Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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Tras la alegría inicial provocada por la llegada del bebé, una vez más el ánimo de Sofía se ensombreció y el futuro parecía no anunciar nada que pudiera animarla. Fue entonces cuando sufrió una crisis de confianza. Se vio aplastada por un pánico helado que parecía dejarle los pulmones sin aire y que le impedía respirar. No se veía capaz de cuidar de su pequeño por sí misma. No sin Santi, no sin Soledad. Cuando abría la boca para gritar, de ella no salía ni un solo sonido. Sólo un silencioso y largo sollozo. Estaba sola en el mundo y no sabía cómo salir adelante.

Sofía pensaba a menudo en María. Deseaba más que nada en el mundo poder compartir su dolor con su amiga, pero no sabía cómo. Se sentía culpable. Si María llegaba a enterarse, algo que para entonces Sofía intuía que ya había ocurrido, se sentiría traicionada. Estuvo del todo segura cuando dejaron de llegar sus cartas. Sofía se sintió totalmente apartada de todo lo que hasta el momento había sido su vida. Por mucho que intentaba que le gustara Ginebra, no representaba para ella más que dolor. Siempre que miraba por la ventana de la habitación del hospital y veía aquellas resplandecientes montañas en la distancia, pensaba en lo que había perdido. Había perdido el amor de Santi y de María. Había perdido el hogar que tanto amaba y todo lo que había formado parte de su vida, todo lo que la había hecho sentirse querida y a salvo. Se sentía abandonada y sola. No sabía cómo seguir adelante. Fuera donde fuera, por muy lejos que huyera, no podía escapar de sí misma y de la profunda sensación de aflicción que la embargaba.

♦ ♦ ♦

Después de una semana en el hospital, Sofía volvió con su bebé a la casa del Quai de Cologny. Había tenido mucho tiempo para pensar mientras había estado en la cama del hospital. No era fácil asumirlo, pero estaba claro que Santi no los quería. No podía volver a Argentina, y desde luego no pensaba ir a Laussane como sus padres habían planeado. Al principio, en marzo, le habían escrito, intentando darle una explicación. Su padre le había escrito con más frecuencia, pero Sofía nunca les había contestado, por lo que sus cartas habían dejado de llegar. Suponía que ellos pensaban que las cosas volverían a la normalidad una vez que ella volviera a casa. Pero no pensaba volver.

Explicó a Dominique que no podía soportar la idea de volver a Argentina si no podía tener a Santi, y Ginebra le parecía una ciudad demasiado tranquila para construir allí su futuro. Había decidido establecer sus raíces en Londres.

– ¿Por qué Londres? -preguntó Dominique, profundamente decepcionada al saber que Sofía y el pequeño Santiaguito iban a abandonarla-. Sabes que puedes quedarte aquí con nosotros. No tienes por qué irte.

– Lo sé, pero necesito alejarme de todo lo que me recuerde a Santi. Me encanta estar aquí contigo. Antoine y tú son ahora mi única familia. Pero tienes que entender que quiera empezar de nuevo.

Sofía suspiró y bajó la mirada. Dominique vio que la niña que tenía delante se había convertido en una mujer desde el momento en que había sido madre. Sin embargo, su rostro no resplandecía con esa luz postparto tan propia de las jóvenes madres. Parecía triste y extrañamente evasiva.

– Mamá y papá se conocieron en Londres -continuó-. Hablo el idioma y tengo pasaporte británico gracias a mi abuelo, que era irlandés. Además, Londres es el último sitio donde me buscarían. Lo intentarían primero en Ginebra o en París; o en España, naturalmente. No, estoy decidida. Me voy a Londres.

A Sofía siempre le había fascinado Londres. Había estudiado en el colegio inglés de San Andrés en Buenos Aires, donde había aprendido todo sobre los reyes y reinas ingleses, sobre cómo habían terminado sus días en la horca o en la guillotina, la pompa y la ceremonia que eran parte inherente de la monarquía. Su padre le había prometido que algún día la llevaría a Inglaterra. Ahora iría sola.

