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Iain Banks: Pasos sobre cristal

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Iain Banks Pasos sobre cristal

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La historia de , son tres historias en realidad. En la primera tenemos a Graham, un joven artista que se dirige a casa de su amiga Sarah, acompañado de una carpeta con varios dibujos de ella. En segundo lugar está Steven Grout, un tipo verdaderamente extraño, que acaba de renunciar a su puesto de trabajo y que siempre va con casco, huyendo de sus Atormentadores. Y por último tenemos a Quiss y Ajayi, un hombre y una mujer, respectivamente, ya mayores, que están encerrados en un extraño castillo, algunas de cuyas paredes son de cristal, detrás de las cuáles hay peces luminiscentes, y donde pasan los días jugando a estrambóticos juegos de mesa con el fin de poder obtener la opción de responder a un acertijo, y así poder salir libres.

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A pesar de que aún continuaba enfurecido con ellos, ahora caminaba con una sensación de felicidad por haberse marchado, feliz por haber salvado algo de otro de sus intentos por oprimirle, por hacer que se sintiese miserable, por llevarle a la desesperación.

¡No lograrían sus propósitos con tanta facilidad! Le habían asediado con el horror y la estupidez, con toda esa parafernalia llamada excesos humanos, y su meta era someterle, degradarle cada vez más de la gloriosa condición de la cual había caído, pero no lo conseguirían. Estaban tratando de acabar con su resistencia, pero fracasarían; él encontraría la Clave, encontraría la Salida y escaparía de esta… broma, de esta horrible y solitaria prisión para Héroes; les dejaría a todos detrás para ocupar nuevamente el sitio que le correspondía en la grandiosa realidad.

Había Caído, pero volvería a Surgir.

En algún lugar se había librado una guerra. Él no sabía dónde. No se trataba de un lugar al cual necesariamente se podía llegar viajando desde aquí, Londres, Tierra, fines del Siglo Veinte, pero existía en alguna parte, en otro tiempo. Fue la guerra final, el último enfrentamiento entre el Bien y el Mal, y él había desempeñado un papel importante en esta guerra. Pero algo salió mal, fue traicionado, perdió una batalla contra las fuerzas del caos y le arrojaron del verdadero campo de batalla para que languideciera aquí, en este lugar inmundo al cual ellos llamaban «vida».

Por una parte era un castigo, por otra una prueba. Podía fracasar por completo, naturalmente, y ser degradado aún más, sin ninguna esperanza de poder escaparse. Eso era lo que ellos esperaban, los que controlaban todo aquel espectáculo inmoral: los Atormentadores.

Parecía que ellos quisieran que él intentara desenmascarar su farsa, que les hiciera frente diciendo: —Muy bien, conozco vuestro juego, así que podéis dejar de seguir fingiendo. Salid de donde quiera que estéis y terminemos de una vez por todas. —Pero a él no le engañaban. Había aprendido la lección de niño, cuando los demás se rieron de sus palabras y le mandaron a ver al psiquiatra de la escuela. No lo intentaría por segunda vez.

Se preguntó cuántas de aquellas personas que se hallaban encerradas en los manicomios del país —o del mundo, llegado el caso— eran en realidad Guerreros caídos que o se habían destrozado debido al esfuerzo de tener que vivir en este infierno, o simplemente no acertaron en su elección y pensaron que la prueba era tan sólo conocer el juego y luego tener el coraje de hacer frente al desafío.

Pues bien, él no iba a terminar como uno de esos pobres desgraciados. Averiguaría sus intenciones, hallaría la Salida. Y quizá no se conformaría únicamente con escapar; tal vez destruiría también todo el execrable dispositivo de su mecanismo de pruebas y encarcelamientos —esta «vida»— mientras lo tuviera a mano.

Ahora comenzaba a sentirse mareado. Todavía le faltaban unos diez pasos para llegar al próximo coche aparcado, cuyo espacio conformado por la distancia entre sus ejes le permitiría resguardarse de las barras-láser del tráfico circulante.

