– ¿Por qué te empeñas en llevar esas malditas esposas en la napia? -preguntó Margery, que ya estaba recogiendo sus cosas para irse. La mujer tenía sesenta años; él, treinta: era un dato que, de repente, adquiría importancia.
– Me recuerdan que tengo nariz.
– ¡Pues felicidades! Pero… ¿por qué quieres que te recuerden que tienes nariz? -«Especialmente esa nariz», se sintió tentada a añadir: la nariz de Clint era una notable excrecencia carnosa, pero en la que apenas se advertía el cartílago-. ¿Y para qué te sirve la soga ?
– Te haré una confidencia, Marge -dijo Clint, con voz más suave de lo habitual en él-. Es mi identidad. Y ahora cierra el pico.
Aún estaba quejándose vivamente para sí de las preguntas de su compañera de trabajo cuando, cinco minutos después, sonó su teléfono móvil: el ruido de una porra golpeando la puerta de una celda.
– ¿Clint? Soy And.
And era Andrew New, una de las sempiternas figuras del universo de Smoker, alguien con quien había forjado el más firme de los lazos. And era el camello de Clint. Y la llamada era algo fuera de lo normal. And rara vez telefoneaba a Clint. Era Clint quien llamaba a And.
– ¡And, muchacho! ¿Joder, qué es ese escándalo? ¡No me digas que tu mujer se ha cabreado otra vez!
– ¡Jobar! Escucha esto: «¡Harrison! ¿Quieres meter de una vez en la bañera tu maldito culo?» Es una pelotera terrible. «¡And! ¡And! ¡Ven a darle un azote!» ¡Dáselo tú! Yo ya lo hice la última vez. Lo siento, colega… Enseguida se calmarán las cosas. La situación no es tan mala como aparenta… Bueno, Clint, colega. Me parece que tengo una información interesante que vender.
– Bueno…, y a mí que no estás llamando al lugar más adecuado.
– Sí, ya sé… Pero tú debes de tener buenos contactos.
– Estoy pasablemente bien relacionado, sí -afirmó Clint con mayor presunción que verdad. (Las personas a las que intentaban sentar cerca de su mesa en los restaurantes solían pedir que las cambiaran de sitio. Y eso era cuando aún tenía la costumbre de salir a cenar con otros)-. Pero sigue. ¿De qué se trata?
– Ya sabrás lo de ese tipo al que casi se cargan la pasada noche. Xan Meo. Ese actor que toca el banjo, o no sé qué jodido instrumento. ¿Cómo lo han llamado los periódicos?
– El Hombre Renacentista.
– Bueno, pues… yo estaba allí, compañero. ¡Vi cómo lo hacían! Junto al canal. Yo estaba abajo, en el sendero, cerca del sitio donde escondo la hierba. Y él se había sentado fuera a beber, y entonces lo atacaron dos fulanos. No se contentaron con darle un golpe. No. Le atizaron dos. Yo me dije: lo han jodido bien. Pero luego le pegaron otro.
Clint ya había leído, en el baño, la información del Evening Standard acerca de la agresión. Ahora su interés fue sólo moderado.
– Me pareció…, ya sabes…, un ajuste de cuentas -siguió And-. Como si se hubiera chivado y se vengaran de él. Mencionaron un nombre; dijeron que se la había jugado a un tal Joseph Andrews…
– Bueno, muchacho…, a mí eso no me sirve. A menos que haya faldas y tetas al aire… ¿Piensas ir a la bofia con ello?
– ¿Qué ganaría yo con eso? No me parece que vayan a darme una recompensa o algo así. No. Voy a tratar de vendérselo a algún periódico.
– Oh…, no hagas eso, colega -le aconsejó Clint-. No se trata de una gran exclusiva. Y podrías verte implicado… Déjame que dé algunas voces y me entere. Te telefonearé. ¿Cómo dijiste que se llamaba ese tío…, el que ordenó que se cargaran al chivato?
– «¡Harrison! ¡And! ¡And!» -se oyó decir. Y And añadió-: ¡Joder! ¡Ahora voy! Joseph Andrews.
