Con qué facilidad se expresaba, pensó Viviana, mirándolo con la camisa de mangas volteadas hacia arriba, la camisa de rayas blancas y celestes, impecable. Su análisis sobre la relación de Estados Unidos y América Latina era abundante en datos. América Latina era ahora el territorio que le quedaba a Estados Unidos para compensar el dominio de China sobre Asia y partes de África, pero la política de la que era ahora la segunda potencia mundial distaba mucho de ser la de los años de la Guerra Fría. Emir la había visto entrar y le guiñó el ojo casi imperceptiblemente. Quería sentarse al frente. Caminó por un lado del salón sin importarle que la miraran porque era llamativa y sabía que eso sucedería.
Estaba segura de que él no perdería el hilo. Era un don masculino controlar las emociones, un don que ella admiraba secretamente. Pero Emir calló. Los tacones de ella resonaron en el auditorio. La gente se volvió.
– Quiero que conozcan a Viviana Sansón -dijo Emir-. Ella es una joven periodista de Faguas y una persona que parece tener clara la idea de la que he venido hablando largamente: la política como desafío a la imaginación.
Ni corto, ni perezoso, el público aplaudió. Viviana saludó con la mano, enderezó la espalda. Touché, pensó, confundida. No supo si Emir lo hacía para devolverle la interrupción o de manera genuina para que la gente la conociera.
Almorzaron juntos. Lo hice por las dos cosas, dijo Emir. Tenés que admitir que querías interrumpirme y yo te di gusto -dijo con ironía, besándole la mano.
– Lo que quería era probarme a mí misma que tendrías, como cualquier hombre, la capacidad de mantener el hilo de tu discurso sin inmutarte -dijo ella.
– Yo me inmuto por mucho menos que eso -sonrió Emir-. Pero fue bonito. Me gustó lo que hiciste. Me desconcertó, pero me gustó. Y tu discurso… fue excelente.
– El tuyo también -dijo ella.
– Qué modestos que somos, ¿no?
– La modestia es una virtud mediocre -dijo seria Viviana.
– Fírmese y ratifíquese. Lo adopto como lema desde este momento -rió Emir.
En una entrevista pública ella habló del pie y arrancó sonoros aplausos. Al día siguiente, la noticia del partido apareció en los principales diarios.
Emir la llevó a reunirse con los más influyentes dirigentes políticos que asistían al foro. El nombre del partido era un arma de doble filo, le dijo. Por eso ella era necesaria para darle contenido. Tenía razón. Era un riesgo calculado, aclaró ella. Las personalidades la recibían con un aire de duda y cautela, pero la despedían con entusiasmo las mujeres, y con respeto y buenos deseos los hombres.
– Usted es temible -le dijo un boliviano-, pero le deseo buena suerte.
Tras el día de andar por el foro, oír discursos y conversar de política, estaban cansados. Emir, sin embargo, insistió en llevarla a cenar. Después, en el balcón de la habitación frente al mar, descalzos y sentados en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y los pies apoyados en la balaustrada, Emir se ofreció para organizarle el plan para recoger fondos. Irían a Estados Unidos a visitar mujeres hermosas y valientes, partidarias de causas perdidas y del Tercer Mundo, feministas de la Cuarta Onda, le dijo. "Con las que yo conozco será suficiente".
Viviana se quitó el anillo del dedo, lo pegó a su mejilla. Emir, Emir, ¿dónde estaría Emir? Sintió ganas de correr. No alcanzaba a entender qué hacía ella allí, ni en qué lugar se encontraba.
