– Sí, son unos comemieldas.
– Pues sí -dijo el gringo-, pero son mis amigos.
– Son todos unos corruptos -machacó Gómez.
– Si le contara yo…
– ¿Sabe lo que me hicieron una vez? Me expulsaron.
– ¿A usted también? A mí me decían que yo trabajaba para la CIA.
– Comemieldas.
– Sí. ¿En qué año estuvo usted?
Ése fue el inicio de una larga charla sobre los años cuarenta y cincuenta. Animado por encontrarse con un colega de su edad -no quedaban muchos vivos-, Mitchell mejoró de ánimo. Nos ofreció otro café, que yo acepté con pavor ante la perspectiva del soporífero relato que nos esperaba. Y la perspectiva se confirmó: Mitchell nos habló de cuando era un chico, de las chicas con que salía y luego de sus hijas y cómo habían cambiado los tiempos. De vez en cuando, Gómez intervenía para pedir más especificaciones de algún personaje de la historia, «¿Cuchito era el primo de Mariví?», ese tipo de cosas. Se sabía algunas historias personales, como las de Diana, sobre nombres que no me decían nada. Mi mayor entretenimiento de la tarde fue contemplar el apareamiento de dos moscas en un helecho del balcón. Dos horas y media después, tras escuchar las intimidades de unos tres millones de personas y beber cuatro cafés, yo temblaba de una mezcla de taquicardia y aburrimiento. Y cuando al fin, tras miles de anécdotas irrelevantes, parecía que nos íbamos a ir, Gómez súbitamente pareció recordar algo muy importante. Movió las manos, como si tuviese que atraer hacia sí los recuerdos, y por un momento pensé que le estaba dando un infarto. Pero finalmente dijo:
– ¿Sabe qué caso me indignó más? La estafa Minetti.
– ¡La estafa Minetti! -se rió el viejo Mitchell-. Ésa sí que fue buena. ¿Cuántos millones le birlaron a esa mujer? ¿Doscientos? ¿Doscientos cincuenta?
– Cuatrocientos. Y el fallo no sale.
– Eso nunca va a salir. El padre era un mafioso y el hijo es dueño de la mitad del país.
– Un robo.
– Pero ¿qué se puede esperar? No le iban a dejar a esa mujer todo…
– Un robo.
– Y los Picciardi ahí metidos. Nada de nada. El juicio no saldrá antes de que muera Diana. Ni después. Además, dicen que está loca.
– El caso de Diana hay que verlo considerando el contexto político de la era Trujillo: la corrupción, el caos, la crisis, todo sigue igual porque gobiernan los mismos.
Mitchell estuvo de acuerdo, pero tenía algunos matices que aclarar, así que empezó a desgranar la historia de la familia.
Y entonces ocurrió el milagro.
Ante mis ojos, Mitchell empezó a relacionar nombres, eventos, personajes que hasta ese momento eran para mí ecos recónditos del salón Voltaire. De repente, todo el cuadro empezó a cobrar sentido. Gómez había pulsado las teclas exactas para soltarle la lengua al americano y hacerlo decir lo que acababa de negarse a decir. Cada frase del viejo periodista activaba los resortes exactos en su cabeza y lo hacía darnos información nueva. Mitchell se lanzó con una larga parrafada sobre las grandes familias de la era Trujillo y empezó a contar el papel de Giorgio Minetti durante la dictadura, un papel mucho más interesante, oscuro y ambiguo del que yo había imaginado hasta entonces. Narró de dónde había salido su fortuna. Describió sus conspiraciones. Contó las verdaderas razones de su viaje a Cuba. Y retrató a un personaje que no parecía salido de una novela rosa, sino de una de espías.
Cuando salimos de la casa ya era de noche. Yo tenía miles de datos en la memoria, y la historia empezaba a asomar mucho más interesante que un montón de chismes de millonarios. Ahora tenía una base para comenzar a investigar, y una serie de nombres que seguir, y sobre todo una historia, y ya no un montón de anécdotas de gente muerta.
