Belén Gopegui - El Lado Frío De La Almohada

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El lado frío de la almohada tiene los ingredientes adecuados para ser intriga y calidad en un argumento que arrastra un fuerte componente ideológico. Su defensa de la revolución cubana es el halo principal donde Gopegui vierte su compromiso mientras seduce al lector con una historia de amor -romántica por imposible- entre Philip Hull y Laura Bahía. Él, un diplomático estadounidense casi jubilado que trabaja en Madrid, ella, una joven agente de Seguridad del Estado cubano.

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– Quieres mi cama.

– Tu casa es el único sitio donde me dejarán en paz.

– ¿Y a ella?

– Ella está entrenada, podrá despistarles. Además, me han concedido un plazo sin vigilancia, sin que la vigilen a ella, para la negociación.

– No me interesa que algunos de mis clientes vean a una chica cubana en los alrededores de la rienda.

– Obedeceré tus instrucciones, horas, forma de entrar. Sólo una vez.

– ¿Sólo una vez?

– Sí. Si todo sale bien, ya me las arreglaré. Tendré que hablar con ellos o hacer algo.

Laura se puso unos pantalones vaqueros que no se ponía hacía al menos tres años. Rebuscó en el fondo del armario hasta encontrar unas viejas zapatillas blancas. Cogió una camiseta blanca y una chaqueta de lana abierta azul marino. No quería ir elegante pero sí en cambio distinta de como había estado viéndose en el último año, de cómo habían estado viéndola los demás. Salió a la calle con la impresión de que dos pasos por delante le precedía su propia determinación. Había oído la voz de Hull, lo que la voz decía pero también la voz. Y había sabido.

La excusa era banal, unas preguntas sobre los informes, una hoja repetida y una que faltaba. Laura imprimió la hoja que, según Hull, faltaba. La dobló y la guardó en el bolsillo del pantalón. Salió sin bolso ni mochila, quería ir sin equipaje y no como a veces se elige no llevar nada encima porque regresaremos pronto, sino como cuando se elige no llevar nada encima para no tener que regresar.

Philip Hull la esperaba en el bar del hotel. Laura le dio la hoja doblada sin tratar de comprobar la verdad de la excusa. Hull dijo:

– Necesito verte, pero no aquí.

– ¿Dónde?

– General Álvarez de Castro diecisiete, primero derecha. Hay ana tienda abajo -añadió-. De efectos navales. No se re ocurra entrar, no te pares a ver el escaparate. Justo al lado de la tienda está el número diecisiete. Llama al telefonillo dentro de media hora. Yo te abriré.

No se tocaron, aunque sí se miraron. Hull se marchó desdoblando ostensiblemente el papel que ella le había entregado. Laura le vio entrar en un taxi y salió enseguida. Echó a andar a un ritmo que no era el del paseo aunque tampoco el de quien va con prisa. Más bien tenía la sensación de andar siempre cuesta arriba pero sin estar cansada.

Subió por las escaleras. Llamó al timbre, Hull la abrió y aún le pareció que seguía subiendo cuestas por el pasillo hasta que llegaron a un salón con dos sofás claros. Hull se sentó e hizo el gesto mecánico de señalar el sofá de al lado como invitando a Laura. Pero Laura avanzaba muy lentamente.

– Gracias por venir -dijo Philip Hull con visible nerviosismo.

Tal vez fue eso, el nerviosismo, o la conciencia de que no se merecían ni necesitaban hablar del tiempo, balbucear, tapar el silencio con risas desconcertadas, lo que hizo que Laura dejase atrás el sofá de al lado y siguiera andando hacia donde estaba Hull, se sentara muy cerca de él, empezara a quitarle el reloj de muñeca.

– Decías que no era seguro, pero ya no hay duda -le dijo Osorio a Sedal-. Los han fusilado.

Eran las siete de la tarde, Osorio había ido a buscar a Sedal a la embajada y ahora se dirigían andando a la casa de un escritor español. Hacía dos días que las tropas estadounidenses habían entrado en Bagdad sin encontrar apenas resistencia y sólo unas horas que en Cuba habían fusilado a tres de los secuestradores de una embarcación con pasajeros. La casa estaba lejos, empezaba a hacerse de noche, pero ni Sedal ni Osorio tenían ganas de llegar.

– Nunca dijimos que fuera fácil -dijo Sedal.