Todo el tráfico, cada uno de los vehículos que pasaban a su lado estaban equipados con rayos láser en sus ejes; éstos podían alcanzarle en las piernas a menos que él estuviera por encima de su nivel, o protegido por una pared, o entre las ruedas de un coche aparcado, o conteniendo el aliento. Naturalmente, sabía que el rayo láser no hería; no era posible verlos y no causaban daño por sí mismos, pero a él no le cabía duda de que se trataba de otro de los métodos empleados por ellos —los Atormentadores— para intimidarle. Todo esto lo sabía por sus sueños, y por haber pensado mucho acerca del tema. De niño había hecho lo mismo, pero jugando; buscaba algo que hiciera la vida más interesante, que le confiriese un propósito… después comenzó a soñar sobre todo esto, a darse cuenta de que era real, de que el inicio de aquel juego se debía a un rasgo clarividente. Ahora tenía que hacerlo; si intentaba desistir sentía una cosa horrible y desagradable, aun cuando no fuera más que para ver cómo caminar por la calle respirando «normalmente». Se parecía a la sensación que solía tener en su infancia cuando jugaba a otro juego, el cual consistía en cerrar los ojos y caminar una cierta distancia a lo largo de la amplia senda de un parque, por ejemplo. No importa cuán seguro podía haber estado antes de cerrar sus ojos de que delante de él había mucho espacio, no importa lo convencido que se sentía mientras caminaba con los ojos cerrados de que no estaba desviándose hacia un costado y que pisara asfalto en vez de césped, con todo le era difícil, casi imposible, caminar en esas condiciones más de veinte pasos. Estaba seguro, convencido, de que se llevaría por delante un árbol, un poste o un rótulo en el cual no había reparado, incluso pensaba que alguien le había estado observando escondido detrás de un árbol y saltaría de improviso asestándole un puñetazo en la nariz.

Mejor mantener los ojos bien abiertos; mejor confiar en los propios instintos y hacer respiraciones profundas entre los coches aparcados. No era posible ser excesivamente cuidadoso.

Llegó junto al coche y se detuvo a su lado, respirando profundamente. Después de comprobar que no había ningún andamiaje se quitó el casco protector, secándose el sudor de la frente. El casco había sido otro de sus descubrimientos, otra de sus buenas ideas. Sabía lo vulnerables que eran las cabezas de las personas, y cuán importante era la suya. Estaba convencido de que a ellos les encantaría arreglar un pequeño «accidente» con una llave inglesa o un ladrillo caídos desde algún edificio, o para que aún fuera más verosímil, desde un andamiaje. Por lo tanto, desde hacía tiempo que salía de su casa con el casco protector puesto. No importaba la clase de trabajo, o qué otra cosa estuviera haciendo, jamás se quitaba el casco a la intemperie. Los de la brigada se habían mofado de él; ¿quién se creía que era? le dijeron. Sólo los ingenieros pretenciosos lo llevaban puesto a todas partes, no sus obreros. ¿O acaso le temía a las palomas? ¿Estaba perdiendo el pelo al mismo tiempo que el seso? Ja ja. Que se rieran de él. Jamás consiguieron que se lo sacase. En su cuarto guardaba dos cascos de repuesto en caso de que alguna vez se le perdiera el habitual, o alguien se lo robase. Anteriormente esto también le había sucedido.

Se puso a caminar de nuevo, pisando cuidadosamente sobre las juntas que separaban los adoquines. De cualquier modo, un andar cauteloso y uniforme era muy importante. Bueno para la respiración y para el ritmo del corazón. La gente se quedaba a veces mirándole saltar de un adoquín a otro, luego dar unos melindrosos pasos cortos, con el rostro teñido de extraños colores mientras se le acababa el aire contenido en sus pulmones, sudando debajo del casco protector que no evidenciaba por ninguna parte el emplazamiento de una obra en construcción, pero a él no le importaba. Algún día se arrepentirían.

Mientras caminaba, se preguntaba lo que haría ese día con su recién estrenada libertad. Tenía mucho dinero; quizá se emborracharía… los pubs abrirían pronto. Supuso que debería ir a registrarse; que los de la oficina de desempleo supieran que otra vez estaba sin trabajo. Deseó recordar qué era lo que se debía hacer cuando uno quería inscribirse como desocupado, pero siempre lo olvidaba. Obviamente, todo el sistema de desempleo de la Seguridad Social había sido creado para confundirle, irritarle y desmoralizarle. Se esforzaba por tomar apuntes, detallar todos los distintos pasos que se suponía que uno debía dar, los formularios que había que rellenar, las oficinas a las que tenía que acudir, las personas que era necesario ver, pero siempre lo olvidaba. De todas formas, cada vez que sucedía se decía que sería la última; esta vez encontraría un trabajo muy bueno en el cual todo marcharía a la perfección y sus talentos serían reconocidos y la gente le respetaría con lo cual sorprendería a sus Atormentadores, por lo tanto no había ninguna razón para pasar por todo el pesado y estúpido asunto de tener que volver a registrarse. Se preguntaba vagamente si debía regresar a la pensión de la señora Short en busca de pluma y papel.

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