Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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– ¿No fui a buscarte al reino de los muertos? ¿Cómo puedes dudar de mí?

– ¿Qué tendré que hacer yo? -pregunté temblando-. ¿Tendré que… que asesinar para usted, como hicieron Galjero y Dragoncino?

– ¡Sí, tendrás que hacerlo! Desde luego… -contestó Laüme riendo mientras tomaba mi rostro entre sus manos frescas-. ¿O es que crees que vas a poner en marcha la metamorfosis rezándole a Nuestra Señora? No. Hay que hacerlo en el sufrimiento. El tuyo, el mío y el de otros. ¡Muchos otros!

– Pero ¿no hay otras vías?

– Es posible que existan -admitió con reticencia-. Pero yo sólo conozco una vía válida de proceder. Y es la vía roja. Es la que seguiremos. ¡Mira!

Del cajón de mi mesita de noche Laüme sacó una funda de piel de tiburón en la que una larga daga afilada dormía como una serpiente en su nido.

– Exijo dos sacrificios de ti, Dalibor. Si consientes a mis demandas, se borrarán para siempre las dudas que haya podido tener acerca de ti. Te juraré amor eterno y serás mi único esposo. Te enseñaré todos mis secretos.

– ¿No habrá más artificios entre nosotros? ¿Me lo juras?

Laüme asintió con la cabeza. Después me miró a los ojos y dijo:

– Ni mentiras ni engaños si, delante de mis ojos, degüellas a Sandrine y a tu repugnante bastardo.

Al escuchar estas palabras se me cortó la respiración y se me hizo un gran nudo en la garganta. ¡Así que Laüme conocía mi secreto! La revelación me trastornó hasta tal punto que me quedé mudo. Paralizado, mi único movimiento fue dejar caer el mentón. Me sentí como un forajido que, después de una larga huida, acaba en un callejón sin salida y debe resignarse a su suerte.

– Lo haré -acepté al fin en un murmullo.

Fue largo y complicado. Dramático y agotador. Dentro de mí se entabló una lucha moral que a punto estuvo de costarme la poca razón que me quedaba. Fuerza o debilidad, eso ya no tenía sentido. Todo se mezclaba, todos los valores se pervertían. Ya no había bien ni mal, sino un océano de caos donde todas las cosas podían invertirse a cada instante… Ya no se trataba de seguir una moral determinada, ni siquiera de complacer a Laüme para seducirla. En aquel preciso momento, estaba en juego mi propia supervivencia, y ésta pasaba por la muerte de dos inocentes. ¿Y qué importaba? Yo mismo había pensado contratar a un sicario para deshacerme de la chica. ¿Qué diferencia habría si fuera yo mismo quien blandiera el cuchillo? ¿Y el niño? ¿Para qué dejarlo vivir? ¿No era mejor quitarle la vida que abandonarlo al orfelinato como me había propuesto hacer? Esa criatura era fruto de una unión fortuita, el fruto insípido de mi inexperiencia, el fruto podrido de mi debilidad. ¿Que Laüme quería convertirme en un asesino? Yo ya lo era desde hacía mucho tiempo. Incluso me habían colgado por ello. A mí, que había entregado a un ejército de ratas a mi padre y a mis hermanas indefensos, ¿qué me importaba añadir un suplemento a mis víctimas?

Era una tarde lluviosa; de mi cintura colgaban las dos bolsas llenas de oro que Laüme me había regalado tan pronto como se cerraron mis heridas. Me había arreglado cuidadosamente antes de salir. Había cepillado mucho rato mi cabello y me había entretenido en un largo baño muy caliente. Después escogí con atención los colores de mi atuendo, combiné el chaleco y la chaqueta con el tono de los pantalones y el cuero de las botas. Una forma curiosa, pero eficaz para mí, de concentrarme, de reunir fuerzas. Porque aquélla no era una velada ordinaria. Aquella noche tenía que matar a mi, amante y a mi propio hijo. Y también aquella noche, Laüme me había prometido que se me entregaría y yo me convertiría en el, digno heredero de mis ancestros.

