Santa Montefiore - El último viaje de Valentina

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El último viaje de Valentina: краткое содержание, описание и аннотация

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En la barcaza sobre el Támesis que llama hogar, Alba vive una juventud alocada pero vacía. Durante toda su vida, la figura de la madre que no conoció la ha atormentado. Ahora ha llegado el momento de enfrentarse al pasado: a la verdad sobre lo que sucedió en un pequeño pueblo italiano, casi treinta años antes, una historia de amor apasionado en tiempos de guerra, de tragedia, crimen y mentiras que ha quedado enterrada en el silencio. Para ello, ha de viajar hasta el lugar donde todo comenzó, dejando atrás Inglaterra, una familia de la que nunca se ha sentido parte y un hombre a cuyo amor no puede corresponder. En la costa italiana, donde el destino jugó una de sus crueles partidas tanto tiempo atrás, le espera el fantasma de una mujer envuelta en el misterio.

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– Vamos, Edith, no exageres.

– No exagero. Fue muy curioso. Como si por fin se hubiera quitado un gran peso de encima. Algo pesado y triste. Como si hubiera desaparecido.

¿Y qué pasó entonces?

– Se quedó allí sentado, frotándose el mentón y mirando fijamente el retrato de su padre que cuelga de la pared.

– ¿De su padre?

– Sí, el del anciano señor Arbuckle. No sé en qué podía estar pensando, pero se quedó ahí sentado un buen rato, pensando.

– ¿Qué crees tú que decía la carta? -preguntó Verity, llevándose la taza de té a los labios con un sonoro sorbido.

– Bueno, oí hablar al señor y a la señora Arbuckle en el salón poco después. Yo estaba en la sala, preparando las cosas para la cena. Cuando están solos, a menudo les gusta comer allí, en la mesa del refectorio.

– Ya, ya, pero ¿qué decían?

– Hablaban en voz muy baja. Creo que sabían que yo estaba por ahí fuera porque me oían hacer ruido con los platos y cubiertos. No es fácil no hacer ruido con la cubertería. Por eso hablaban en voz baja y no pude escucharlo todo. Pero sí pude oír la frase: «Alba ya sabe la verdad». Luego el señor dijo, no sin cierta alegría: «Se ha disculpado». La verdad es que me sorprendió, porque no creo que Alba se haya disculpado una sola vez en toda su vida.

Verity frunció el ceño.

– ¿Y por qué iba a disculparse? ¿A qué verdad se refería?

La cocinera sintió que se acaloraba. «Basta -se dijo-. Ya le has dicho bastante a Verity.» Tenía el rostro de su amiga incómodamente próximo al suyo. No iba bien. Estaba a punto de soltárselo todo.

– Resulta todo de lo más desconcertante, pero si quieres que te diga lo que pienso, diría que Alba descubrió algo más desde que se marchó a Italia a buscar a la familia de su madre. No sé qué… -Verity la miraba con ojos de serpiente-. Oh, querida -dijo de pronto-. A ti no puedo ocultártelo. Tengo que decírselo a alguien. Oí la palabra… -guardó silencio y añadió con un fuerte susurro-: asesinato.

En cuanto logró asimilar y digerir la palabra, Verity soltó un suspiro.

– Santo Dios. No creerás que el capitán mató a su mujer, ¿verdad?

La cocinera se retorció las manos.

– No. Pero ¿qué otra cosa podría ser?

– ¿Y por qué iba Alba a disculparse por eso?

– Querida Verity, Alba se estaba disculpando por haberlo descubierto.

– Claro.

– Jamás hubiera imaginado que el capitán fuera capaz de cometer un asesinato -dijo la cocinera.

– Recuerda que eran tiempos de guerra. El mataba alemanes a diestro y siniestro, ¡y bien que hacía! Y si Valentina era la mitad de temperamental que Alba, ¡no le culpo!

– ¡Que Dios te castigue por lo que acabas de decir! -la reprendió la cocinera.

– No hasta que me haya comido el último bollo -dijo Verity, metiéndoselo en la boca.

La cocinera se sintió aliviada después de haber compartido el secreto con su amiga. Verity, sin embargo, no tenía la misma sensación. Las náuseas que de pronto sentía nada tenían que ver con las revelaciones de la cocinera y sí con los bollos. Su vergüenza fue mayúscula cuando, de camino a casa, tuvo que parar el coche al final del camino y vomitar sobre unos arbustos.

Cuando el taxi que llevaba a Fitz y a Alba al centro de Londres giró para adentrarse por Earls Court, ella se olvidó de la pena que le causaba haberse marchado de Incantellaria y se removió en su asiento presa de la excitación. Era un despejado día de octubre. El sol entraba a raudales por la ventanilla para quedar atrapado en el anillo de compromiso que lanzaba destellos desde su mano.