No eran uno sino muchos los paraguas sobre la repisa. Verlos amontonados le sacó a Viviana una sonrisa de incredulidad. Imaginé que serían bastantes, pensó, pero esta realidad supera mi imaginación. Las gafas de sol y los paraguas se llevaban la palma en aquella colección de objetos perdidos. Eran el símbolo de las dos estaciones de Faguas. Llovía seis meses del año y los otros seis el sol se ensañaba sobre el país resecándolo, tornando el paisaje en un yermo de árboles sedientos y pasto amarillo y moribundo. Emir le había llevado capotes de regalo, pero ella nunca se acostumbró a las ropas de lluvia. Prefería el simple y útil paraguas. Infortunadamente los perdía. Los olvidaba en el instante en que emergía el sol entre las nubes. Y era lo usual. Se oscurecía el cielo, soplaba un viento huracanado, las nubes negras enfilaban sus cañones y el aguacero se desplomaba como un edificio de agua sobre la ciudad. Sin embargo, el derrumbe no duraba demasiado. Pasado el chaparrón, el sol barría con sus rayos los restos de cielo díscolo, y retornaba la tarde a su existencia clara y azul. El crepúsculo lavado y fresco era suficiente razón para que el paraguas quedara olvidado detrás de la puerta, en el suelo o dondequiera que la dueña posara sus varillas a descansar de la inclemencia del aguacero.
Tomó del montón uno de los paraguas. Se sentó en el suelo. Lo abrió. Era verde olivo. Recorrió con sus dedos la tela tensa entre los rayos. Llovía cuando decidió sacar a los hombres del Estado. Conjuró la memoria hasta que pudo oír el aguacero cayendo y ver la luz de los relámpagos iluminando las ventanas del extraño despacho presidencial que heredara de sus antecesores.
Allí estaba ella, detrás del escritorio en un momento de rara quietud. Era tarde en la noche. Había despachado a Juana de Arco. Solo las guardas de su seguridad personal esperaban afuera. A dos meses de su gobierno, no lograba avanzar. Había intentado incluir a quienes fueran capaces, hombres y mujeres, pero la realidad de siglos se les venía encima. Aun con bajos niveles de testosterona, deprimidos y cansados, echando barriga y poniéndose flojos, los hombres no dejaban volar la iniciativa femenina. No se lo proponían conscientemente, pero una y otra vez, en las reuniones sus comentarios caían como baldes de agua fría: Ah, es que ustedes no saben de estas cosas; Ah, es que ustedes no tienen experiencia. El efecto era legible en los rostros de magníficas mujeres que recién aprendían los alcances de su poder. Las achicaban; hacían que se cerraran como anémonas asustadas.
Durante la campaña, incluso, el empuje de Emir, cuyas gestiones de mago y midas facilitaron los fondos, causó incomodidad no entre las del pie, pero si entre colaboradoras que la acusaron de convertir a un hombre, su hombre, en el financiero de la campaña. No le habrían dado un centavo si yo no hubiera sido convincente. El crédito es mío, él solo facilitó los contactos, repitió ella. Más que las acusaciones, le molestó la amargura que le causaron. ¿Cómo descartar su trabajo, cuanto habían logrado con un argumento semejante? Y, sin embargo, a pesar del radicalismo de las que se quejaban, en su fuero interno algún eco tenían esas quejas. No solo a Emir, sino a varios de sus más leales colaboradores, constantemente debía recordarles que ellas eran las heroínas, las amazonas de aquella historia. En los días de febril preparación para inscribir el partido en la campaña electoral (había que terminar de recoger firmas, llenar todos los requisitos legales engorrosos e interminables), más de una vez Viviana lamentó con rabia el que las líderes e indiscutibles creadoras del pie carecieran de la erudición que a flor de labios poseían Emir y los otros. Ellos conocían el argot político, manejaban cifras y cálculos económicos de memoria, sabían de geografía y política exterior. Si bien ellas no se dejaban apabullar por la sapiencia masculina, la codiciaban; lamentaban el tiempo que ellos habían ganado mientras ellas se vieron forzadas a reducir la longitud de sus horizontes para que cupiera en ellos el amor, los hijos, la casa, todo eso que, socialmente, era apenas valorado. Viviana les repartió a los hombres una copia de Un cuarto propio de Virginia Woolf, la Gran Loba. Lectura requerida, les dijo. Lean allí porque estamos en desventaja de erudición con respecto a ustedes y modérense. No nos enreden con sus palabras. Mucha sapiencia tendrán, pero la verdad es que, a juzgar por cómo está el mundo, de poco les ha servido, así que no intenten dirigirnos; observen, ayuden y aprendan.
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