El cochero cojo me esperaba en la explanada delante del hotel. Le indiqué la dirección de Grenelle. Laüme le había ordenado al esbirro que siguiera mis instrucciones al pie de la letra y que me obedeciera en todo. No era una orden que agradara al individuo, pero no puso objeción a la consigna. Atravesamos medio París a velocidad de trotecillo regular. Hacía mucho que no veía a Sandrine, al menos varias semanas; al ver que un rayo de luz se filtraba por debajo de la puerta me sentí aliviado. La joven prorrumpió en sollozos de inmediato y se echó en mis brazos. Había creído que yo la había abandonado y que no volvería a verme nunca más. Sequé sus lágrimas con mil palabras reconfortantes y le mostré unas monedas de oro.

– He estado ocupado en hacerme rico -dije para justificar mi ausencia-. Pero hoy he vuelto para rescatarte. ¡Mira! Tengo suficiente para llevarte lejos de París y sacarte de la miseria.

– ¿De verdad? -exclamó, desbordada de felicidad-. ¿Nos vamos y viviremos los tres juntos? ¿Juntos para siempre?

– Te lo prometo, Sandrine -mentí-. Te lo juro.

Su fina barbilla apoyada en mi mano, sus mejillas bañadas en lágrimas, sus grandes ojos extraviados me emocionaron. Por primera vez desde aquellas dos noches de abrazos no consumados, la encontré bella. Sus caprichos, las demostraciones pueriles de sus sentimientos hacia mí, su posesividad, me habían hecho olvidar su gracia, sus encantos, su delicado atractivo… Su sonrisa hizo renacer la ternura que había sentido hacia ella, y su cuerpo esbelto me turbó de nuevo. De pronto sentí vergüenza por haberle hecho sufrir el horror de un aborto calamitoso y fracasado. Vergüenza de haberla abandonado en la necesidad. Y más vergüenza todavía de estar planeando en aquel momento su muerte y la de su hijo.

Me acerqué a la cuna donde dormía mi hijo. Vigoroso, encantador. ¡No! Decididamente, sería un miserable si aceptara ofrecer a aquellos dos inocentes en oblación a Laüme. Tenía que encontrar un medio de salvarlos, pero ¿cómo? Al ver mi semblante enfurruñado, Sandrine se apretó contra mí. La abracé y pasé mis manos por sus cabellos. Mi ojos se posaron sobre la única ventana de la habitación. Más allá, tras los cristales sucios, se adivinaban los tejados de París. Millones de vidas anónimas palpitaban allí, vidas que me eran indiferentes… ¿No podría encontrar la manera de realizar algún tipo de intercambio? De pronto, me vino a la memoria la imagen borrosa de un rostro. Volví a ver una callejuela, un tugurio… ¡y la figura de una mujer con el vientre hinchado! ¡Lorette! ¡La muchacha de la barricada de Charenton! Yo había acudido en su ayuda cuando su fulano la estaba sacudiendo. Parecía estar a punto de parir por aquellos días. ¿Sería posible que hubiera dado a luz a un varón? La idea me exaltó y supe al instante que debía tentar la suerte. Besé a Sandrine con fervor y la dejé tras entregarle la bolsa llena de oro y jurarle que volvería lo antes posible.

– Confía en mí -le supliqué-. Os quiero a los dos más que a nada.

Era tan canalla que quizás incluso hasta era sincero al pronunciar estas palabras.

Bajé los escalones de cuatro en cuatro y me reuní abajo con el cochero. Sin explicaciones, le ordené fustigar sus caballos hasta el barrio de Charenton. No estaba seguro de poder encontrar el lugar y temía perderme en el laberinto de callejuelas que era el barrio, pero un instinto infalible de depredador me guió hasta la sórdida plaza en la que me había refrescado aquella vez. Golpeé la puerta con el puño de mi bastón. Salió a abrir el hombre. Me reconoció enseguida y adoptó un aire arrogante.

– ¿No te has olvidado de mí, verdad? -pregunté.

– No, señor -dijo entre dientes.

– Prometí volver para ver si tratabas bien a tu mujer. ¿Está aquí?

– ¿Dónde iba a estar?

– ¡Déjame verla!

Entré con autoridad y el marido se apartó gruñendo. Junto a una estufa, Lorette daba el pecho a su hijo. Su rostro se iluminó al reconocerme.

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