Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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Sofía había ocupado su tiempo con los diversos cursos en los que Dominique la había inscrito. Cursos de francés, de arte, de música, de pintura.

– Tenemos que mantenerte ocupada para que no te venza la añoranza y para que no pienses demasiado en Santi -había dicho.

Sofía había dejado que los cursos la absorbieran porque encontraba en ellos cierto alivio espiritual. La música que tocaba en el piano de Dominique era de una tristeza sobrecogedora. Los cuadros que pintaba eran oscuros y melancólicos, y no lograba contener las lágrimas ante la belleza etérea de los cuadros del Renacimiento italiano. Mientras esperaba la carta de Santi o su llegada, puesto que estaba segura de que él aparecería por sorpresa en cualquier momento, utilizaba el arte como forma de expresar su dolor y su desesperanza. Había vuelto a escribir otra carta, y otra, por si él no había recibido la primera, pero seguía sin tener noticias de su primo. Nada.

Miró al lago y se preguntó si Santi se habría horrorizado al saber de su embarazo. Quizá no quisiera saber nada del asunto. Quizá había pensado que lo mejor para todos era olvidarse de ella y seguir adelante con su vida. ¿Y María? ¿También ella la había olvidado? Sofía había intentado escribirle. De hecho, había empezado un par de cartas, pero había terminado arrugando el papel y tirándolo al fuego. Estaba demasiado avergonzada. No sabía qué decir. Miró a su alrededor, a las flores pequeñas y frágiles que asomaban por la nieve casi deshecha. Se acercaba la primavera y llevaba un niño dentro. Debería estar feliz. Pero echaba de menos Santa Catalina, los calurosos días de verano y las húmedas siestas en la buhardilla donde nadie había podido descubrirlos.

Cuando volvía a la casa, vio a Dominique haciéndole señas desde el balcón con un sobre azul en la mano. Sofía echó a correr hacia ella. Su depresión se desvaneció en cuestión de segundos. De pronto, el aire puro le llenó los pulmones y saboreó los primeros indicios de la primavera. Dominique sonreía encantada. Sus dientes blancos resplandecían contra sus labios morados.

– He estado a punto de abrirla. ¡Date prisa! ¿Qué dice? -dijo impaciente. Por fin el joven había escrito. Sofía volvería a sonreír.

Sofía cogió la carta y miró la letra del sobre.

– ¡Oh! -gimió desilusionada-. Es de María, aunque quizá haya escrito en su lugar si a él le han prohibido escribirme.

Abrió el sobre. Escudriñó las líneas, que estaban escritas con una letra clara y florida.

– ¡Oh, no! -gimió de nuevo, echándose a llorar.

– ¿Qué pasa, chérie? ¿Qué dice? -preguntó Dominique alarmada. Sofía se dejó caer sobre el sofá mientras Dominique leía la carta.

– ¿Quién es Máxima Marguiles? -preguntó enojada.

– No lo sé -sollozó Sofía con el corazón destrozado-. María dice que Santi está saliendo con Máxima Marguiles. ¿Cómo es posible? ¿Tan rápido?

– ¿Te fías de tu prima?

– Claro que me fío de ella. Era mi mejor amiga… después de Santi.

– Puede que esté saliendo con alguna chica para que su familia crea que ya te ha olvidado. Puede que esté fingiendo.

Sofía levantó la cabeza.

– ¿Tú crees?

– Es un chico listo, ¿no?

– Sí, y yo salí con Roberto Lobito por la misma razón -dijo, animándose.

– ¿Roberto Lobito?

– Esa es otra historia -respondió, desestimando la cuestión con un ademán. No tenía la menor intención de dejar de hablar de Santi.

– ¿Le contaste a María lo tuyo con Santi? -preguntó Dominique. Sofía sintió que la culpa le encogía el estómago. Debería habérselo dicho a María.

– No. Era nuestro secreto. No se lo dije a nadie. No podía. Siempre se lo había contado todo a María, pero esta vez… no, no pude.

– Entonces no crees que María lo sepa -dijo Dominique con firmeza.

