Gioconda Belli - La Mujer Habitada

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La mujer habitada sumerge al lector en un mundo mágico y ferozmente vital, en el que la mujer, víctima tradicional de la dominación masculina, se rebela contra la secular inercia y participa de forma activa en acontecimentos que transforman la realidad. Partiendo de la dramática historia de Itzá, que por amor a Yarince muere luchado contra los invasores españoles, el relato nos conduce hasta Lavinia, joven arquitecta, moderna e independiente, que al terminar sus estudios en Europa ve su país con ojos diferentes. Mientras trabaja en un estudio de arquitectos, Lavinia conoce a Felipe, y la intensa pasión que surge entre ambos es el estímulo que la lleva a comprometerse en la lucha de liberación contra la dictadura de Somoza. Rebosante de un fuerte lirismo, La mujer habitada mantiene en vilo al lector hasta el desenlace final.

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Siguiendo las instrucciones de Flor, Lavinia y Lorenzo se retiraron a la habitación indicada.

No bien entraron, Lorenzo le dio un abrazo fuerte.

– Lo siento, hermanita -dijo-. ¡Casi no puedo creer lo de Felipe! ¡Qué mala suerte! ¿Y cómo fue que el taxista le disparó?

Le explicó con voz calma. Por alguna razón estaba sintiendo como si la muerte de Felipe hubiese ocurrido hacía mucho tiempo, o como si ella ya no fuera ella, la de ayer, sino otra mujer, fuerte y decidida, inconmovible ante el peligro o la muerte. "Quizás ya no me importa morirme", pensó por un momento. Quizás a eso se debía esta sangre fría con que contemplaba lo que sucedería en las próximas horas.

Lorenzo, tosco y autoritario durante el entrenamiento de fin de semana en la finca, hizo esta vez acopio de cuanta dulzura y suavidad encontró en su cuerpo fuerte y musculoso.

Le enseñó las secretas cámaras del arma, el arme y el desarme, las propiedades combativas, las características de equipo de asalto de la Madzen, cual si estuviera hablando de un cuerpo de mujer, de una novia negra y sólida. Su voz era íntima y suave, tranquilizante por la convicción que exudaba de que nada podía salir mal. La operación sería un éxito.

Pasaron varias horas en aquel ejercicio. Lavinia, atenta, no perdía detalle. Aquella habitación y las palabras de Lorenzo parecían ser la única zona iluminada en el universo oscurecido de su mente. Tenía que salir bien, pensaba. Ella era Felipe.

Felipe era ella.

Se fundían para tomar posiciones en la batalla. Felipe viviría en sus manos, en su dedo apretando el gatillo, en su presencia de ánimo, en la sangre caliente y la cabeza fría, en el "endurecerse sin perder la ternura", del Che.

– ¿Ya sentís que es como parte tuya? -preguntó Lorenzo-. Eso es lo que debes sentir. En el combate, uno tiene que sentir que el arma le va a ser fiel, que responderá como un brazo o una pierna, como alguien que lo quiere a uno y lo defiende a morir… ¿Ya la sentís así? -dijo, acercándosela, poniendo una mano sobre su hombro y otra sobre la subametralladora que Lavinia sostenía contra su pecho.

– Ya -dijo Lavinia-. La siento como una hermana… o como si fuera Felipe.

– Eso es. Eso es-dijo Lorenzo-. Eso tenés que pensar. Ella es tu Felipe. Pensá eso cuando dispares. Pensalo cuando la uses para defenderte.

Tuvo ganas de llorar otra vez, de llorar encima del arma imaginándola Felipe. Pero no debía pensar en Felipe muerto. Debía pensarlo vivo. Vivo y ágil. Vivo y valiente. Sólido. Fuerte.

Se limpió los ojos humedecidos. Lorenzo la miraba con dulzura.

– Eso es, mamita -le dijo-, no se me raje. No se rajaría. Ya habría tiempo para llorar.

Se acercaba el momento. Sebastián había salido a recibir el último parte del equipo de información. Totalmente preparados, corredores en sus marcas, con los músculos tensos, haciendo bromas intermitentes que semejaban escapes de vapor, el grupo se encontraba en la sala; unos sentados en las sillas y otros en el suelo, con la espalda apoyada en la pared.

Qué pensarían, se preguntó Lavinia, mirándolos.

Después que salió de la habitación con Lorenzo, Pablito se acercó. Se tocaron en un reconocerse torpe y afectuoso, perdonándose con el gesto lo que sabían habrían pensado el uno sobre el otro.

