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Iain Banks: Pasos sobre cristal

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Iain Banks Pasos sobre cristal

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La historia de , son tres historias en realidad. En la primera tenemos a Graham, un joven artista que se dirige a casa de su amiga Sarah, acompañado de una carpeta con varios dibujos de ella. En segundo lugar está Steven Grout, un tipo verdaderamente extraño, que acaba de renunciar a su puesto de trabajo y que siempre va con casco, huyendo de sus Atormentadores. Y por último tenemos a Quiss y Ajayi, un hombre y una mujer, respectivamente, ya mayores, que están encerrados en un extraño castillo, algunas de cuyas paredes son de cristal, detrás de las cuáles hay peces luminiscentes, y donde pasan los días jugando a estrambóticos juegos de mesa con el fin de poder obtener la opción de responder a un acertijo, y así poder salir libres.

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—Eh… con su permiso… —Ambos se giraron hacia la escalera de caracol, desde cuya obscuridad les espiaba el menudo ayudante con casi todo su cuerpo escondido detrás de la pared curva.

—¿Y bien? —dijo Quiss.

—Eh… lamento… —dijo el ayudante con una voz insignificante.

—¿Qué? —gritó Quiss, subiendo el tono de su voz. Ajayi respiró hondo y volvió a sentarse en su banquillo. Ella lo había oído. Pensó que Quiss también lo había oído pero que no quería admitirlo—. ¡Habla alto, desgraciado! —rugió Quiss.

—Ésa no era —dijo el ayudante, de pie en el vano de la escalera. Aún continuaba hablando bajo; Ajayi se descubrió a sí misma intentando captar sus palabras—, ésa no era la respuesta correcta. En realidad lo…

—¡Mentiroso! —temblando de furia, Quiss se levantó de su silla. El ayudante desapareció pegando un chillido. Ajayi lanzó un suspiro. Miró a Quiss, quien se hallaba de pie, con los puños apretados, y la vista fija en el distante y vacío vano de la escalera. Después se giró hacia ella, haciendo revolotear a su alrededor las tiras de piel de su abrigo—. ¡Tu respuesta, señora —le gritó—, tu respuesta; no lo olvides!

—Quiss —comenzó a decir ella con voz calma. El hombre sacudió su cabeza, y dándole un puntapié a la pequeña silla sobre la cual había estado sentado, se marchó por el corto pasillo hacia sus habitaciones. Antes de abandonar el cuarto de juegos, se detuvo ante una de las paredes laterales, cuya estructura de pizarra se hallaba cubierta de papel corriente y libros de cartón: el insatisfactorio trabajo de aislamiento realizado por los albañiles. Quiss se lanzó contra la pared, arrancando los descoloridos y amarillentos volúmenes y arrojándolos detrás suyo al igual que un perro que cava un hoyo en la arena, vociferando incoherentemente mientras daba terribles manotazos con los cuales dejaba sin revestimiento a la pizarra verde y negra, rasgando las páginas de los libros, que caían a sus espaldas sobre el sucio suelo de cristal como si fuesen nieve tiznada.

Quiss se marchó hecho un huracán dejando sola a Ajayi, quien a lo lejos oyó un portazo. Se acercó hasta donde se encontraban esparcidos por el suelo los libros arrancados violentamente, removiéndolos con la punta de su bota. Creyó conocer algunas de las lenguas (era difícil asegurarlo con aquella mortecina luz, y ella se hallaba demasiado tiesa como para agacharse), pero otros no le resultaron familiares.

Ella dejó las páginas en donde estaban, esparcidas por el obscuro suelo como copos unidimensionales, y volvió a situarse junto a la ventaja del balcón.

Sobre la interminable y monótona planicie blanca volaban en contraste una bandada de pájaros negros. El mismo cielo se veía deprimido, sin perspectivas, gris, e inalterable.

—¿Y ahora qué? —se preguntó en voz baja. Tuvo un escalofrío y se estrechó fuertemente con sus brazos. Su cabello corto se negaba a seguir creciendo y su abrigo de pieles no tenía capucha. Tenía las orejas heladas. Lo que venía a continuación ellos ya lo sabían porque se lo había dicho el senescal, y era algo llamado Estratego Abierto. Dios sabe cuánto tiempo les llevaría aprender eso y jugarlo, suponiendo que a Quiss le pasase el malhumor. El senescal había murmurado algo acerca de que el próximo juego era lo más parecido a las mismas Guerras, lo cual intranquilizó a Ajayi desde un principio. Eso daba la impresión de ser terriblemente complejo, y a largo plazo.