– No lo sé -respondió Sofía mordiéndose las uñas de nervios-. No, no puede saberlo, porque si así fuera no habría querido hacerme daño diciéndome lo de Máxima. Además, habría mencionado lo mío con Santi en la carta. Era mi mejor amiga. Supongo que no sabe nada.

– Bien. Entonces no es probable que Santi haya confiado en ella, ¿verdad?

– No, tienes razón.

– De acuerdo. Yo que tú esperaría a recibir una carta de Santi.

Así que Sofía esperó. Los días se alargaron con la llegada del verano hasta que el sol hubo deshecho toda la nieve y los granjeros sacaron a las vacas de los establos para que se alimentaran libremente de las flores de la montaña y de las altas briznas de hierba. En mayo Sofía estaba de cinco meses. Se le notaba la barriga pero, por lo demás, estaba delgada y demacrada. El médico de Dominique le dijo que si no comía, terminaría por dañar al bebé. Así que se obligó a comer de forma saludable y a beber grandes cantidades de agua fresca y de jugos de frutas. Dominique no dejaba de preocuparse por ella, rezando para que Santi escribiera. ¡Maldito chico! Pero no llegó ninguna carta. Sofía todavía seguía esperando cuando ya hacía tiempo que Dominique había perdido toda esperanza. Se sentaba durante horas en el banco que daba al lago viendo al invierno dar paso a la primavera, a la primavera abrir sus brazos al verano y, finalmente, al verano ser barrido por el viento del otoño. Sintió que algo en ella había muerto: la esperanza.

Más adelante, cuando se serenó un poco y fue capaz de ver las cosas con más objetividad, se le ocurrió que, si María estaba al corriente de su dirección, a buen seguro Santi también lo estaría. Se dio cuenta de que él podía haberle escrito sin ningún problema, pero no lo había hecho. La había traicionado, fuera cual fuera la razón que le había llevado a ello. Había decidido conscientemente no comunicarse con ella. Sofía intentó consolarse pensando que quizá Santi, ese Santi desesperadamente enamorado al que había tenido en sus brazos, no había tenido otra opción que intentar olvidarla.

El 2 de octubre de 1974 Sofía dio a luz a un niño perfectamente sano. Se echó a llorar cuando se lo llevó al pecho y vio cómo mamaba. Tenía el pelo oscuro como el de su madre y los ojos azules. Dominique dijo que todos los bebés tenían los ojos azules.

– En ese caso los suyos serán verdes como los de su padre -dijo Sofía.

– O castaños como los de su madre -añadió Dominique.

Había sido un parto difícil. Sofía había chillado a medida que el dolor había ido traspasándole la matriz. Se agarró a la mano de Dominique hasta dejarla sin sangre y no dejó de llamar a gritos a Santi. En esos intensos instantes en que el esfuerzo y el dolor dan paso al alivio y a la alegría final, Sofía había sentido que el corazón se le vaciaba con la matriz. Santi ya no la amaba y la pérdida de su amor se cernió sobre su alma. Sentía que no sólo había perdido a su amante, sino al único amigo que tenía en el mundo. Volvió a caer en la desesperación.

La felicidad que sintió al tener por primera vez a su bebé en los brazos llenó momentáneamente el vacío dejado por Santi. Acarició la mejilla enrojecida del pequeño, pasó los dedos por su cabello de ángel y aspiró su cálida fragancia. Mientras él mamaba, ella jugaba con su manita, que se agarraba a la suya y se negaba a soltarla, incluso cuando se dormía. La necesitaba. A Sofía le encantaba ver cómo llenaba su pequeño estómago con su propia leche, esa leche que lo mantendría con vida y le haría crecer. Cuando él mamaba, ella tenía una extraña sensación en la barriga que la entusiasmaba. Cuando el bebé lloraba, ella sentía su llanto en el plexo solar incluso antes de haberlo oído. Le llamaría Santiaguito, porque si su padre hubiera estado allí así lo habría querido. El pequeño Santiago.

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