Eva, que era de una calma asombrosa, ayudaba a Consuelo a cocinar, a hervir agua.
Al cuarto día, la humareda empezó a ceder y el color de la columna cambió a gris, a cafezusco y luego a blanco. El cielo empezó a aclararse. La cordura retornó a la voz de los histéricos periodistas. Afortunadamente el volcán no había perdido los estribos; su erupción, además de la densa oscuridad, produjo un derrame de lava que se circunscribió al destrozo de cultivos y caseríos vecinos. Aunque el evento quedó registrado en el habla popular como "la explosión del Mitre", no hubo tal; la integridad de las grandes ciudades no fue afectada. Al ver en los reportajes televisivos el recuento de los daños, las imágenes de la pobre gente llevada como ganado a refugios de champas de plástico negro, Viviana reaccionó. Alistémonos para ir a los campos de refugiados, dijo. Empacaron agua, provisiones, mantas que colectaron de amigos y vecinos. El estado mayor del pie visitó las comarcas cercanas al volcán. Bajo un sol inclemente, en terrenos baldíos, encontraron a la gente vagando sin rumbo entre las infernales tiendas que, conociendo al gobierno de Faguas, serían sus casas por largo tiempo. Las grandes polvaredas que ráfagas de viento recogían de la tierra seca irritaban los pulmones. Niños, hombres y mujeres, en medio de accesos de tos, se consolaban y ayudaban entre ellos, sus caras y sus cuerpos hasta las pestañas tiznados de una mezcla de cenizas y polvo que los hacía parecer zombis. Apenas tenían que comer. No había agua potable. Una pipa llegaba por la mañana y la gente se alineaba en grandes filas a recogerla en baldes para suplir sus necesidades. Cundían las enfermedades gástricas y la desesperación.
Salieron de allí deprimidas, abrumadas por la impotencia de no poder dar más que el consuelo de sus palabras, de su presencia.
A falta de otro recurso, rabiosa al ver la indiferencia del gobierno ante la tragedia, Viviana, que hasta el inicio de su campaña había conducido un exitoso programa de televisión, reclutó artistas, cómicos y deportistas y organizó un maratón televisivo para recoger dinero para los damnificados. De nuevo, como otras veces en la historia de Faguas, la cooperación internacional destinada a la emergencia terminó siendo usada por funcionarios públicos o gente cercana al poder que, de la noche a la mañana, se hizo rica y se construyó palacetes, tanto en la ciudad como en la playa.
Jamás imaginaron ellas en esos días el regalo que les depararía el volcán.
No fue sino con el transcurrir de las semanas que se enteraron del curioso efecto de la nube negra. Rebeca e Ifigenia, las dos casadas, reportaron una extraña somnolencia en sus maridos. Parece que lo picó la mosca tsé-tsé, dijo Rebeca, intrigadísima. Ifigenia, por su parte, menos discreta con sus intimidades, llegó a su oficina en la casa de campaña y le soltó el cuento: No lo vas a creer Viviana. En medio de mis maromas en la cama con Martín, cuando le estaba dando uno de esos tratamientos que a él mas le gustan, que me funcionan como magia, noté algo raro. Levanté la cabeza y ¿qué crees? ¡Estaba dormido! ¡Kaput! ¿Podés creerlo? Es rarísimo.
La libido decaída de los hombres fue la que dio la pista científica de que algo anormal sucedía. Se consultó con las brigadas médicas que asistían a los refugiados. Tras los exámenes correspondientes, resultó que si el índice normal de testosterona en los hombres es de 350 a 1240 nanogramos por decilitro, en Faguas la muestra de hombres de toda edad que examinaron solo registraba 50 o 60 nanogramos. Nuevas e intrincadas pruebas de laboratorio indicaron que los gases del volcán eran responsables del efecto que inesperadamente bendecía a Faguas con una mansedumbre masculina nunca vista.
– ¡Voy a creer en Dios! ¡Voy a creer en Dios! -gritaba Martina en el último mes de campaña.
Y es que, entre la dulcificación de los hombres y las estupideces del gobierno, el Partido de la Izquierda Erótica se colocó a la cabeza en las encuestas.