– No puedo creer que estemos en casa -dijo con un suspiro, viendo brillar el anillo y moviendo los dedos para atrapar con él la luz-. Pensar en mis armarios llenos de ropa bonita. Podría morir de tanta felicidad. -Fitz estaba preocupado por el estado del barco de Alba. Conociéndola como la conocía, probablemente ni siquiera habría vaciado la nevera antes de marcharse y el lugar debía de apestar-. Me siento como si hubiera estado fuera toda una vida.

– Espero que tu barco siga donde lo dejaste.

El taxi se adentró por Cheyne Walk. Alba tensó la espalda y miró por el parabrisas.

– ¡Ahí está! -anunció, señalando al barco. Y luego-: ¡Santo Dios!

Fitz se inclinó hacia delante, con el corazón en un puño al pensar en la desecada casa flotante de Alba. Pagó al taxista y la siguió por el pontón con las maletas.

– Casi no la reconozco -dijo ella, encantada-. ¡Pero si hasta le han dado una mano de pintura!

– ¡Viv! -exclamó Fitz, soltando las maletas-. Te ha llenado la cubierta de plantas y de flores. Pero si parece casi tan inmaculada como la suya, aunque la tuya es más excéntrica, como tú. -Alba introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta.

– Hasta huele a Viv -dijo con una carcajada, olfateando el olor a incienso que impregnaba el aire del barco. La escritora había lavado y planchado toda la ropa que había encontrado colgada en el cuarto de baño. También había limpiado el interior de arriba abajo. Alba abrió la nevera-. ¡Ha comprado leche! -gritó-. ¡Podemos tomar una taza de té! -Fitz entró las maletas y recorrió el lustroso pasillo que llevaba a la cocina.

– ¿Cómo habrá entrado? -preguntó.

– Tiene una llave. Se la di hace siglos, por si se me incendiaba la casa o pasaba algo mientras yo estaba fuera. -Fitz la estrechó entre sus brazos y la besó.

– Olvídate del té -dijo-. Tengo una idea mucho mejor.

Alba le lanzó una mirada maliciosa.

– Después de todo, no somos tan distintos -dijo entre risas. Le llevó a su dormitorio bajo la claraboya. La habitación estaba limpia y ordenada. Habían arreglado la gotera. Encontraron una nota sobre la cama.

Como éste será el primer puerto donde recalarás, he decidido dejar la nota encima de la cama. Probablemente no estaré aquí cuando llegues, pues Fitzroy no parecía saber cuándo volvería a casa. Sólo espero que te hayas portado decentemente y hayas accedido a casarte con él. Pobrecillo, ¡lo que suspiraba por ti! Me he tomado la libertad de quitar el polvo del barco. Estaba hecho un auténtico desastre y me amargaba el desayuno todas las mañanas al verlo. Por no hablar del olor a excrementos de ardilla. No acabo de entender por qué no harán sus cosas en otro sitio. Bienvenida a casa, querida, y perdona a esta vieja amiga por ser tan amarga y retorcida. ¡Lo de la cabra fue la monda y también yo te perdono! Volveré pronto. Estoy en Francia con Pierre (pregúntale a Fitzroy). El amor jamás me había sentado tan bien. Besos en abundancia. Viv.

Alba miró a Fitz fijamente.

– El amor jamás me había sentado tan bien -dijo, acariciando su rostro rasposo con la mano-. ¿Suspirabas por mí?

– Sí -fue la respuesta-. Viv me convenció para que fuera a buscarte.

– La buena de Viv.

– Es una buena amiga, Alba.

– También tú. Gracias, Fitz, por serme fiel.

– Huiste con mi corazón. Tenía que recuperarlo.

– Ahora es mío -dijo ella con una sonrisa-. Y esta vez pienso conservarlo. Voy a tratarlo con cuidado.

Fitz la rodeó con sus brazos y tiró de ella hacia la cama. Esta vez, hacer el amor con Alba fue un episodio lento, íntimo y tierno. Elle entregó su alma y recibió la de ella a cambio. Alba era como una extraña y hermosa mariposa que él podía por fin tener en sus manos. No echó a volar.

Tras disfrutar de un largo baño, caliente, Fitz se tumbó en la cama mientras Alba revisaba sus armarios y decidía qué ponerse para ir a visitar a su padre y a su madrastra. Fitz se fijo en que no tiraba las prendas descartadas al suelo como solía hacerlo, sino que las doblaba y volvía a guardarlas en el armario. Alba se rió al ver las botas de ante azul con suela de madera y las medias estampadas, las faldas diminutas y los abrigos de colores vivos.

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