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Iain Banks: Pasos sobre cristal

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Iain Banks Pasos sobre cristal

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La historia de , son tres historias en realidad. En la primera tenemos a Graham, un joven artista que se dirige a casa de su amiga Sarah, acompañado de una carpeta con varios dibujos de ella. En segundo lugar está Steven Grout, un tipo verdaderamente extraño, que acaba de renunciar a su puesto de trabajo y que siempre va con casco, huyendo de sus Atormentadores. Y por último tenemos a Quiss y Ajayi, un hombre y una mujer, respectivamente, ya mayores, que están encerrados en un extraño castillo, algunas de cuyas paredes son de cristal, detrás de las cuáles hay peces luminiscentes, y donde pasan los días jugando a estrambóticos juegos de mesa con el fin de poder obtener la opción de responder a un acertijo, y así poder salir libres.

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Probablemente no. Mujeres embusteras. Lanzando un suspiro continuó subiendo las escaleras, sujetándose con sus manos a la gruesa y congelada cuerda asegurada en la pared, una concesión hecha por el castillo a su antiguo pedido de un asidero para no resbalar en los escalones generalmente cubiertos de hielo.

Ajayi aún continuaba en el cuarto de los juegos, acurrucada sobre la pequeña mesa con su abrigo de piel, semejante a un enorme oso, sentada encima de un banquillo oculto por las pieles y las vestimentas que le suavizaban sus avejentadas facciones. No reparó en Quiss cuando éste apareció —jadeando intensamente— al pie de las escaleras e hizo su entrada en el cuarto débilmente iluminado. Recién pareció darse cuenta de su presencia cuando el hombre se acercó hasta su silla y estuvo frente a ella, al otro lado de la pequeña mesa de cuatro patas con su deslustrada gema roja en el centro. Ajayi sonrió y asintió con la cabeza, tal vez al hombre, tal vez a la tenue y oscilante franja de casillas que parecía estar suspendida en el aire encima de la pequeña mesa circular.

La tenue franja de casillas —alternando el blanco y el negro, como diminutas tejas separadas por sombra y niebla— se extendía sobre la mesa, a través del aire, hasta desaparecer en las lejanas paredes laterales del amplio cuarto de juegos, por encima de pizarras caídas y más allá de las columnas de hierro forjado herrumbradas. La lisa hilera de casillas titiló ligeramente, lo suficiente como para revelar que era una proyección, nada real; pero aunque era manifiesto que la franja de casillas no era otra cosa que una imagen, en su superficie se apoyaban no era otra cosa que una imagen, en su superficie se apoyaban unas piezas de ajedrez hechas de madera blanca y negra aparentemente sólidas y reales, las cuales se hallaban distribuidas sobre aquella extraña franja al igual que centinelas en un muro fronterizo escaqueado.

Ajayi miró a su compañero poco a poco, mientras su arrugado y viejo rostro se iba contrayendo en una sonrisa. Quiss se quedó observándola. Quizá había en ella algo de reptil, pensó. Quizá con el frío se aletargaba. Como si él ya no tuviera demasiados problemas.

—¿Y bien? —dijo la vieja.

—¿Y bien qué? —dijo Quiss, aún sin haber recobrado el aliento luego de subir las escaleras desde las plantas inferiores del castillo. ¿Por qué le hacía preguntas a él? Era él quien tenía que formularlas. ¿Por qué todavía no había terminado la partida? ¿Por qué razón continuaba allí sentada observando el tablero?

—¿Qué fue lo que dijeron? —preguntó pacientemente Ajayi, esbozando una leve sonrisa.

—Oh —dijo Quiss, sacudiendo rápidamente su gran cabeza barbada como si todo el asunto fuera de muy poca importancia para ser mencionado—, dijeron que ya verían lo que se podía hacer. Yo les dije que si en breve no teníamos aquí arriba más luz y calefacción volvería a despedazar a unos cuantos de ellos, después de lo cual comenzaron a comportarse estúpidamente, y de todas formas se olvidarán pronto de ello; siempre ha sido así.

—¿Quieres decir que no has visto al senescal en persona? —dijo Ajayi. Parecía decepcionada, y en su frente se formó una pequeña arruga.

—No. Dijeron que estaba ocupado. Tan sólo vi a los pequeños bastardos. —Quiss se sentó pesadamente en su diminuta silla, envolviéndose con más pieles para calentarse. Contempló tristemente la brillante franja que flotaba en el aire por encima de la mesilla. En el centro de su superficie exquisitamente tallada, la gema, cuyo color era el de la sangre, resplandecía como algo ardiente.