Ella le había preguntado al senescal de dónde provenían las ideas para aquellos extraños juegos. Él respondió que de un sitio elegido por el Súbdito del castillo, y había insinuado, o eso le pareció a ella, que existía otro modo de llegar a este sitio, pero rehusó dar mayores detalles. Ajayi trataba de cultivar el trato con el senescal (cuando su pierna inflamada y su espalda tiesa le permitían bajar hasta los niveles del sótano que era donde usualmente solía estar) en vista de que Quiss se había propuesto intimidarlo desde el principio. Cuando el hombre se presentó por primera vez trató de sonsacarle información sobre cómo evitar a uno de los camareros. Naturalmente no funcionó, logrando tan sólo atemorizar a los demás.

Ajayi sintió que le sonaban las tripas. Se acercaba la hora de la comida. En breve aparecerían los camareros, si es que no estaban demasiado atemorizados por el malhumor de Quiss. Maldición de hombre.

Estratego Abierto, pensó, y volvió a sentir otro escalofrío.

—¡Te aggepentigás! —graznó un cuervo que pasaba volando en círculo con sus alas negras bien desplegadas, usando la voz de un antiguo y amargamente recordado amante.

—Oh, cállate —dijo ella entre dientes, y volvió a entrar.

SEGUNDA PARTE

Avenida Rosebery

El puente que unía a la Avenida Rosebery con la calle Warner olía a pintura. El pavimento estaba cubierto de polvo negro, el cual se acumulaba en los intersticios del recién pintado pretil del puente. Graham confió en que lo irían a pintar con gusto. Miró dentro de la plataforma colgante que utilizaban los pintores para pintar la parte exterior del pretil, y vio una vieja radio tan salpicada de pintura que podría haber pasado por un objeto de arte. El hombre que se hallaba en la plataforma silbaba mientras iba enrollando un tramo de cuerda.

Graham se sintió extrañamente satisfecho ante aquella expresión de actividad alrededor suyo; se sintió casi complacido de sí de que la gente pasara caminando a su lado sin dirigirle una segunda mirada, al menos ahora que se había sacado de encima a Slater. Él era una especie de célula vital en la corriente sanguínea de la ciudad; diminuta pero importante; el portador de un mensaje, un punto de expansión y cambio.

En aquellos momentos ella ya le estaría esperando, dispuesta, o quizás estuviera recién vistiéndose, o incluso todavía podía estar en la bañera o bajo la ducha. Finalmente las cosas se encaminaban, los malos tiempos habían quedado atrás. Stock estaba destituido. Ahora era su turno.

Se preguntó cómo le vería ella actualmente. Cuando se conocieron a ella le pareció gracioso, pensó, y también bastante amable. Ahora ya había tenido oportunidad de conocerle mejor, así como de descubrir otros aspectos de su personalidad. Tal vez estuviera enamorada de él. Por su parte, creía amarla. Podía imaginarse a los dos viviendo juntos, incluso pensaba en el matrimonio. Él se ganaría la vida como artista —al principio probablemente tendría que hacer publicidad hasta que su nombre fuese conocido— y ella podría dedicarse a… cualquier cosa que quisiera.

A su izquierda había más edificios; locales de industria ligera y oficinas sobre los cuales se levantaban apartamentos. Junto al flanco de la acera y justo frente a la puerta abierta de un establecimiento llamado Taller Wells se hallaba aparcado un enorme coche deportivo americano. Era un Trans Am. Al pasar a su lado, Graham frunció el entrecejo, en parte debido a sus estridentes llantas blancas rotuladas y al diseño agresivo, en parte porque le recordaba algo; algo que tenía que ver con Slater, e incluso con Sara.

Finalmente logró acordarse; exactamente había sido en la fiesta en que Slater le presentó a Sara. La coincidencia divirtió a Graham.

Una vaharada de olor a zapatos nuevos le invadió desde otro local cercano mientras contemplaba el viejo reloj detenido cuyas dos esferas sobresalían sobre el pavimento desde la primera planta del taller, sus manecillas congeladas en las dos y veinte (echó una ojeada a su reloj y comprobó que en realidad eran las 15:49). Sonriendo para sus adentros, Graham rememoró aquella noche, en que escuchaba otra de las historias de Slater que jamás sería vertida al papel.

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