Iain Banks - Pasos sobre cristal

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Pasos sobre cristal: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de
, son tres historias en realidad. En la primera tenemos a Graham, un joven artista que se dirige a casa de su amiga Sarah, acompañado de una carpeta con varios dibujos de ella. En segundo lugar está Steven Grout, un tipo verdaderamente extraño, que acaba de renunciar a su puesto de trabajo y que siempre va con casco, huyendo de sus Atormentadores. Y por último tenemos a Quiss y Ajayi, un hombre y una mujer, respectivamente, ya mayores, que están encerrados en un extraño castillo, algunas de cuyas paredes son de cristal, detrás de las cuáles hay peces luminiscentes, y donde pasan los días jugando a estrambóticos juegos de mesa con el fin de poder obtener la opción de responder a un acertijo, y así poder salir libres.

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—Has estado leyendo aquel libro —dijo Graham—. Ya sabes a cuál me refiero; aquél acerca de ese sujeto…

—Específico como siempre, Graham. Qué mente tan aguda; te expresas muy claramente. Estoy admirado.

—Ya sabes qué libro quiero decir —dijo Graham, bajando la vista hacia el bloqueado hogar de la chimenea y haciendo chasquear sus dedos—. Ése que pusieron en la televisión…

—Bien, por lo visto nos estamos acercando —dijo Slater, inclinando la cabeza con aire pensativo. Volvió a beber de su vaso.— En ése la Tierra también estalla… eh… —Graham no dejaba de chasquear sus dedos. Durante unos instantes Slater guardó silencio, observando con desdén cómo Graham chasqueaba los dedos, y luego dijo cansadamente—: Graham, o te concentras en pensar el título del libro del que estás hablando o dedicas todas tus energías a buscar trabajo de camarero; no estoy seguro de que poseas aptitudes para hacer ambas cosas al mismo tiempo.

—¡«La Guía del Turista por el Universo»! —exclamó Graham.

—Por la Galaxia —le corrigió Slater con severidad.

—Pues se parece mucho.

—Nada que ver. Lo que sucede es que tú no sabes reconocer a un verdadero talento cuando lo tienes delante tuyo.

—Oh, qué quieres que te diga… —Graham sonrió, mirando a las dos chicas de la Escuela de Arte, que ahora se hallaban sentadas en el suelo en el otro extremo de la habitación, hablando entre sí. Slater le dio una palmada en la frente.

—¡Otra vez pensando con tus gónadas! Es algo patético. Aquí me tienes a tu entera disposición; talentoso, guapo, adorable y cariñoso, y todo lo que se te ocurre hacer es mirar como un bobo a ese par de estúpidas tías.

—No hables tan alto, idiota —Graham —sintiéndose un poco borracho— le increpó a Slater—. Te oirán. —Después de beber un trago fijó la vista en su compañero—. Y deja de continuar alabándote. Puedes resultar muy pesado, sabes. Ya te he dicho un millón de veces que no soy gay.

—Dios mío —dijo Slater, inspirando y sacudiendo su cabeza—, ¿es que no tienes ninguna ambición?

Al recordarlo, aquel día de junio, Graham no pudo evitar sonreír. Incluso si no hubiera conocido a Sara, pensó, aquella habría sido de todos modos una buena fiesta. Los invitados eran amigables, había comida de sobra y, a juzgar por lo que pudo observar, varias de las chicas presentes venían sin acompañante. Había pensado sacar a bailar a una de las dos chicas —a la más atractiva— que entraron en la habitación durante el monólogo de Slater, mientras éste le estaba diciendo lo deseable que era Richard Slater.

Resultaba curioso, pensó Graham; le parecía que la fiesta había tenido lugar hace ya tiempo, no obstante mantenía su recuerdo mucho más fresco y real que muchas de las cosas sucedidas durante la semana pasada. Al pensar en ello su respiración se aceleró, mientras justo pasaba delante de un pequeño café frente al cual se hallaban hablando un grupo de empleados de la cercana oficina de correos. Junto a la acera estaba aparcado un enorme coche rojo de fabricación italiana. A Slater seguro que le gustaría. Graham cruzó sonriendo la calle en dirección a la oficina de correos, percibiendo el olor de la nueva capa de pintura.

