Belén Gopegui - El Lado Frío De La Almohada

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El lado frío de la almohada tiene los ingredientes adecuados para ser intriga y calidad en un argumento que arrastra un fuerte componente ideológico. Su defensa de la revolución cubana es el halo principal donde Gopegui vierte su compromiso mientras seduce al lector con una historia de amor -romántica por imposible- entre Philip Hull y Laura Bahía. Él, un diplomático estadounidense casi jubilado que trabaja en Madrid, ella, una joven agente de Seguridad del Estado cubano.

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– Nunca son suficientes. Aunque no parece haber nada raro. Los tienes en la carpeta.

– ¿Qué me dices de Hull? Por lo que sé, ha dado demasiados bandazos.

– Precisamente por eso le han buscado. Creen que tiene el corazón dividido y que pueden fiarse de él.

– ¿Cómo fiarse?

– Al parecer, le han pedido que no prometa lo que no pueda cumplir.

– Ya. ¿Y lo tiene dividido? No creo que pueda ¡Ligárnosla, pero me molestaría que se le ocurriera jugársela él sólito, ya sabes, uno de esos gestos impulsivos y estúpidos que expanden la estupidez a todos los que están cerca.

– El trato es no vigilar a la chica. En cuanto a Hull, yo no he dicho nada.

El lunes siguiente Laura eligió el sitio. Envió por correo una carta al domicilio particular del agregado con la dirección, la hora y el nombre de la cafetería donde habrían de verse. Luque, un ¡ocal anodino y viejo, sillones de skay, dibujos de platos combinados en las paredes.

Laura llegó primero y pasó al fondo a llamar por teléfono. Cuando salió, vio que Hull la esperaba de pie ¡unto a una mesa vacía, mirando hacía la entrada, inerme como cualquiera que está siendo observado y no lo sabe, inerme y sin embargo endurecido, tenso. Laura habría querido salir y volver a entrar, pero sólo había un pasillo entre la barra y las mesas. Rozó con su mano el brazo de Hull. El agregado simuló no sorprenderse. Se sentaron sin besarse.

– Tengo las manos libres durante dos semanas -dijo Hull-. Y tú, ¿tienes los nombres de los infiltrados?

– No, no te los daremos. No somos traidores.

– Me lo pones difícil.

– Tengo un dato -dijo Laura-. Hace dos horas han secuestrado un avión. Hacía la ruta isla de la juventud-La Habana. Al parecer el secuestrador amenaza con hacer estallar una granada si no le proporcionan combustible para llegar a los Estados Unidos. Tiene cuarenta y seis rehenes.

– ¿Quieres decir que sabíais que lo iban a secuestrar?

– No. -Laura buscó con insistencia los ojos del agregado-. Quiero decir que en este momento muy pocas personas saben que ha ocurrido. Y una de esas personas es Jorge Salinas.

– Es poco -dijo Hull.

– No daremos ninguna información que pueda hacer daño.

– Y si no llegan a secuestrar el avión, ¿cuál habría sido tu garantía?

– Ninguna. Te habría contado lo que queremos. Sí os interesa bien, y si no, adiós. Tal vez sea lo mejor, con todo lo que está pasando.

Golpes de platos contra cubiertos, voces, el vapor a presión en la máquina de café, una televisión encendida en las alturas. Laura y el agregado apenas podían oírse, pero ninguno quería subir la voz.

– ¿Tenemos que quedarnos en este sitio?

Laura asintió.

– Entonces acércate y dime qué queréis.

La cara de Laura estaba tan cerca ahora. Philip Hull pensó que podría cogerla entre sus manos sólo para que ella sintiera el tacto, la firmeza, la osadía. Laura empezó a hablar.

– Proyecto repliegue, éste es el nombre. Algunos prefieren comisión suicidio. Algunos, y algunas, quizás piensen que no sería una táctica socialista resistir en condiciones tales que sólo cumplan una función negativa, que sólo favorezcan a quienes están interesados en pensar y hacer pensar que el socialismo no es posible.

Hull dejó de mirar los ojos castaños tiznados de minúsculas manchas verdes. Sería curioso que hubiera algo de verdad en lo que estaba oyendo. Sería extraordinario que precisamente él hubiera ido a dar con algo así.

– ¿Una perestroika? -dijo para provocarla.

– No. No convertirse en otra cosa sino dejar, temporalmente, de existir.