Clint Smoker trabajaba en un edificio enfermo, ruinoso. Deberían haber puesto en él un termómetro asomando por una ventana del primer piso, como la enseña de un barbero…, pero no dando vueltas sobre sí misma, sino tiritando. Por la década de 1970 había servido ambiciosamente como escuela de perfeccionamiento para mujeres jóvenes que aspiraban a promocionarse en el campo de las relaciones públicas. Eran tantas las estudiantes que sufrían trastornos digestivos, que todo el sistema de desagüe del edificio acusaba la acción destructora de los jugos gástricos, lo cual, a su vez, provocaba la aparición creciente de abombamientos y grietas en los conductos de ventilación. El aire estaba turbio por emanaciones, esporas, alergias. En el Lark todo el mundo estaba siempre estornudando, moquiteando, tosiendo, bostezando, sintiendo náuseas. Eran conscientes de que se sentían enfermos, pero no sabían que se sentían así porque trabajaban en un edificio enfermo: pensaban que el motivo de su enfermedad era la actividad que desarrollaban allí durante toda su jornada… Aquel día el edificio desprendía un resplandor oliváceo: había caído una fina lluvia, y su fachada parecía perlada de sudor.
Se abrió paso para salir de allí con un cigarrillo en la boca. Es un hombre corpulento: no hay más que ver cómo se abren de golpe las puertas automáticas para dejarlo pasar, como asustadas. Hombre macizo, pálido, cuya carne presentaba la apariencia correosa de la pasta fría, Clint hacía gala también de la irracional fuerza de sus pesados huesos. Seguía triunfando en las ásperas peleas que mantenía en los arcenes de las carreteras, en las áreas de servicio y los aparcamientos de los restaurantes, con sus contorsiones y sus traspiés, con sus patadas fallidas y sus puñetazos en el aire. Las reyertas de Clint siempre eran a propósito del Código de la Circulación: heréticas, por opuestas a las interpretaciones canónicas. Porque Clint era siempre el maniqueo.
– ¿Puede prestarme una moneda, señor? -le pidió el hombre que llevaba un rótulo que decía SIN TECHO. Era una pregunta cargada de ironía, pues conocía a Clint y sabía que éste nunca daba limosna.
– Sí, gracias. Lo estás haciendo muy bien. Sigue así: mantén caliente la acera.
Si alguien hubiera visto el jeep de Clint por el espejo retrovisor de su propio coche, habría creído que un Airbus estaba aterrizando tras él. Clint necesitaba un coche grande, porque se pasaba como mínimo cuatro horas diarias en él lleno de rabia en los viajes de ida y de vuelta entre Foulness, [6] cerca del Southend, donde tenía una casita adosada, y el diario.
Smoker vivía solo ahora. Jamás le había resultado fácil iniciar, y no digamos ya mantener, una relación satisfactoria con una mujer. Su penúltima amiga había puesto fin a la relación porque, aparte de otros defectos, en su opinión, Clint era «una mierda en la cama». Su sucesora, cuando le llegó el turno de romper la relación, lo expresó de forma muy parecida, aunque con menos palabras (y letras): Clint, según ella, era «un pichacorta». Eso había ocurrido un año atrás. Clint Smoker: un pichacorta. Aquello no contribuyó a reforzar su autoestima sexual. A partir de entonces recurrió a las chicas de alterne, con citas en diversos hoteles de Londres, pero incluso estos contactos distaban mucho de transcurrir sin problemas. La verdad era que, en lo que se refería al amor, a la vieja historia de siempre (y él mismo hubiera dicho que había que encararlo francamente), Clint Smoker tenía un pequeño problema.
La casita adosada de Foulness. Era una situación ridícula. Tenía dinero suficiente para cambiar de casa. Pero aquel año de privación de una presencia femenina había reducido su vivienda a un estado de insoportable suciedad. Era asombroso que aún mantuviera limpia su propia persona. (De hecho, el baño era la única dependencia de la casa que aún no estaba indescriptiblemente sucia.) No era capaz de quitar tanta mugre. Y tampoco podía venderla en aquel estado. Hubiera debido atrancar las puertas y ventanas con tablas y abandonarla. La mugre ejercía una influencia, una parálisis, una nostalgie… Y, aparte de eso, la casa estaba saturada también de pornografía en todas sus formas.
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