Ajayi señaló una de las piezas del ajedrez —una reina negra— y dijo:

—Vaya, me parece que eres un poco brusco con ellos. De esa forma no conseguirás nada. A propósito, creo que es jaque mate.

—No te imaginas… —comenzó a decir Quiss, pero se detuvo con un sobresalto al tomar conciencia de la última frase de su adversaria. Frunciendo seriamente el entrecejo, escudriñó la estrecha línea de espacios blancos y negros que se hallaban suspendidos en el aire delante de sus ojos—. ¿Qué? —dijo.

—Jaque mate —volvió a decir Ajayi, con su voz ligeramente cascada e irregular—. Eso creo.

—¿Dónde? —dijo Quiss con indignación, acomodándose en su silla con una sonrisa que tanto podía expresar enfado como alivio—. Eso es simplemente un jaque; ya me escaparé de él. Mira. —Inclinándose rápidamente hacia adelante cogió un alfil blanco y lo colocó en una casilla negra más distante, justo en frente de su rey. Ajayi sonrió moviendo la cabeza; llevó su mano hacia un costado de la brillante franja de casillas proyectada y pareció buscar torpemente algo invisible en el aire. Sobre la superficie del extremadamente estrecho tablero apareció un caballo negro, como si hubiera salido desde las profundas sombras. Quiss inspiró para decir algo, pero luego se contuvo.

—Lo siento —dijo Ajayi—, pero es mate. —Lo dijo de un modo tranquilo, aunque a continuación deseó no haber abierto la boca. Se enfadó consigo misma, pero Quiss se hallaba demasiado absorto contemplando el tablero —buscando desesperadamente por todas partes piezas inexistentes que le fueran útiles— para percatarse de lo que ella había dicho.

Ajayi se echó hacia atrás en su banquillo desperezándose. Estiró ambos brazos a los costados y arqueó el espinazo, preguntándose al mismo tiempo de una manera vaga por qué había sido necesario o relevante darles semejantes cuerpos envejecidos. Tal vez para que tuvieran siempre presente la noción del paso del tiempo, de la mera mortalidad. Si así era, entonces se trataba de una medida redundante, incluso en aquel extraño y particular lugar, incluso dada su curiosa y gélida condición (mientras el castillo siguiera congelado, también ellos lo estarían; mientras el castillo continuara desmoronándose pero ellos permanecieran en su estasis, también sus esperanzas y sus posibilidades disminuirían). Se levantó tiesamente de la mesa dirigiéndole una última mirada a la figura del hombre que intentaba encontrar una salida a su situación irremediable, y luego se alejó lentamente, cojeando un poco, a través del agrietado suelo de cristal del cuarto hasta llegar al cortante frío del balcón.

Se recostó flojamente contra un pilar rectangular en el centro de la fila de pilares que separaban el cuarto de la terraza y fijó su vista en el blanco paisaje.

Una llanura cubierta de nieve se extendía hacia el infinito, en donde tan sólo los débiles vestigios de luz revelaban alguna variación en aquel territorio casi del todo estéril. A su derecha, Ajayi sabía que si se asomaba fuera del balcón (lo cual no le gustaba hacer debido a que le tenía un poco de miedo a las alturas), le sería posible ver la cantera y el principio de la delgada y empequeñecida cadena de colinas, también cubiertas de nieve y sin árboles. No se molestó en asomar la cabeza. No tenía ningún interés particular en ver las colinas o la cantera.

—¡Aaah! —exclamó Quiss a sus espaldas, dándole a ella el tiempo necesario para girarse y ver cómo su brazo barría la superficie del tenue y artificial tablero en un gesto que denotaba ira y frustración. Las piezas de ajedrez se desparramaron por todas partes, pero tan pronto caían por debajo del nivel del tablero desaparecían con un centelleo, como si fuesen a parar debajo de un tablón invisible. Todas menos un par de caballos, los cuales se desvanecieron en el mismo instante de perder el contacto con el tablero. Después de titilar durante unos segundos el tablero también comenzó a desvanecerse gradualmente hasta desaparecer del todo dejando a Quiss enfurecido contemplando desde su asiento la pequeña mesa de madera. El débil destello proveniente de la gema que había en el centro de su superficie afiligranada se obscureció hasta apagarse por completo.

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