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Iain Banks: Pasos sobre cristal

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Iain Banks Pasos sobre cristal

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La historia de , son tres historias en realidad. En la primera tenemos a Graham, un joven artista que se dirige a casa de su amiga Sarah, acompañado de una carpeta con varios dibujos de ella. En segundo lugar está Steven Grout, un tipo verdaderamente extraño, que acaba de renunciar a su puesto de trabajo y que siempre va con casco, huyendo de sus Atormentadores. Y por último tenemos a Quiss y Ajayi, un hombre y una mujer, respectivamente, ya mayores, que están encerrados en un extraño castillo, algunas de cuyas paredes son de cristal, detrás de las cuáles hay peces luminiscentes, y donde pasan los días jugando a estrambóticos juegos de mesa con el fin de poder obtener la opción de responder a un acertijo, y así poder salir libres.

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Decidió regresar a su cuarto. Allí siempre se sentía bien, y por otra parte deseaba darse un buen baño; sentía la necesidad de librarse de todo su sudor y pegajosidad, de quitarse toda la suciedad y el grafito de su cara y de sus manos. En la pensión de la señora Short le sería posible hacerlo. Le ayudaría a recobrar las fuerzas volver a estar con sus libros, su cama y sus cosas. Podría volver a consultar a la Evidencia; eso sería fantástico. Podría comenzar a releer un libro.

Poseía un gran número de libros. En su mayor parte eran de Ciencia Ficción o Fantasía. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que si deseaba descubrir alguna pista sobre la ubicación de la Salida, el paradero o identidad de la Clave, con probabilidad la hallaría en esta clase de literatura. Lo sabía por la manera en que se sentía atraído hacia ella.

Se trataba de una pista sin importancia para sosegarle, algo que ellos se podían permitir, pero quizá fuese útil. Obviamente, ellos creían que permitiendo que algo así se divulgara, tendrían la excusa para hacerle encerrar si a él alguna vez se le ocurría desenmascarar su fraude.

—¡Ajá! —podrían decir—. Está loco; lee demasiada ciencia ficción. Un majadero; encerrémosle y mantengámoslo bajo sedación para que de una vez por todas deje de importunar. —Así era como funcionaban sus mentes.

Con aquella suposición pretendían despacharle, pero él era más inteligente que ellos. Se había comprado toda la ficción fantástica más «irreal» que encontró y que pudo permitirse; según las reglas ellos debían haber ocultado allí en alguna parte una pista. Un día de éstos abriría cualquier libro —probablemente alguna nueva trilogía con magos y espadas— y algo que leyese allí le haría tomar conciencia de lo que él sabía permanecía encerrado en algún lugar de su cerebro. Podría ser el nombre de un personaje (ya había uno que a él le sonaba particularmente familiar; era uno de sus trocitos de Evidencia), o tal vez la descripción de un lugar o la sucesión de eventos… todo lo que precisaba era esa Clave.

Ellos lo llamaban escapismo. ¡Oh, no cabía duda de que eran realmente astutos!

Su cuarto estaba repleto de libros; gruesos y ajados libros de bolsillo de portadas llamativas y con las puntas de sus páginas dobladas. Se hallaban en el suelo apilados unos sobre otros debido a que no tenía ninguna estantería adecuada. El suelo de su cuarto se asemejaba a un laberinto hecho con torres de libros; éstos formaban verdaderas paredes que se alzaban sobre la delgada alfombra y el agujereado linóleo, de modo que para desplazarse de un lado a otro tan sólo le quedaban unos estrechos corredores. Podía ir de la cama a la ventana y a la mesa, al aparador, a la puerta, al hogar y al lavabo, pero únicamente a través de ciertas rutas. Hacer la cama era incómodo. Abrir los cajones del aparador completamente requería mucho cuidado. Llegar allí borracho, en especial cuando era incapaz de hallar el interruptor de la luz, resultaba horrendo; al despertarse se enfrentaba con una visión parecida a Manhattan después de un grave terremoto. En libros de bolsillo.

Pero valía la pena. Precisaba ambas vías de escape; la bebida, porque le ayudaba a evadirse, le ofrecía una salida momentánea de su hedionda realidad… y los libros porque le calmaban, le daban esperanzas. En ocasiones los libros podrían absorberle, pero también era posible que en ellos encontrase la Clave.

El coche hacia el cual se encaminaba para hacer su siguiente inspiración repentinamente se fue. Steven maldijo para sus adentros y tuvo que subir a una pared baja que estaba por encima de la altura de las barras-láser para volver a respirar. Luego bajó de la pared y continuó caminando.

