Suspirando, tendí la mano hacia mi vaso y bebí de un trago el brebaje que contenía. Permanecimos ahí sentados, en silencio, durante un minuto largo. Yo sabía que las malas noticias no habían acabado. Presentía que llegaría otra. Y Hardens acabó por formularla.
– Teniente Tewp, le designo para servir de ordenanza a la señora Wallis Simpson durante su estancia. ¡Lo lamento, amigo, pero realmente no tengo elección!
Negarse no pertenecía a la esfera de lo posible. En primer lugar, porque se trataba de una orden. Luego, porque, incluso a miles de millas de Londres, yo seguía siendo un súbdito de la Corona británica y me resultaba inconcebible olvidar la fidelidad que debía a mi rey. Y finalmente, porque, por extraño y desagradable que fuera, aquello me proporcionaba una ocasión inesperada de acercarme a Keller. La llegada de la señora Simpson a Calcuta no hubiera constituido un secreto de capital importancia si Eduardo VIII no tuviera previsto reunirse aquí con ella por unos días en cuanto finalizara su visita oficial. Tenía la certeza de que ésa era la razón de que la ciudad se hubiera convertido en escenario de toda esta agitación en las últimas semanas. Por fin todo adquiría un sentido: la llegada de Keller y sus contactos con Erick Küneck, el recluido de Delhi; las alusiones de Gillespie al interés que de pronto parecía conceder la metrópoli a la región de Bengala; e incluso la frase de Surey sobre un secreto de Estado que no quería revelar a un loco como yo que daba fe a actos de brujería y hechicería.
Las piezas del rompecabezas parecían reunirse…, pero sólo en apariencia. Porque, si se analizaba bien, aún existían demasiadas zonas de sombra, demasiadas incoherencias, que entorpecían todavía una visión de conjunto. Reflexioné sobre esto mientras bajaba la escalera de los Grandes Apartamentos para volver a mi antro. Von Salzmann ya se lo había dicho a Hardens: Eduardo era el soberano soñado para los alemanes. ¿Por qué asesinarle? ¿Y por qué precisamente durante su estancia en las Indias? Si existía alguien susceptible de que ellos eliminaran, sería más bien Wallis Simpson, la única persona que podía hacer que el soberano abdicara. Si yo hubiera sido alemán, no hubiera dudado ni por un instante de que la divorciada era la reina negra que había que expulsar urgentemente del tablero político británico… Sí, era lógico. Pero de todos modos tenía necesidad de confrontar mis deducciones con una mente sólida, con un hombre familiarizado con la situación en la Corte. Necesitaba hablar con el muy chismoso y muy informado capitán médico Nicol.
– Nuestro rey Eduardo ascendió al trono en enero de este año -me recordó el oficial médico al recibirme en su refugio, una habitación que tenía tanto de gabinete de consulta como de cámara de coleccionista de antigüedades- Ahora estamos a principios de octubre. Por curioso que pueda parecer, Eduardo es todavía un rey sin corona, ya que aún no ha sido consagrado formalmente en Westminster. Desde un punto de vista administrativo, Eduardo VIII es nuestro soberano. Espiritualmente, aún no ha recibido la unción. Por eso aún puede abdicar sin que eso plantee auténticos problemas…
– ¿No cree que la otra opción sea factible?
– ¿La otra opción? ¿Qué quiere decir? ¿Que esa condenada arpía de las colonias ascienda al trono de Inglaterra? ¡No! ¡El entorno jamás permitiría que estallara semejante escándalo! Son perros guardianes, ¿sabe? Eduardo es perfectamente consciente de esto, aunque sea un poeta, un niño que no ha llegado a crecer. Este muchacho está más interesado por los placeres de una pequeña vida burguesa que hecho para la munificencia y las servidumbres de la realeza. Aunque se atreviera a revelarse para imponer esta unión, no daría la talla ante su hermano, sus primos, el primer ministro Baldwin y el arzobispo de Canterbury. No tiene ninguna oportunidad. Si quiere que la señora Simpson le sirva el desayuno en la cama sin que nadie encuentre nada que objetar, sólo tiene una salida: la abdicación.
