—Se te ve bastante pálida —le dijo a Sara, y luego dirigiéndose a Graham continuó diciendo—. ¿Tu amiga no estará por vomitar, no es cierto?
—No, no lo estoy —dijo Sara en voz alta, levantando su cabeza—. No se inquiete; me iré a acostar sobre la nieve o en cualquier otro lugar… —Sara hizo un ademán como si fuera a marcharse, pero el señor Hunter la detuvo con un movimiento de su mano.
—De eso nada. Ruego que me perdones. Te encontraré… ya sé, venid conmigo. —Dejando el gato encima de un viejo sofá que había sido corrido contra la pared del vestíbulo, guió a Graham y a Sara en dirección hacia las escaleras.
Al otro lado de la calle Farringdon, Graham cruzó la travesía Easton, en cuya acera permanecía apoyada la plataforma colgante de otro pintor o limpiador de ventanas, que por alguna razón estaba puesta de manera vertical, con varios rollos de cuerda colocados pulcramente a su alrededor. Era verano; la época para pintar y de los andamiajes. Había que tener las cosas terminadas antes de que llegase el invierno. Se descubrió a sí mismo sonriendo, recordando nuevamente aquel primer encuentro, aquella noche casi alucinógena. Pasó por delante de una vieja de pie en medio de la acera, aparentemente mirando a un hombre con muletas que esperaba cruzar la calle desde la acera de enfrente. Casi automáticamente, Graham trató de imaginarse aquella escena dibujada.
—He visto marcharse a Slater con un fornido y joven Romeo —dijo el señor Hunter cuando llegaron al rellano de la segunda planta de aquella enorme casa—. ¿No dependeréis de él para regresar a casa? —le preguntó a Graham. Éste negó con un movimiento de cabeza. Por lo que él sabía, Slater ni siquiera conducía.
El señor Hunter abrió una puerta cerrada con llave y encendió la luz del cuarto.
—Ésta es la habitación de nuestra hijita; aquí podrás recostarte, jovencita. Y tú, Graham, cuídala bien; luego le diré a mi esposa que suba para ver si precisáis algo. —Sonriéndole primero a Sara y después a Graham, el señor Hunter se marchó cerrando la puerta detrás suyo.
—Pues bien —dijo Graham incómodo mientras Sara se sentaba en la pequeña cama—, aquí estamos. —Mordiéndose el labio, se preguntó qué era lo que se suponía que debía hacer ahora. Sara dejó descansar la cabeza entre sus manos. Graham observó la negra mata de sus cabellos revueltos, deseándola, sintiendo temor. Ella alzó la vista y le miró. Graham dijo: —¿Te encuentras bien? ¿Qué es lo que te sucede? Es decir, ¿sientes… sientes dolores?
—Ya se me pasará —le respondió ella—. Discúlpame, Graham; vuelve a la fiesta si lo deseas. No es nada grave.
Graham se puso tenso. Acercándose, se fue a sentar junto a ella al borde de la cama.
—Si quieres que me vaya me iré… pero no me importa quedarme sentado aquí. No quiero dejarte… sentada aquí sola. A menos que realmente lo desees. De todos modos, no creo que me divierta allí, supongo que estaría pensando en ti. Yo…
Estuvo a punto de poner el brazo alrededor de su cuello, pero ella se le adelantó apoyando la cabeza sobre su hombro, con lo cual el perfume que despedían sus cabellos le envolvió, haciéndole sentir ligeramente mareado. Parecía como que ella fuera a desplomarse en cualquier momento; aquello no era un abrazo y sus brazos yacían pesadamente. Tenía las manos apoyadas sobre su regazo, inertes como los miembros de una muñeca. Graham la abrazó, sintiendo que temblaba. Tragó con dificultad y se puso a mirar a su alrededor, los posters de Snoopy, de caballos en soleadas praderas, de David Bowie y Duran Duran. En un rincón un diminuto tocador blanco, reluciente y con frascos y potes bien ordenados, parecía haber sido sacado de alguna casa de muñecas. Sara volvió a estremecerse en sus brazos, y a él le pareció que podría estar llorando. Instintivamente acercó la cabeza hacia sus cabellos.
