Keller ocupaba no sé qué puesto en el Ahnenerbe, y era una patriota ejemplar. Al igual que Laüme, estaba convencida de la superioridad del régimen nacionalsocialista y detestaba las democracias tanto como el bolchevismo. Sus convicciones eran tan vivas que, después de pasarse horas en nuestros brazos, aún era capaz de sostener una discusión política con Laüme. Cuando esto sucedía, yo dejaba la habitación y me encerraba en el salón a leer, fumar o escuchar un concierto en la TSF.
Un domingo soleado de octubre, Gärensen quiso llevarnos a la costa a Laüme y a mí. Llegado en 1931 a Alemania, el noruego frecuentaba con regularidad la estación balnearia de Heringsdorf. La anécdota no merecería ser mencionada si no fuera porque, al regreso a Berlín, de pronto Laüme me pareció muy soñadora.
– ¿En qué piensas? -le pregunté.
– En todas esas obras que florecen en Berlín.
– Creo que son los preparativos para los Juegos Olímpicos. ¿Por qué te interesa eso?
– Porque será algo grandioso. Habrá una muchedumbre vibrante de pasiones exacerbadas. Es una energía que podríamos captar en nuestro provecho… y que podría servir para alimentar un palladium , por ejemplo. Esa piedra permitiría proteger toda la ciudad y actuaría, igual que los fetiches, en provecho de una persona en particular.
Me estiré en la cama y crucé las manos detrás de la nuca para reflexionar un instante.
– ¿Crees que sería posible? ¿Conoces la forma de operar de un talismán así?
Laüme dejó caer el vestido a sus pies, desnudó sus senos y aguzó con los dedos sus puntas rosadas antes de venir a cabalgarme. Mi sexo se hundió con delicia en el suyo. Su piel sabía a sal y arena.
– No conozco el ritual exacto -reconoció, iniciando un suave balanceo de caderas-. Pero podríamos buscar referencias. Los Juegos se desarrollarán dentro de nueve meses. Eso nos concede algo de tiempo…
Aunque no lo juzgué demasiado pertinente, simulé interesarme en la idea de Laüme. Veía en esas investigaciones una excelente oportunidad para dejar por un tiempo Berlín, cuya atmósfera cuartelaria empezaba a pesarme.
– Vittorio Caetano posee informaciones interesantes en su biblioteca -sugerí-. Quizá sería una buena idea ir a verlo.
No sé con exactitud qué fantasía me impulsó a ello, pero invité a Thörun Gärensen a que me acompañara en aquel viaje. Por desgracia, me fue imposible entrar en contacto enseguida con Caetano. El viejo loco estaba en casa, pero inmerso en un trabajo de renovación corporal que exigía un aislamiento total y que aún se prolongaría durante unos días. Mientras esperaba a ser admitido en el palazzo , permanecí en compañía de Gärensen. Cuanto más frecuentaba al noruego, más digno de confianza juzgaba a aquel joven. Atrapado en una compleja maquinación, se había visto obligado a integrarse en las SS algunos años atrás para servir a los intereses de Reinhard Heydrich. Su historia me conmovió. En muchos aspectos guardaba similitudes con la mía. Ni él ni yo éramos dueños de nuestros destinos, y eso reforzó la simpatía que sentíamos el uno por el otro. Sin revelárselo todo acerca de mi pasado, llegué a confesarle sin ambages los motivos de nuestra presencia en Berlín. ¿De qué habría servido ocultarle la verdad a un hombre al que habíamos tomado como asistente en la demostración de nuestros poderes en Karin Hall? Como se mostró tan incrédulo como lo había sido Wallis Simpson, me entretuve, a fin de convencerlo, en confeccionar dos fetiches para su uso personal. El primero era un guardián, el segundo, un talismán seductor que lo transformó en un verdadero imán para las mujeres. Gärensen no podía dar un paso por las calles de la Serenísima sin ser objeto de una mirada poco discreta o de una invitación explícita. La ciudad era para él un parque de atracciones en el que todas las mujeres eran atracciones gratuitas, complacientes, disponibles de inmediato.