Ya en el auto, Gómez me preguntó:
– ¿Has tomado notas de la entrevista, chico?
– No quería asustar al gringo sacando un cuaderno, pero tengo lo esencial en la cabeza.
– Espero que sí, porque yo no escuché un carajo, chico. Ese comemielda hablaba tan bajito…
Sólo entonces comprendí que Jesús Gómez era un genio.
Y que yo tenía entre manos un libro muy distinto del que esperaba.
Pobre papá. No quería tener muchos vínculos con el general Trujillo, porque era un gusano y porque pensaba que lo tumbarían rápido y que no valía la pena. Pero el dictador se iba quedando y quedando, y a su nombre se iban sumando títulos como «el Chivo», «el Jefe», «el Benefactor» o «Su Excelencia». Papá optó por vivir al margen de todo. Tenía la concesión de venta de todos los autos del Estado en la República Dominicana. Tenía una tabacalera con un socio americano. Y era cónsul honorario de Italia. Se daba por servido y no tenía más pretensiones.
Pero no era tan fácil. A medida que aumentaba su poder como presidente, el Chivo se adueñaba de todos los negocios del país. Hasta sus amigos podían convertirse de un día para otro en sus competidores. Y así ocurrió con papá. Trujillo compró una tabacalera. Luego, para eliminar a la competencia, le ofreció a papá comprarle la suya por una miseria. Hizo una ridícula oferta económica y terminó con las palabras: «y todos contentos». El muy sinvergüenza.
Al principio, papá realmente pensó en venderla a pesar del precio porque conocía los riesgos. El problema era que, simplemente, no podía. Trujillo quería el cincuenta por ciento para quedarse con el control total de la fábrica, y papá sólo poseía el cuarenta y cinco por ciento. El resto pertenecía a una tabacalera de Filadelfia. Así que papá tuvo que negarse.
Sabía que se estaba ganando al peor de los enemigos, pero era un hombre seguro de sí mismo y con poca tendencia a dejarse manipular. Y sobre todo, se trataba de intereses americanos e italianos, por lo cual mi padre se sentía confiado. De todos modos, ante esa primera amenaza, papá empezó a sacar dinero del país y depositarlo en una cuenta de Nueva York para protegerse y protegernos en caso de cualquier imprevisto.
Hizo bien. Trujillo ni siquiera dejó enfriarse las cosas un poco. Inmediatamente entró, sin sorprender a nadie, en el negocio de los automotores. Acto seguido, convocó a concurso público para la provisión de automotores al Estado. Mi padre quedó muy contrariado porque su contrato aún no había expirado, de modo que el concurso era legalmente nulo. Pero sabía que por la vía judicial no arreglaría nada, al fin y al cabo los jueces eran tan propiedad de Trujillo como la tabacalera o los automóviles o el resto del país.
Una noche, en una recepción diplomática, Trujillo y papá se encontraron. Papá estaba furioso. Era un hombre encantador, pero incapaz de callarse las cosas, por muchos problemas que le pudieran causar sus palabras. Trató, en consecuencia, de combinar ambas cualidades. Con pasos firmes se acercó a Trujillo y, haciendo gala de todas las reverencias apropiadas al caso, le dijo:
– Su Excelencia, me permito brindar por la vigencia de nuestra colaboración mutua.
Sorprendido, el dictador se acomodó el quepí blanco con adornos dorados que solía llevar a estas ocasiones y respondió:
– Yo estoy muy ofendido con usted, Minetti, porque no ha aceptado la ayuda que tan generosamente le he ofrecido.
– Usted sabe que tendrá mi apoyo, general, en todo lo que me sea posible.
– ¿Quiere usted decir que podemos contar con su tabaco?
– Quiero decir, Su Excelencia, que puede usted contar con la provisión de automotores que acordé con el Estado.
– Ese contrato se suspendió.
Trujillo empezaba a perder las buenas maneras. Mi padre, no.
– Por eso mismo, deseo renovar mi compromiso por ofrecer mis servicios al Estado que usted dirige.
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