material…, y también a los flugen desde ellos, a pendientes salvables e imposibles de salvar, a cómo se unen en canales, cruzan túneles y puentes que ya existen o existidos y los evitados, a los centros que crean y las radiaciones que surdecen a sus propias necesidades, a sus conexiones, a los lugares elegi Eisenbahntüchtigkeit, o ferroviariedad, en el que todo se acomoda a la matriz de los puntos estratégicos, cada uno tomado como un coefi_ciente en la ecuación no escrita del planeta…

Le estaba dando una clase. Lew encendió otro puro y se acomodó.

– ¿Una visita agradable? -preguntó el Cohén un poco distraída_mente, como si estuviera a punto de contar un chiste.

– Me ofreció un empleo.

– ¡Formidable!

Lew resumió el caso del Caballero de las Bombas de Headingley, que el Cohén, como todo el mundo en las Islas Británicas salvo Lew, ya conocía a fondo.

– ¿Me convierte esto en un agente doble? ¿Tengo que empezar a ponerme una nariz de payaso o algo así?

– Renfrew no puede engañarse acerca de su relación con el CRE_TINO. A estas alturas es muy probable que disponga de un informe completo sobre usted.

– Y entonces…

– Cree que podrá utilizarle.

– Del mismo modo que lo han estado haciendo ustedes.

– Ya, pero nosotros somos los puros de corazón, recuérdelo.

Pudo deberse a los efectos residuales del abuso de Ciclomita, pero Lew habría jurado que había oído unas multitudinarias carcajadas in_visibles, además de una ovación.

En pleno mediodía, un mar de campanillas florecía por toda la ciudad al tiempo que los chicos sobrevolaban Murano, por encima de las inmensas chimeneas de arcilla roja y boca ancha conocidas como fumaioli, según el piloto local, Zanni.

– Muy peligrosas, las chispas, podrían volar el globo, certo.

Gotas de sudor salían despedidas desde todos los ángulos de su cara, como autopropulsadas. El cómicamente angustiado pero bo_nachón italiano había subido a bordo ese mismo día, después de que los aeronautas hubieran obtenido todas las autorizaciones de la rama Piacenza de los Chicos del Azar, conocidos en su Italia nativa como «Gli Amici dell'Azzardo». Tras dejar el Inconvenience en las instalaciones del astillero, a los chicos se les había concedido el uso temporal de una aeronave italiana de la misma clase, la semirrígida Seccatura.

Desde sus puestos, contemplaban ahora la ciudad-isla de Venecia a sus pies, que tenía algo de mapa de sí misma impreso en antiguo se__solación, aunque, más de cerca, la imagen se aclaraba y se distinguían un millón de tejas de un rojo algo más optimista.pia, y a esa distancia, a la luz del día, ofrecía una imagen de ruina y de

– Como un enorme amuleto herrumbroso -comentó maravillado el Doctor Chick Counterfly-, caído del cuello de un semidiós, cuyo hechizo abarca el Adriático…

– Oh, en ese caso, quizá… -gruñó Lindsay Noseworth- debería_mos dejarte ahí abajo de inmediato, para que puedas frotarlo, o lo que sea que hagan los aficionados a los amuletos.

– Ten, Lindsay, frótame esto -sugirió Darby Suckling, desde su pues_to ante el panel de control.

A su lado, Miles Blundell miraba atentamente pantallas con dia_les mientras recitaba una especie de mantra aletargado.

– La cifra italiana que parece un cero es la misma que parece nues_tro «cero» americano. La que parece un uno es «uno». La que parece un dos…

– ¡Basta, cretino! -gruñó Darby-, ¡ya nos hacemos una idea!

Miles se volvió sonriente hacia él, con las aletas de la nariz aspi____________________lación, le parecían agradables.torios bajo ellos, y que sólo a él, de todos los miembros de la tripurando el olor ambiguo de cristal fundido que se elevaba de los vomi

– Escuchad. -Desde algún lugar entre la bruma luminosa de allá abajo llegaba la voz de un gondolero, cantando de su amor, pero no por una ragazza con tirabuzones sino por la góndola negra como el carbón sobre la que en ese momento iba remando como en trance-, ¿Lo oís? -Las lágrimas se deslizaban por las convexidades del rostro de Miles-, ¿Oís cómo avanza en modo menor y luego en cada estribillo cambia a modo mayor? ¡Esas terceras de Picardía!

Sus compañeros de tripulación le miraron, luego se miraron entre sí y seguidamente, con un encogimiento de hombros colectivo, que a esas alturas ya era una costumbre, volvieron a las tareas de la nave.

– Ahí -dijo Randolph-, ahí está el Lido. Echemos una mirada al mapa…

Se acercaron a la barrera de arena que separaba la laguna vene__titud (ociana del Adriático, descendieron hasta unas decenas de pies de al quota, como la denominaban los instrumentos italianos) y pronto reconocieron las llamadas Terre Perse, o Tierras Perdidas. Des_de la antigüedad, numerosas islas habitadas se habían hundido bajo las olas, de manera que acabaron formando una considerable comunidad submarina de iglesias, tiendas, tabernas y palazzi donde se dirimían los asuntos pendientes y las búsquedas incomprensibles de generaciones de difuntos venecianos.

– Un poco al este de Sant Ariano y… Ecco! ¿Lo veis? Si no me equivoco, caballeros, es la Isola degli Specchi, o la Isla de los Espejos, nada menos.

– Discúlpeme, Profesor -dijo Lindsay con el ceño fruncido en ges_to de desconcierto-, pero ahí no hay nada más que mar abierto.

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