– Capitán, ¿y si usted fuera alemán? ¿Qué actitud adoptaría frente a esta perspectiva de abdicar del trono?
Nicol se rascó la cabeza.
– ¿Si fuera alemán? Pues bien… ¡Eso no es un misterio para nadie, Tewp! Eduardo VIII está… muy próximo a ciertos medios favorables a los regímenes duros que se han establecido en el continente. Recibe a su mesa a los Mosley, así como a una de las hijas de lord Redesdale, Unity Mitford, de quien se rumorea que es la amante de Hitler, y a muchos otros también. Toda esta gente ha sido mesmerizada por los faquires de Berlín y de Roma, que no cesan de alabar ante nuestro rey su grandeza, su eficiencia, su fuerza, su audacia… Eduardo… Eduardo es un romántico. Y un indeciso además. ¡Una mala mezcla! Tal vez sea también demasiado influenciable para lo que se espera de un soberano. Recuerde que saludó al nuevo embajador de Alemania tendiendo el brazo al modo del saludo nazi. Esto no causó buena impresión entre los que, en la Corte y en los ministerios, se siguen sintiendo profundamente apegados a nuestro régimen parlamentario…
– ¿Y entonces? ¿Si fuera usted alemán?
– Rezaría todos los días para que el trasero de este gentil muchacho siguiera calentando el trono inglés el día en que mi país entrara en guerra con Polonia o con Francia, porque entonces estaría seguro de ver a Eduardo removiendo cielo y tierra para que Gran Bretaña rompiera sus alianzas y permaneciera neutral en el conflicto… ¡Lo que aliviaría considerablemente las preocupaciones de mi Führer!
– Y en consecuencia, ¿no vería mal la eliminación de Wallis Simpson?
– ¡Incluso la desearía ardientemente!
– ¿Y si Eduardo decide marcharse? ¿Quién le reemplazaría?
– Su hermano. Que entonces tomaría el nombre de Jorge VI. Y ése es el deseo de muchos, porque, al contrario que su hermano mayor, es un germanófobo declarado que no cederá ni una pulgada de terreno a los nacionalsocialistas, igual que no lo hará con los fascistas italianos o los falangistas de Madrid.
Nicol había respondido a todas mis expectativas, a todos mis interrogantes. Era evidente que, al margen de un simple asunto de cama -aunque fuera real-, se planteaban aquí toda una retahíla de consideraciones de orden diplomático y militar. Sí, decididamente la señora Simpson, más que Eduardo, era la criatura a abatir para los alemanes. Todo estaba claro ahora. Keller debía de ser la agente que el SD había enviado para eliminar a la americana y preservar a Eduardo de cualquier tentación de abdicar del trono. Era muy simple. Quizá demasiado. Sin duda todavía había trampas, dobles fondos, señuelos cuya existencia yo no percibía. Tal vez. O tal vez no… Era imposible saberlo. Le di las gracias a Nicol por la conversación, pero decliné su ofrecimiento de ir a cenar al comedor de oficiales. De pronto mis ojos sentían necesidad de impregnarse de otros colores que no fueran el caqui de los uniformes. Necesitaba animación y movimiento. Necesitaba gestos naturales, sin saludo obligatorio a los superiores y sin réplicas afectadas a los subordinados. Necesitaba un toque de vida civil.