Viviana rehusó atribuir su victoria al Mitre. Prefería pensar que la campaña del pie, no solo había desafiado los esquemas de hombres y mujeres, sino que había logrado que las votantes (más de la mitad del electorado) vislumbraran al fin una ilusión de igualdad capaz de llevarlas a confiar en la imaginación del pie y darle la misión de realizar sus deseos. En las tardes, sin embargo, tomando una copa de vino y mirando al volcán erecto sobre el paisaje, alzaba hacia él su copa con un guiño de agradecimiento. Fue ese gesto el que motivó a Martina a recoger los trozos de lava y montarlos sobre madera como souvenir.
El déficit de testosterona en un país más bien iletrado generó derivaciones a cual más disparatadas del nombre de la hormona culpable de la desidia masculina: tensiónterrona, tetasterona, tedasterona, tesonterona, terraterrona, le llamaron. La testosterona se convirtió en el Santo Grial, el Vellocino de Oro de los argonautas de Faguas. Todos los hombres querían que volviera y salían a buscarla por tierra y por mar a los mercados, el ciberespacio y las boticas.
Viviana devolvió la roca a la repisa, sonriendo maravillada por el prodigio aquel de haberse transportado nítidamente al recuerdo, como si el objeto hubiese contenido dentro de sí un trozo de tiempo, un pergamino arrollado capaz de desplegarse y envolverla de nuevo en los olores, diálogos y sensaciones de su pasado.
Le agradeció a Juana de Arco el empujón que le dio para meterla al baño. Encerrate con llave y no salgás de allí, le dijo la muchacha, tras verla vagar como alma en pena. Juana no estaba ese día para remilgos. Enfundada en su infaltable ropa negra, con su peinado punk y los aretes de arriba abajo siguiendo la medialuna de sus delicadas orejas, la salvó del asedio de los periodistas, amistades, hombres y mujeres que llenaron los pasillos del hospital preguntando qué había pasado. Todos querían saber y ella ya no hallaba qué decir. Nada se sabría hasta que salieran los médicos del quirófano donde metieron corriendo a Viviana.
El baño olía a desinfectante. Adivinó que era un baño para el personal por las cajas de suministros médicos: guantes, toallitas y vasos para exámenes de orina arrimados contra la pared. Cerró la tapa del inodoro y se sentó sobre él. Estar sola la calmó. Ella no era calma de por sí. Tenia demasiada energía: doscientos veinte amperios para un país que, si acaso, funcionaba con cien. Desde niña fue así: hiperactiva según los doctores; diabla según las monjas y su mamá. Mentalmente se forzó a irse de allí. Usó su truco de imaginarse en un tren. Iba en tren, moviéndose a alta velocidad sin necesidad de moverse. Viajaba en el transalpino a su casa en Christchurch. Qué lejos Nueva Zelandia, "la estepa", como le decía Viviana, la única persona capaz de hacerla regresar al telúrico desmadre de su país natal; la única dueña de la marca de cera que usó Ulises para taparse los oídos. De no haberse Viviana empeñado, ella habría sucumbido gustosa a las sirenas, primero porque le gustaban y segundo porque dejar la joya verde de país que era la tranquila Nueva Zelandia fue una hazaña para ella. Nueva Zelandia le permitió ser quien era, dejar de fingir que le gustaban los muchachos y no sentirse por eso olorosa a azufre, desviada o torcida, como gustaban llamar las monjas a las niñas como ella que por más que lo intentaban no lograban que el cine o la literatura les hicieran añorar los apuestos mancebos enfrentándose en duelos de espadas por sus dulcineas. Ella era romántica, pero de otra forma. Su romanticismo se nutría de las complicidades únicas y propias de su mismo género, en la sincronía de alma y cuerpo que solo dos personas del mismo sexo, dueñas del mismo aparataje físico y mental, podían compartir. Menos mal que a estas alturas de su vida ser gay ya no era ninguna novedad. Había sido un proceso largo. En países como Faguas abundaban quienes aún querían taparse los ojos. Tanta gente vivía fuera del clóset en estos tiempos que era trágico que aún perseveraran los perjuicios.
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