Algún día ya les demostraría quién era él. A todas esas personas que le habían ridiculizado, ofendido, desorientado, rechazado. Incluso a aquellas cuyos nombres ya había olvidado. Cuando descubriese la Clave iría a por ellos. Personas como el señor Smith, Dan Ashton y Partridge. Él iba a encontrar esa Salida, pero no se marcharía hasta hallarles nuevamente y darles su castigo. Tarde o temprano pagarían.

Ni siquiera eran capaces de aceptar una broma. Había arrojado una palada de asfalto en el canal y se desmoralizaron por completo. No fue culpa suya haberse desquitado con el gato. Reconocía que no debió haber golpeado al animal, pero estaba furioso. Luego Partridge quiso luchar con él, afirmando más tarde que tan sólo había intentado «sujetarle». Partridge también se enfureció muy pronto, debido a que mientras forcejeaba con Steven de sus pantalones se cayó una revista que fue a parar sobre el camino de sirga del canal y los otros hombres al recogerla vieron que se trataba de una revista de sado-masoquismo por lo que todos aquellos que aún no se hallaban riendo y gritando comenzaron a tomarle el pelo; Partridge intentó sujetarle contra el suelo pero Steven pudo liberarse y le golpeó fuertemente con la pala, todavía manchada con la sangre del gato despedazado, después de lo cual, con la revista hecha jirones por los otros hombres y Partridge revolcándose sobre el camino de sirga entre la sangre del gato y casi cayéndose al canal, Dan Ashton dijo con calma que ya era suficiente y que sería mejor que fueran a ver al señor Smith, el supervisor, porque aquello no podía continuar así. No estaban cumpliendo el trabajo estipulado.

Todo había sido terriblemente sórdido, pero cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que, lejos de ser una desgracia, haber dejado el Departamento de Carreteras era de hecho un verdadero paso hacia adelante. Después de todo no se trataba de un trabajo interesante; en un principio había pensado que tendría posibilidades de viajar, pero no fue así.

Finalmente decidió que más tarde iría al pub. Aquel día debía celebrarlo. Y por dos razones, se recordó a sí mismo. No es que se tratara de algo muy especial, de hecho si uno se ponía a pensarlo no era nada que realmente valiera la pena ser celebrado, pero hoy, veintiocho de junio, era el día de su cumpleaños.

Se detuvo, frente a un coche, naturalmente, y observó su reflejo en el escaparate de una tienda. Era alto y delgado. Tenía el cabello algo largo, lacio y de color negro, el cual no se lavaba muy a menudo. Le sobresalía por debajo de su casco protector rojo en mechones encrespados. Los pantalones le quedaban ligeramente cortos, dejando al descubierto sus calcetines de nilón púrpura y sus botas manchadas de alquitrán. Su camisa modelo Paisley no combinaba demasiado bien con el jersey gris de Marks & Spencer que llevaba puesto a modo de chaqueta, y sabía que tenía las uñas de sus manos sucias. Pero después de todo era un buen disfraz, se dijo a sí mismo. Los Grandes Guerreros no desean llamar mucho la atención cuando están planeando escapar del periodo de castigo impuesto durante la guerra final.

Una muchacha que estaba vistiendo maniquíes con ropa interior femenina del otro lado del escaparate en el cual Steven se examinaba le dirigió una mirada suspicaz y reprobatoria que él captó justo a tiempo. Recién entonces reparó en las modelos a medio vestir y rápidamente se echó a andar, no sin antes hacer una profunda respiración al amparo del coche aparcado.

—Feliz cumpleaños —se dijo a sí mismo, para luego llevarse precipitadamente una mano a la boca y mirar a su alrededor. ¿Pero qué estaba diciendo?

Ajedrez unidimensional

Quiss se detuvo cerca de la ventana más elevada de la escalera en espiral. A pesar del tamaño, de su estructura fornida y de una aparente fortaleza de los músculos, su viejo cuerpo no conservaba un buen estado físico, y tampoco se mantenía demasiado caliente. El aire frío del castillo le hacía exhalar vapor por la boca mientras intentaba recobrar el aliento. En la escalera de la torre no había iluminación, y la única luz provenía de un ventanuco abierto ubicado justo en donde los sinuosos escalones daban la vuelta. Las nubes de vapor producidas por su respiración eran visibles gracias a la luz que llegaba desde arriba, para luego desaparecer lentamente empujadas por una corriente de aire proveniente de la misma fuente. Se preguntó si Ajayi ya habría terminado la partida.

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