Cogí un tranvía que me dejó en la ciudad y caminé al azar por un barrio tranquilo que en nada parecía distinguirse de los otros. Viniendo del oeste, donde se habían formado sobre las aguas del golfo de Bengala, densos escuadrones de nubes ensombrecían el cielo aún claro en el oriente. En un complot de oscuridades, la noche venía al encuentro de la tempestad. Sin embargo, paradójicamente, el calor era a cada segundo más asfixiante. Cada vez me costaba más respirar y el sudor dejaba un largo reguero pegajoso en mi espalda. Los ya escasos transeúntes, presintiendo la llegada inminente de la tormenta, aceleraban el paso para volver a sus hogares. Al oír el fragor prolongado y sordo de un primer trueno, me apresuré a buscar un refugio -una tienda, un café, un simple porche incluso-, porque sabía por experiencia que se avecinaba un diluvio. Crucé una larga explanada plantada de árboles que maltrataba el viento y luego atravesé el enlosado ya desierto de una especie de mercado al aire libre. Un poco más lejos había un edificio extraño del que veía los tejados. Corrí hacia él. Un violento relámpago iluminó mi entorno con su fosforescencia y, por espacio de un segundo, el mundo entero adquirió una tonalidad blanca. Las primeras gotas de lluvia cayeron, espaciadas, perezosas, pero grandes como ojos de toro. Al entrar en la avenida que conducía al edificio, mis ojos se deslizaron sobre la placa esmaltada donde estaba inscrito el nombre de la calle. Kalighat Road… Me detuve. Ya habían pronunciado este nombre ante mí… ¡La voz de Swamy! «Madame de Réault me pidió que la condujera al templo de Kalighat Road…», había respondido el caporal a mi pregunta de dónde había sacado la francesa a Darpán y Ananda, los sacerdotes Bon Po que habían salvado al pequeño Khamurjee y que, con su extraño saber, me habían curado a mí también de la lepra Keller. Kalighat Road, la avenida en la que habían edificado la iglesia de Durga, la diosa de la muerte. ¿Era posible que ese edificio del que había percibido confusamente los tejados fuera precisamente este monumento? La lluvia, que a cada segundo se hacía más intensa, no me dio tiempo a interrogarme sobre aquello. Las ráfagas de viento me envolvieron y me empujaron a lo largo de esta calle hacia el templo de contornos imprecisos, diluidos por las aguas del cielo. Me levanté el cuello de la chaqueta y, encorvando los hombros, franqueé corriendo una especie de terraplén fangoso procurando evitar los charcos que ya se formaban y se hinchaban visiblemente, y luego subí de cuatro en cuatro los escalones de piedra para guarecerme cuanto antes bajo el porche de columnatas negras que se levantaba a la entrada. La tormenta descargaba en cataratas, hasta el punto de que ya me era imposible ver nada de la ciudad. Me sentía aislado por una muralla de agua. Atrapado, me volví hacia el templo, donde reinaba una oscuridad distinta, más amenazadora aún. Una opacidad de caverna, un frío de mausoleo. Avancé, sin embargo, unos pasos para observar mejor el lugar. Vi algunas velas parduscas colocadas directamente sobre el suelo de piedra, que parecían constituir toda la iluminación del recinto. Entré. Aparte del chorrear del agua que caía formando cintas sobre los muros del edificio, no percibía ningún ruido. Por todas partes, mi mirada tropezaba con un bosque de columnas esculpidas. Me agaché para coger una vela y me adelanté para examinar a la luz de la llama los detalles de los pilares; pero enseguida abandoné la inspección al comprobar que la luz revelaba sólo groseras anatomías humanas impúdicamente entrelazadas. Opté por seguir avanzando a lo largo de las filas de columnas. No veía a ningún fiel, a ningún sacerdote. Aparentemente estaba solo en aquella oscura nave. Llegué al fondo de la sala. Adosada al muro, una estatua de gran tamaño representaba una figura femenina de formas redondeadas y armoniosas. El rostro de rasgos regulares de la efigie, sin embargo, me pareció deformado por una sonrisa de crueldad manifiesta. Un lecho de flores negras se extendía a sus pies y, en una copa de cobre, una paloma muerta yacía en un charco de sangre coagulada. La visión me desagradó. Di media vuelta y volví sobre mis pasos, explorando el templo en todos los sentidos sin encontrar un alma.
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