Gioconda Belli - La Mujer Habitada

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La mujer habitada sumerge al lector en un mundo mágico y ferozmente vital, en el que la mujer, víctima tradicional de la dominación masculina, se rebela contra la secular inercia y participa de forma activa en acontecimentos que transforman la realidad. Partiendo de la dramática historia de Itzá, que por amor a Yarince muere luchado contra los invasores españoles, el relato nos conduce hasta Lavinia, joven arquitecta, moderna e independiente, que al terminar sus estudios en Europa ve su país con ojos diferentes. Mientras trabaja en un estudio de arquitectos, Lavinia conoce a Felipe, y la intensa pasión que surge entre ambos es el estímulo que la lleva a comprometerse en la lucha de liberación contra la dictadura de Somoza. Rebosante de un fuerte lirismo, La mujer habitada mantiene en vilo al lector hasta el desenlace final.

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Corrió hacia adelante zigzagueando, como le indicara René en los entrenamientos de la finca y, de nuevo, se asentó firme sobre sus piernas y descargó otra ráfaga. Los oídos le zumbaban. Los disparos silbaban por todos lados. Divisó a Sebastián y René, empujando la puerta. Quitó el dedo del gatillo y corrió otra vez en cuclillas y zigzag hasta llegar a la entrada del servicio a reunirse con los demás. Sebastián y la primera escuadra ya habrían penetrado por la puerta principal al interior de la casa.

– ¡Las máscaras! -oyó que Flor decía- ¡Las máscaras!

El corazón le latía espantosamente. Estaba aturdida por el ruido de los disparos. Le parecía que todo aquello era una confusión. No sabía si estaba saliendo bien o no. Sentía desesperación por entrar a la casa. No quería quedarse afuera. Ser "hombre muerto".

Lorenzo empujaba la puerta con el hombro, embistiéndola con fuerza.

– Rápido "Cinco", rápido -decía Flor, con urgencia-, dale con todas tus fuerzas.

Sobre la grama, a poca distancia, vio dos agentes de seguridad, guayaberas blancas, pantalones negros, tendidos, muertos. Habían estado custodiando la puerta que finalmente se abría, por donde finalmente penetraban al interior de la casa de Vela.

Lorenzo cerró. Él y la "Ocho", movieron una macetera grande y pesada. La pusieron contra la puerta. Aseguraron los cierres. Flor indicó a Lavinia que la siguiera, se movían hacia la entrada del segundo nivel, mirando para todos lados; las armas listas para disparar.

Afuera sonaban tiros dispersos. El silencio empezaba a hacerse en la calle.

Habían logrado penetrar en la casa.

Alcanzaron a escuchar el motor de un automóvil, que arrancó a toda velocidad.

– Rápido -dijo Flor, volviéndose hacia los otros dos-, rápido, peinemos esta zona.

Se habían puesto las máscaras. Sus facciones lucían desfiguradas y extrañas bajo la media de nylon.

Recordó cómo bromeó con Sebastián cuando le dijo que comprara dos docenas de medias de nylon.

Se sentían casi seguros, cuando un disparo silbó al lado de Lavinia. Provenía de un arbusto en el jardín. Todos se dejaron caer de bruces sobre el suelo. Se tendieron. Lavinia sintió que la sangre se le había trasladado a los pies.

– Cúbranme -gritó Lorenzo, mientras, zigzagueba en dirección al arbusto, disparando. La "Ocho" y Flor, abrieron fuego. Lavinia apretó el gatillo entrecerrando los ojos, esperando la descarga; pero no pasó nada. La Madzen hizo un sonido seco. El gatillo no bajaba. Se había quedado sin arma. Sin defensa. Trató de manipular la subametralladora.

Lorenzo llegaba al arbusto disparando su UZI. Una de las descargas arrancó un quejido detrás del arbusto y el sonido de un cuerpo desplomándose.

Sigiloso, Lorenzo se acercó, arrastrándose. Miró. Se puso de pie.

– Este no dará más problemas -gritó, corriendo a unírseles de nuevo.

– "Cinco" -dijo Lavinia-. Mi arma no dispara. Lorenzo la tomó. La miró un instante y tratando de ser amable, le dijo:

– Tenés que cambiarle el cargador. No es nada.

En el nerviosismo, el susto del disparo pasándole tan cerca, había olvidado lo más elemental. Dos días de no dormir producían su efecto.

Siguieron avanzando. Dentro de la casa se escuchaban gritos de mujeres, sonidos atropellados. La zona del jardín por donde avanzaban lucía ominosamente quieta, alumbrada pálidamente por faroles y una luna menguante y tímida.