Slater vio a Sara de pie junto a la puerta de la habitación. Con el rostro iluminado, depositó su vaso de plástico sobre la repisa de la chimenea. —¡Sara, querida! —la llamó, y se dirigió hacia ella abriéndose paso a través de los grupos que formaban diversas personas, saludándola con un abrazo. Ella no le correspondió, pero cuando Slater se apartó en su rostro pudo apreciarse una leve sonrisa. Graham la estaba observando, y vio que los ojos de la mujer vacilaron en su dirección durante unos segundos. Slater la condujo por entre las personas hacia donde se hallaba ubicado él junto a la repisa de la chimenea. A Graham se le heló el corazón. La gente continuaba hablando y charlando despreocupadamente. ¿Acaso era el único en aquella habitación que la había visto?

Era delgada y bastante alta. Su cabello negro y espeso se veía revuelto, como si acabara de levantarse de la cama y no se lo hubiera cepillado. El rostro, y todo el resto de piel al descubierto, era blanco. Llevaba puesto un vestido negro, una prenda gastada con un breve y deshilachado encaje que la cubría como si fuese espuma negra. Sobre el ligero vestido lucía una chaqueta china con hombreras de colores brillantes, entre los cuales predominaba el rojo; bajo la tenue luz de la habitación parecía como si resplandeciera. Medias enterizas negras y zapatos de tacón bajo, también negros, completaban su indumentaria.

Mientras se acercaba comenzó a quitarse los guantes. En la parte superior del pecho, expuesto por el escote de un palmo de ancho del vestido negro, una extraña marca blanca surcaba la piel, como si fuera un holgado collar arrancado y dispuesto libremente por encima de sus hombros. Cuando estuvo más cerca Graham pudo comprobar que se trataba de una cicatriz; el tejido cicatrizal era mucho más blanco que la piel que la rodeaba. Tenía los ojos obscuros, los cuales mantenía muy abiertos como en constante sorpresa, y muy tirante la piel que cubría la zona comprendida entre el rabillo del ojo y sus pequeñas orejas. Tenía los labios pálidos, tal vez demasiado carnosos para su pequeña boca, como si se hubieran desangrado y a la vez estuvieran magullados. Jamás había visto en su vida a nadie, o nada, tan hermoso; instantáneamente, en el tiempo que le llevó a ella recorrer la habitación de un extremo a otro, Graham supo que la amaba.

—Sara, éste es el joven ingénu a quien he estado intentando seducir —dijo Slater, presentando a Graham con un delicado giro de su mano—. Señor Graham Park, ésta es la señora Sara ffitch [9] Juego de palabras, ya que en inglés fitch quiere decir mofeta. . Absolutamente la cosa más deliciosa y elegante que haya dado Shropshire después de… pues, después de mí.

Ella se detuvo delante de Graham, con la cabeza un poco inclinada. El corazón de él latía con demasiada intensidad. Debía de estar temblando. Sara miraba a Slater por entre la mata de sus pelos negros; a continuación ladeó la cabeza, y girando su rostro hacia él, le ofreció la mano. ¡Una señora! ¡Estaba casada! Graham no podía creerlo. Por un instante, en una especie de última e irreductible unidad de deseo, había vislumbrado un sentimiento, una urgencia dentro suyo que no se creía capaz de afrontar, pero ahora este minúsculo y corriente fragmento de información, aquellas pocas letras, habían conmutado sus expectativas como si fueran una bombilla barata. (Hace dos veranos, durante unas vacaciones en Grecia junto a un compañero de la escuela con el cual desde entonces perdió todo contacto, había viajado en un pequeño, atestado y destartalado tren hacia las afueras de Atenas, atravesando llanuras cubiertas de matorrales bajo un sofocante calor. Resecas tierras de tonos ocres y vestigios de arbustos se repetían monótonamente. El traqueteante vagón del tren estaba repleto de turistas y mochilas, y de mujeres griegas vestidas de negro con sus gallinas. De improviso su amigo Dave exclamó, «¡Mira!», y cuando él se giró, durante unos instantes vislumbró tan sólo el canal de Corinto; súbitamente un golfo dividió el paisaje, el cielo azul resplandecía, en la distancia era posible ver un barco; el aire y la luz eran insondables. A continuación volvió a aparecer la árida llanura.)

—Hola —dijo ella, y apartando sus ojos de los de él, los bajó rápidamente hacia su mano extendida. Graham tenía conciencia de Slater tomando aliento y ladeando su cabeza hacia atrás como acostumbraba a hacerlo cuando giraba sus ojos, pero antes de que éste pudiera decir algo, Graham asintió prontamente con la cabeza, cambió el vaso de mano, y cogiendo la pequeña mano de la mujer se la estrechó de un modo formal.

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