– Eso hicieron los rusos.

– Los rusos -dijo Laura- se convirtieron en otra cosa. De algún modo dijeron: la revolución no sirve, hagamos otra política. Nosotros claro que sabemos que hay cosas de la revolución que están mal. Nosotros nunca defendimos que pudiera existir un cielo, ni católico ni comunista. Pero no abandonaríamos por eso. No convertiríamos la revolución en otra cosa sino que nos retiraríamos.

– ¿Cómo?

– Como un suicidio. Una muerte rápida y consciente, sólo que temporal. Decir a los pueblos que lo intentamos. Decir que conseguimos lo que pudimos, y lo que no pudimos, aun contando con los errores, tal vez lo consigamos en el futuro, cuando seamos más.

– ¿Trotskistas en el Partido Comunista Cubano? ¿La imposibilidad del socialismo en un solo país? -No.

– Es lo que parece.

– Se trata de elegir no jugar. Sí la partida se da en tales condiciones que una de las partes está condenada de antemano, entonces que esa parte no juegue. No juegues, y espera y trabaja para que llegue el momento en que puedas jugar al menos con el mismo número de cartas que el contrario. -Sigo sin entender cómo lo haríais. Laura miró a aquel hombre de cara amplia que le hablaba de Trotski y había nacido en Maryland. Entender, ¿cuánto podía entender de lo que ella le estaba diciendo? Sentía cierta atracción y quizás no fuera solamente la piel cuando reconoce otra piel cercana y accesible. ¿Qué otra cosa, entonces? Tal vez, se dijo, su propia y menuda y oculta desesperación, -No queremos -dijo Laura- que digan que el tren descarriló. Lo que pasa en Cuba no es un descarrilamiento. Es que nos están presionando para que descarrilemos desde hace más de cuarenta años.

– Espera, espera -le interrumpió Hull-. ¿Entonces es esa cantinela de que toda la culpa la tiene el bloqueo?

– El bloqueo, el exilio más duro de Miami, tal vez habríamos salido adelante a pesar de ellos. Pero no es sólo eso, aunque eso sea tanto. A principios de los noventa jamás lo habríamos dicho. Entonces resistir tenía sentido. Ahora también, pero,…

– Si os suicidáis ahora., dirán que sólo ha sido una perestroika tardía.

– No lo dirían si lo hiciéramos bien. Si pudiéramos hacerlo bien.

– ¿Conservando algunas de vuestras conquistas, salud, educación? -preguntó Hull.

– No, no. Eso no es morir. Eso es sobrevivir aceptando creer en el absurdo, creer que puede haber un capitalismo mejor que otro.

– ;No estarás hablando de mataros físicamente, toda la isla, como una secta?

– Claro que no.

Laura miró a Hull y en ese momento lo supo. Que se besarían. Tarde o temprano. Que estarían desnudos y solos tarde o temprano.

– ¿A qué te refieres entonces con «hacerlo bien»?

– Llegar a estar todos de acuerdo. Hacer una declaración y hacer que el tren se pare, y espere, espere hasta que un cambio en las condiciones le permitan volver a ponerse en marcha. Y replegarnos, a nuestras casas, a nuestros trabajos. Vivir sabiendo que no es esto, aguardar a que el capitalismo se ahorque con su propia cuerda. Nosotros le daremos la cuerda y esperaremos.

Hull ignoraba que Laura, aun mirándole, no le miraba. Sólo miraba y veía ese tren parado y tal vez lluvia, y frío. Él sí la veía. Su mirada descendió desde los ojos de Laura hasta el mentón y el cuello que se hacía carne en el triángulo de la camisa entreabierta. No la estaba imaginando; la estaba viendo sin ropa, frágil pero magnífica, y tan cercana. Entonces deseó que le viera a él. Deseó no tener que mentir aparentando ser más poderoso y más conservador de lo que era, y no tener tampoco que fingir un idealismo que ya había perdido. Deseó que le viera a él, al hombre individualista, escéptico y a veces generoso, deseó que le tocara.

– ¿Tú crees todo esto que me estás diciendo?

– Yo soy la mensajera -dijo Laura-. Lo que yo creo da igual.

– ¿Qué queréis?

– Dinero.

– Cuánto.

– Tres millones de dólares. La misma cantidad que vais a entregar al proyecto de transición para Cuba de la Universidad de Miami.

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