Ahora, sentada en el suelo, lo veía, pensativo, callado. De vez en cuando, sonreía cuando sus miradas se cruzaban. Al contrario de los demás, ellos no tuvieron que atravesar pobrezas o humillaciones. Llegaron aquí compelidos por el vacío de la abundancia: la nada de sus vidas, aparentemente tan colmadas de bienes, tan cómodos y mullidos. Nunca pensó que pudiera sentirse así de plena, después de la muerte de Felipe. Pero estar allí, con la espalda apoyada contra la pared, en medio de aquellas personas que se atrevían a soñar, le producía un suave calor interno, la certeza de haberse encontrado por fin, de haber arribado a puerto.

Sintió que finalmente, había trascendido sus miedos. Por fin, creía, confiaba. Estaba segura de querer estar allí, compartiendo con ellos, con estas personas y no otras, lo que quizás serían los últimos momentos de su vida.

Estaba allí, confundida en el grupo, cual si la cercanía del peligro de pronto los hubiera homogeneizado. Aquí se acababan las cunas de tul o de palo, los distintos recuerdos de infancia. Si íntimamente la aceptaban o no, quizás nunca lo sabría. Lo cierto es que, en este instante, en este paréntesis de tiempo, todos se fundían, animales de la misma especie. Sus vidas dependían las unas de las otras. Confiaban los unos en los otros, confiaban sus vidas a la sincronía colectiva, a la defensa mutua, al funcionamiento de equipo.

Se defenderían, actuarían como un solo cuerpo, movidos por un mismo deseo, una misma inspiración.

Después de tantos meses, tuvo la sensación de haber alcanzado una identidad con la cual arroparse y calentarse. Sin apellido, sin nombre -era tan sólo la "Doce"- sin posesiones, sin nostalgias de tiempos pasados, nunca había tenido una noción tan clara del propio valor e importancia; de haber venido al mundo, nacido a la vida para construir y no por un azar caprichoso de espermatozoides y óvulos. Pensó su existencia como una búsqueda de este momento. Olfateando, sin mapas ni cartas astrales, había logrado llegar a esta sala, sentarse en ese piso duro y frío, apoyar la espalda en aquellas paredes. Tantas dudas, dolores, la muerte de Felipe, fueron necesarias. Abandonar a sus padres, distanciarse de Sara… Pensó en el hijo que nacería de su amiga a un futuro ojalá distinto.

Su tía Inés se hubiera sentido orgullosa de ella. Creía en la necesidad de darle trascendencia al paso por el mundo; "dejar huella". Y su abuelo, fervoroso admirador de las rebeliones indígenas, iconoclasta, abogado de causas perdidas, instaurador pionero de jornadas de ocho horas y dispensarios para los trabajadores, casi en los oscuros tiempos de la esclavitud, la estaría mirando, pensando que, al fin, se había puesto las alas y volaba.

A no ser por la muerte de Felipe, el futuro sin él, aquel momento de espera habría tenido el júbilo desatado de la euforia.

A pesar de Felipe, sentía ganas de sonreír -sonreía a cuantos ojos la encontraban en la sala- y de confusa manera, intuía que si bien él no estaría a su lado, encontraría en el amor colectivo respuestas profundas que la aliviarían de la soledad.

Reconciliada de todo cuanto la afligiera durante meses, se decidió a aceptar, tristemente, el hecho de que únicamente en su relación con Felipe no hubo conciliación. En el combate en que se enfrentaron, sólo la muerte los igualó. Sólo la muerte de Felipe le devolvió sus derechos, le permitió estar allí. El símbolo era oscuro y desgarrador. Pero no podía aceptarlo como augurio funesto del amor o del viejo antagonismo de Adán y Eva. Felipe fue un habitante del principio del mundo, de la historia. Un hombre bello y peludo de las cavernas. Más adelante, las cosas cambiarían. Más adelante. Por lo pronto sabía que Sebastián andaba por allí con promesa en la mano. ¿Harían los demás recuento de sus vidas, como ella?, pensó, recorriendo con la mirada los rostros ensimismados.

Sebastián había dicho que vencerían o morirían. Era una acción sin retirada.

Eran éstos, tal vez, los últimos momentos de sus vidas. Seguramente lo pensaban, se dijo. Aun cuando se confiase en la victoria, la muerte era una pasajera posible de este viaje. Lo sabían, aunque le hurtaran la mirada.

Pero el ambiente era sereno. "Los árboles serenos", pensó evocando la imagen del naranjo. Se sentía serena también, árbol.

No se temía esta muerte como otras. No estaba rodeada de oscuros terrores o fantasmas desconocidos. Sucedería casi de forma previsible. Era un riesgo calculado. Ningún misterio la envolvía. Si morían, no tendrían vagos arrepentimientos. Habría sido una decisión consciente. Una opción libremente elegida. No ofrendarían la muerte, sino la vida. Sería un fin digno. Nada de decrepitud y vacío.

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