– Pero han pasado demasiados años. -Osorio retuvo ahora el paso-. ¿Y si no vale la pena? Eso sucede en la vida con mucha frecuencia. Hay un lugar adónde quieres ir, adónde te gustaría de verdad llegar, sólo que está muy lejos y ya tú eres viejo; puedes caerte por el camino; cuando tú llegues, si llegas, vas a estar cansado y no vas a gozarlo. Entonces tú decides no ir. El esfuerzo no compensa. No significa que tú te rindas. No desprecias el lugar, tú quieres que otros lleguen ahí. Pero, amigo, tú has medido tus fuerzas.

– Ahora es duro, Carlos. Nos acusan de haber aprovechado la guerra de Irak para reprimir a los disidentes. Sin embargo, había veintitrés planes más de secuestros en marcha. El exilio, tú lo sabes un bien como yo, quiere que se produzca una crisis. Si los secuestros paran, si pasan diez meses sin que vuelva a haber un secuestro, tal vez algunos admitan que era la única salida que teníamos.

– El exilio, el exilio -dijo Carlos-. Tenemos enemigos, pero no podemos comportarnos como ellos. Una gran parte del exilio es sólo emigración. V otra parte estaría dispuesta a aceptar una salida si se la diéramos.

– Yo se la daría. Todos se la daríamos si pudiéramos hablar sin amenazas.

– Algunos amenazan. Otros se limitan a pedir más libertades.

– No te engañes, Carlos. Las libertades que piden se resumen en una sola: libertad para explotar.

– No me has contestado.

– ¿Seguro?

– Tú no me has contestado.

– Es cierto. No te he contestado.

Desabrochó la hebilla y presionó con el dedo en la piel clara de la muñeca de Philip Hull mientras sacaba la correa. No le vio rendido ni entregado ni vulnerable. No vio asombro en el gesto de Philip sino la firme voluntad de quien no quiere cerrar los ojos, abrir las manos, soltar la barandilla, decir un secreto, no quiere hacerlo pero lo va a hacer. Laura puso el reloj en el suelo y se levantó. Cogió la mano de Hull con sus dos manos, tiró de él. Ahora estaban de píe uno frente al otro y Hull tomó la cabeza de Laura como si fuera a ponerle unos auriculares en los oídos, como si fuera a quitarle una diadema. Los dedos de Hull presionaron con suavidad pero ninguno de los dos acercó la cabeza ni se tocaron las bocas, sabiendo que el avanzaba y les pertenecía por entero. Echaron a andar casi al mismo tiempo. Cuando llegaron a una habitación con la puerta abierta y al fondo una cama matrimonial ambos dudaron, y decidieron seguir buscando. Dejaron atrás la cocina y un cuarto con un ordenador; entonces vieron una habitación pequeña, casi sin muebles. El suelo era de madera, había una cama individual, sin cabecero, cubierta con unos cuantos cojines y una colcha escocesa roja y negra, una ventana de marco de madera y, en el suelo, sobre dos guías de teléfonos, una pequeña lámpara. Cerraron la puerta. Empezaba a hacerse de noche.

La cuesta del paseo de La Habana se proyectaba anee ellos como un río tranquilo. De vez en cuando cruzaba un coche con los faros encendidos contra el cielo que pasaba del azul hielo al negro por segundos.

– De acuerdo -dijo Sedal-, hemos fusilado. Hemos aplicado la pena de muerte. ¿Pero estamos dispuestos a discutir para qué? Hablas de un sido al que quieres llegar pero al que cuesta mucho trabajo llegar y te preguntas si vas a ser capaz de hacer el esfuerzo. No hablemos del esfuerzo, hablemos del sitio. ¿Cómo es, cómo es exactamente?

– Tú sabes de sobra cómo es. No hay mucha carne, hay más justicia que en otros países, hay proyectos en marcha, muchos, faltan casas, muchas parejas jóvenes tienen que vivir con sus padres y con sus cuñados, cada vez se hacen más trampas, tú lo sabes todo de sobra.

– No, no, no. Eso es Cuba, pero no es el sitio.

– ¿No me estarás pidiendo que te hable del paraíso comunista?

– Yo no, ¿pero tú? ¿Estas seguro de que no estás comparando lo que tenemos con ese supuesto paraíso?

– Estoy completamente seguro, Sedal. Comparo lo que tenemos…

– ¿Con qué?

Las bocas ahora, y la precipitación y, al mismo tiempo, el juego. Se besaban, se desnudaban y los cuerpos buscando el roce, bordeándose. No fue durante la penetración, tampoco cuando Philip masturbó a Laura como llevándola en vilo para otra vez depositarla en la arena o encima del agua. No fue el orgasmo en su intensidad ni en su certeza, escafandra de buzo, bola de nieve arrojada que ahora estalla y se dispersan los copos muy lentamente. Fue luego.

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