Divisaron al fondo de la piscina, a la escuadra tres avanzando. Dos compañeros llevaban a dos o tres invitados, con las manos arriba. Poca gente había estado en el jardín a la hora del asalto. Seguramente debido a la noche fría y ventosa, oscura.

Alcanzaron finalmente la cancela que, desde el jardín, daba acceso al segundo nivel. Estaba cerrada. Asegurado por un pesado candado.

– ¿Qué hacemos? -dijo la gordita, volviéndose con cara de aflicción hacia Flor.

– Apártate -dijo Flor, apuntando al candado con la pistola, disparando. El disparo, tan cercano, los aturdió aún más. Lavinia sentía que le zumbaban miles de abejas en la cabeza.

– "Cinco", tírate contra la puerta -dijo Flor.

– Lo voy a agarrar de oficio -dijo Lorenzo, sonriendo un instante y luego embistió la puerta, cerrada detrás de la cancela recién abierta, con toda su fuerza de nervios y músculo.

La puerta se abrió. Desordenadamente, irrumpieron en el segundo nivel.

La escena habría sido jocosa, a no ser por el contexto y la tensión extinguiendo el humor y la risa: Hombres y mujeres de trajes brillantes y planchados, estaban contra la pared con las manos en alto. Lavinia vio también a varios con uniforme de altos oficiales. Uno de ellos, yacía muerto en el suelo. No pudo evitar que un escalofrío le recorriera la espalda.

"Siete" y "Seis" se movían por entre los invitados, cateándolos, cuidadosamente acercándose a los militares, a los tobillos de donde salieron dos o tres pistolas, mientras Sebastián y René mantenían vigilancia con las armas en posición de tiro. Lavinia vio a la señora Vela y la hermana. Pálidas. Los ojos redondos en las órbitas. Y los hijos de Vela. La niña lloraba desconsolada. Al muchacho le castañeteaban los dientes. Se pegaba a la madre como venado asustado.

Eran unas treinta personas. Muchas en aquel ambiente. Sintió pena por los niños.

Miró rápidamente hacia la puerta abierta del estudio. Las armas habían estado en exhibición. Sebastián y los demás las habían tomado de sus lugares. Se preguntó si habrían descorrido los paneles.

"Nueve" y "Diez", entraron en ese momento, desde el tercer nivel, llevando seis músicos, varios meseros y empleadas domésticas, así como tres invitados.

– ¡Contra la pared! -gritó Sebastián, sólo para percatarse que ya no había pared libre-. ¡Aquí! -corrigió, señalando el centro de la sala.

– Regresen al jardín -gritó a "Nueve"-. Llévense a ése de aquí -añadió, señalando el oficial muerto.

Los dos compañeros salieron, llevándose el cadáver. Sólo quedaban los invitados, el personal y los músicos.

– ¡Catéenlos! -indicó "Cero" a Flor.

Se acercaron. Lavinia había visto cateos en las calles de la ciudad. Sabía cómo los hacía la guardia. Lo hizo procurando ser menos brutal, recordando que ellos debía demostrar que eran diferentes. No eran esbirros, no eran guardias.

Los músicos y las muchachas de servicio gemían casi llorosos. "No nos hagan nada, por favor. ¡Nosotros no tenemos nada que ver!" decían plañideramente.

– ¡Silencio! -dijo Flor, autoritaria.

Lavinia miró alrededor del salón, una vez que terminaron de catearlos y situarlos alrededor y al medio del mismo. Las caras, ahora vueltas hacia ellos, reflejaban miedo. Los oficiales, que aparecían tan seguros de sí mismos, tan sonrientes en la televisión, movían su mirada de un lado al otro. Eran profesionales de la guerra. Con seguridad estarían pensando qué podían hacer. En el rincón, las hermanas Vela, con las caras lívidas y desfiguradas por el terror, abrazaban al hijo y la hija. El muchacho ahora gimoteaba. La niña seguía gritando. Una ola de lástima por aquellos niños la anegó. Ellos tampoco escogieron donde debían nacer. Cargaban la culpa del padre despiadado. La cargarían quizás para siempre. Aún no podían entender. Y, sin embargo, debían sufrirlo.

Lavinia se percató de que Vela no estaba. "Se fue con el Gran General. Fue a acompañarlo a su casa", decía la señora Vela, lloriqueando, mientras Sebastián la interrogaba. "¿Qué otra cosa se podía esperar de él? ", pensó Lavinia. "Todavía tiene los hábitos de cuando era escolta."

De pronto, se escucharon afuera descargas descomunales. Los seis se miraron. Los oficiales hicieron un movimiento, en el momento en que Flor musitaba "morterazos", suavemente, hablándole a Lorenzo.

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