Sara levantó su cabeza, y Graham pudo ver que tenía los ojos secos. Puso sus manos encima del cobertor y le miró a los ojos, inspeccionándole el rostro con una expresión ansiosa, primero el ojo derecho, luego el izquierdo, después pasando a su boca. Graham se sintió examinado, sondeado, y como una polilla frente a una especie de antifaro en busca de un haz de sombra, deseando apartarse, alejarse volando de la intensidad de aquellos escrutadores ojos negros.
—Lo siento, Graham, no quisiera fastidiarte —dijo ella, volviendo a agachar la cabeza—, tan sólo preciso a alguien en quien apoyarme, eso es todo. Estoy pasando por un… oh —dijo ella sacudiendo la cabeza, desechando cualquier cosa que hubiera estado a punto de contar. Graham puso su mano sobre la suya.
—Apóyate en mí —le dijo—. Comprendo lo que te pasa. No tienes por qué preocuparte.
Sin mirarle, Sara se acercó a él nuevamente y se reclinó contra su cuerpo. Finalmente le rodeó suavemente la cintura con sus brazos, y permanecieron así durante largo rato, mientras él escuchaba los sonidos de la fiesta, y sentía —contra un costado, y dentro del perímetro que conformaba su brazo alrededor de ella— el suave flujo y reflujo de su respiración. Por favor, por favor, señora Hunter, no se le ocurra venir en este preciso instante. No ahora, no en este perfecto y delicado momento.
Unos pasos resonaron en las escaleras, y los latidos del corazón de Graham parecieron querer imitarlos, pero los pasos se alejaron junto a unas risas. Abrazando a Sara, se dejó envolver por su olor, confortado por su cercanía. Su presencia y su perfume le hacían sentirse drogado; se sentía… de una manera que jamás antes había experimentado.
Esto es absurdo, se dijo a sí mismo. ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué me ocurre? Ahora mismo me siento más feliz, más satisfecho que en cualquier situación de éxtasis postcoital. Aquellas noches de Somerset en coches de amigos, en casas ajenas, o esa vez en un campo iluminado por la luna; todos mis encuentros hasta hoy, meticulosamente apuntados y comparados; ninguno de ellos tenía importancia. Tan sólo éste era el que contaba.
Dios mío, qué payaso.
Enamorándome en una vieja e irregularmente construida casa de Gospel Oak, Londres, durante el mes de enero. ¿Qué posibilidades tengo de que ella alguna vez sienta lo mismo? Jesús, estar así para siempre, vivir, estar juntos, abrazarla de este modo en la cama alguna noche en que tuviera miedo de los truenos, y yo poder reconfortarla, y ser reconfortado por ella.
Sara se removió contra su cuerpo, y él, tomándolo por los suaves movimientos que podría producir un niño dormido, bajó la vista sonriente, absorbiendo la lenta ola de perfume que despedían sus alborotados cabellos negros; pero ella estaba despierta, y alzando su cabeza se despegó de él un poco para mirarle, ante lo cual Graham tuvo que ocultar rápidamente su sonrisa ya que no era algo que deseara que ella viese.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Sara. —Graham inspiró profundamente.
—Estaba pensando —comenzó a decir lentamente, consciente de que ella aún le abrazaba de la cintura (pero no; de pronto se llevó una de sus manos a la frente y se quitó el cabello que le caía sobre los ojos; sin embargo, ¡luego la depositó en el mismo lugar, estrechándola ligeramente contra su cuerpo!)— acerca de… de que si por el vino dentro de un zapato se podía reconocer de qué clase era. Me refiero al vino; el viñedo y la cosecha… este… si pertenece a la vertiente sur o si aquel año la tierra resultó ser especialmente ácida.
Una amplia sonrisa, que aflojó su vulnerable y tensionado rostro, apareció en el blanco espacio rodeado por la obscura mata de pelo. El corazón de Graham pareció saltar de alegría ante la diáfana belleza de ella y por el hecho de haber sido el causante de aquel cambio. Sintió que abría su boca involuntariamente, pero la volvió a cerrar sin pronunciar una sola palabra.
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