Mientras él dedicaba sus jornadas a complacer a sus amantes, yo acudía al domicilio de Caetano con el fin de consultar los innumerables volúmenes de su biblioteca. Casi llegado al término de su ejercicio de ascesis, el conde me había autorizado a recorrer los pasillos de su palacio tanto como me placiera. Durante quince o veinte días seguidos, hojeé sus colecciones sin encontrar nada que satisficiera mi curiosidad; después, mientras examinaba un texto de apariencia anodina, descubrí por fin elementos de ritual susceptibles de ser utilizados en la elaboración de una gran piedra protectora. El descubrimiento del Pretiosa Margarita Novella marcó el final de mi estancia en Venecia. Gärensen no regresó conmigo. Creo que se había enamorado de una chica a la que conoció en una recepción ofrecida a orillas del Gran Canal. En el tren que me llevaba a Berlín, releí el conjunto de notas que había tomado en casa de Caetano. Mis descubrimientos desbordaban ampliamente el estricto marco que yo me había fijado. Le había sustraído al veneciano dos textos únicos que hablaban con medias palabras de Izsfrawartis. Uno era un breve manuscrito redactado en griego antiguo en un estrecho rollo de papiro; el otro, un doble folleto en francés que encontré, sin razón aparente, colocado entre las páginas de una edición milanesa del Tiers Livre de Rabelais. Ambos escritos, que eran anónimos, tenían la estructura de epyllion , epopeyas muy breves que mezclan el relato de hazañas guerreras, pasajes eróticos, odas versificadas e imprecaciones erráticas. Para cualquiera no iniciado en el secreto de las frawartis , no eran más que piezas literarias mediocres. Para mí, en cambio, constituían testimonios auténticos, redactados por hombres que habían conocido el favor de las hadas.
Los dos relatos me aterrorizaron. Advertían sin cesar contra los demonios de vientre liso.
Si ocurriera que un ángel negro volviera hacia ti su sublime rostro, rehúsa sus avances, pues su cara no es más que una máscara bajo la que se ocultan las muecas más repugnantes. Se aferrará a tu destino y se arrogará el derecho de modelarte a su gusto. Te convertirás en su esclavo. Los placeres que te dé serán efímeros y vanos. Tus noches estarán tejidas de amargura y tus días serán semejantes a ríos de tristeza. Soldado, no seas demasiado ardiente en la batalla. Sacerdote, no seas muy ferviente en tus plegarias. Hombres, manteneos mediocres, u os exponéis al riesgo de que las garras de las mujeres-hada se posen en vosotros…
El relato francés era aún peor y sus advertencias más claras. Quien lo había redactado decía haber vivido tres siglos al lado de su Venus anónfala: tres siglos de horror, de tormento, de locura…
Tú que para tu desgracia conoces una suerte semejante a la mía, pierde toda esperanza, porque nada te salvará." Quizá resistas cien años en poder de tu hada, quizás aún un poco más… Pero cuando creas que no tienes nada que temer de ella, entonces, como si se quitara una capa de los hombros, te mostrará su verdadera naturaleza. Los placeres que te haya dado, te los hará pagar a un precio más alto que si hubieras vendido tu alma al propio Satán. El peso del océano contra las arenas del fondo de las aguas no sería mayor sobre tu pecho que el de ella cuando se tienda encima de ti y te diga una vez más: «Te amo». Entonces, desearás no haber existido nunca y le suplicarás una muerte que ella no te concederá. Buscarás ayuda, pero nadie estará allí para ayudarte. Vida y muerte te serán igualmente negadas, y los limbos chirriantes se convertirán en tu dominio eterno…
Enemigos, víctimas y discípulos
Desde que los descubrí en las polvorientas estanterías de la biblioteca de Caetano, los epyllion no dejaban de torturarme. A fuerza de releerlos me los aprendí de memoria, y cada vez que mi mente se relajaba sus frases empezaban a dar vueltas en mi cerebro en una letanía infernal. Las advertencias que dejaban caer en todos los tonos acabaron por persuadirme de que debía adoptar una actitud más desafiante ante Laüme. Hacía mucho que había bajado la guardia. Si, por cualquier razón, Laüme se volviera contra mí de repente, podría ocurrir que las armas que me había forjado en el valle de Lalish se revelaran embotadas. Pero ¿cómo restablecer mis líneas de defensa? Pensé, desde luego, en mi maestro Nuwas; pero ignorando dónde se encontraba o si estaba vivo siquiera, era un recurso al que no podía acceder. Entonces se me ocurrió la idea de acudir a Thörun Gärensen. Su Ahnenerbe era un hormiguero que reunía investigadores y especialistas de lo más variopinto. Mis esperanzas de encontrar allí a un hombre capaz de ayudarme eran escasas, pero valía la pena intentarlo. Mi petición sorprendió al noruego, y tuve que insistir y hacerme pesado para que accediera. Al fin, me condujo una noche a las oficinas de Pücklerstrasse, y escruté a conciencia las hojas de servicio de los miembros del instituto hasta que mis ojos se detuvieron sobre el dossier de un tal doctor Hezner.
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