Chérie, ¿qué vas a hacer en Londres con un bebé? No puedes criarlo tú sola.

– No voy a llevarlo conmigo -respondió con la mirada fija en la alfombra persa que tenía debajo de los pies. Dominique fue incapaz de esconder su sorpresa. Se le salieron los ojos de las órbitas y se quedó mirando la cara pálida de Sofía presa del horror.

– ¿Qué vas a hacer con él? ¿Lo vas a dejar aquí con nosotros? -tartamudeó enfadada, convencida de que Sofía debía de estar bajo los efectos de algún tipo de depresión postparto.

– No, no, Dominique -respondió Sofía sin disimular su tristeza-. Quiero darlo en adopción a alguna familia buena y cariñosa que cuide de él como si fuera hijo suyo. Quizás alguna familia que haga tiempo que desea un hijo… Por favor, Dominique, ayúdame a encontrarla -imploró, aunque por su expresión se la veía totalmente decidida.

A Sofía se le habían agotado las lágrimas. Se le había secado el corazón. Antoine y Dominique se sentaron con ella para intentar que cambiara de opinión. Fuera llovía a cántaros, y la lluvia parecía ser el mero reflejo de su propia infelicidad. Santiaguito dormía tranquilamente en su cuna, envuelto en un viejo chal de Louis. Sofía les explicó que no podía seguir al lado de su hijo porque éste le recordaba a Santi y su traición. Era demasiado joven. No sabía cómo enfrentarse a la situación. El futuro se cernía sobre ella como un agujero negro en el que iba girando sin control. No quería a su bebé.

Antoine se puso muy seria y le dijo que estaba hablando de un ser humano. Era responsable de él. No era un simple juguete que pudiera regalar a su antojo. Luego, más calmada, le dijo que terminaría olvidándose de Santi, que su hijo desarrollaría su propia personalidad y que al hacerlo dejaría de recordarle a su padre. Pero Sofía no la escuchaba. Si se iba ahora no le dolería tanto separarse de su hijo; no era más que un bebé. Si se quedaba más tiempo, nunca sería capaz de deshacerse de él y tenía que hacerlo. Era demasiado joven para cuidar de él, y no podía dejar que formara parte de la nueva vida que estaba a punto de empezar. Estaba totalmente decidida.

Dominique y Antoine pasaron muchas horas hablando de lo que Sofía debería hacer mientras ella paseaba a Santiguito en el cochecito por la orilla del lago. Ninguno de los dos quería dar el bebé en adopción; sabían que Sofía lo lamentaría el resto de su vida. Pero Sofía era joven y no era capaz de pensar a tan largo plazo. Con su inexperiencia, ¿cómo podría haber sabido que esos nueve meses de embarazo y las pocas semanas de vida junto al pequeño lo atarían a ella formando una unión indestructible?

Con la esperanza de que con la ayuda de un médico Sofía recuperaría el juicio, Dominique y Antoine la enviaron a un psiquiatra. Sofía fue a verle sólo para complacerles, pero dejó bien claro que no pensaba cambiar de opinión. El doctor Baudron, psiquiatra, un hombrecillo de pelo cano peinado hacia atrás y con un pecho que le hacía parecerse a una paloma gorda y feliz, habló con ella durante horas, obligándola a analizar minuciosamente su último año de vida. Ella se lo contó todo sin inmutarse, como si estuviera sentada en una de las esquinas del techo y se estuviera viendo mientras recordaba los momentos que la habían llevado hasta aquella consulta, con la voz de otra persona. Después de interminables e inútiles conversaciones, el doctor Baudron dijo a Dominique que o bien Sofía estaba en estado de trauma, o era el ser humano más controlado que había conocido en su vida. Le habría gustado tratarla durante más tiempo, pero su paciente se había negado en redondo a volver a verle. Sofía seguía a bordo de su propio barco, sin dejarse intimidar por la espera, navegando con destino a Londres.

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