– ¿Sabe usted lo que es el NEO?
– Meo. Neo. No.
– Near Earth Object: Objeto Próximo a la Tierra. ¿No ha visto el periódico? Hace que casi te dé miedo mirar la primera página, la verdad sea dicha. Llegará el día de San Valentín. Pero no se preocupe. Pasará muy cerca, pero no nos dará.
El día de San Valentín, pensó. No sería precisamente un buen día para aquella mujer en particular. Unos labios gruesos de rojo anaranjado sobre su tez pálida y sedosa, los revueltos cabellos de un matiz anaranjado también… Y, sin embargo, tenía «algo»…
– ¿Podría escribirme una frase? Cualquier frase.
Tendió a Xan un lápiz y un bloc de notas. Su interlocutora era una mujer de unos cuarenta años, psicóloga clínica, llamada Tilda Quant. Estaba razonablemente contenta ahora, en parte porque había dejado de intentar engatusar a un anciano para que escribiera la palabra él , y también porque de su nuevo paciente se hablaba en los periódicos, tenía relación con el mundo del espectáculo y era un individuo de cierta posición social. No era que Tilda se rindiera a la tradicional reverencia por la fama; se trataba de algo más subliminal e interactivo. Por el hecho de compartir la publicidad de su paciente, su exposición a la curiosidad general, ella sentía realzada un poco su propia importancia. Xan, por su parte, atribuía asimismo una gran significación al hecho de que Tilda Quant fuera una mujer, aunque por razones que aún no veía claras. Ella le dijo:
– «Jovencito emponzoñado de whisky qué figurota exhibe.» Veamos.
– Es un ejercicio -respondió Xan mientras escribía-. Una frase que se supone que contiene todas las letras del alfabeto.
– Sí, ya veo que usted es un buen mecanógrafo. ¿Y si le digo qwerty? Ya sabe… qwerty uiop.
– Oh, sí. Aunque pienso que la he escrito mal. La frase, quiero decir. No veo ninguna v en ella. Jamás me acordaba de escribirla. Ni siquiera antes.
– … ¿Dice usted que no recuerda… palabras como… violencia ?
– Sí, sí. Es sólo que no quiero recordar la violencia de los últimos meses. Todo el proceso fue increíblemente violento. Le diré cómo me sentía. Pensaba: si pudiera encontrar a algunas personas muy mayores y sentarme cerca, tal vez no ocurriría nada malo por espacio de diez segundos. Entonces no me sentiría tan increíblemente frágil.
La mujer lo observaba con una nueva fascinación. Le preguntó:
– ¿De qué está usted hablando?
– De mi divorcio.
– Ah -exclamó ella, y tomó unas notas-. Yo llamaría a esto su primer chapoteo en una disfunción cognitiva. Una respuesta inadecuada a una pregunta que estaba claramente relacionada con la agresión .
– ¿La agresión? No, no recuerdo la agresión.
– ¿Recuerda aquellas tres palabras que le pedí que memorizara?
– … Gato. Un color, amarillo o azul. Ah, y realidad.
Fuera el sol se hallaba a una hora por encima del horizonte y pasaba de iluminar una cosa a otra, y de ésta a otra. Xan observaba cómo se movían las sombras: lo hacían, le parecía, a la misma velocidad que se movía la manecilla del minutero del reloj que había en la pared del despacho de la hermana, tras la mampara de vidrio. Fue un gran descubrimiento para él: que las sombras se movían a la velocidad del tiempo. Xan seguía pensando en su hermana muerta, Leda: hacía quince años que no la había visto, y, cuando fue a verla al hospital, ya no volvería a despertarse.
Llegó su esposa, acompañada de Billie, de la pequeña Sophie y de Imaculada.
Cuando las niñas se hubieron ido, Russia pidió que colocaran los biombos alrededor de su cama, y se tendió en ella vestida sólo con su braguita. La forma como lo hizo le trajo a la mente a Xan la frase «gobierno de mujeres»… [8] Respondió palpablemente a su calor, a su abrazo. Fue una sensación tranquilizadora, distante, pero pronto se sumó al dolor punzante de su cabeza y se perdió, entonces, en su agotamiento, su náusea y la sensación penosa de su herida. Le habría gustado dejarse llevar por una masa de agua en movimiento. Le habría gustado que las olas hicieran el amor por él.
Russia se había vuelto a poner su ropa y estaba a punto de marcharse. Xan parecía dormido, pero, cuando ella descorrió la cortina de plástico, él se incorporó en la cama y le señaló con insistencia al joven que se hallaba tendido en la cama contigua (y que no pareció agradecer la atención que le demostraba) diciendo:
– Ese chico de ahí… ¡es un cagón formidable! ¿Verdad que sí, hijo? No es…, bueno, no es nada del otro mundo al comer y al hablar… De momento. Pero a su forma de cagar no se le pueden poner peros. ¡Joder, cómo caga!
Xan se daba cuenta de que nadie esperaba seriamente que recordara su agresión. Cuando le preguntaban acerca de ella (el médico, la psicóloga clínica, las personas vestidas de paisano que lo interrogaban y enseguida quedaban satisfechas), les decía que no recordaba nada entre el momento en que entró en el Hollywood y cuando lo llevaron al hospital. Así se lo dijo a su mujer. Pero no era verdad. Lo recordaba muy bien. Y lo recordaba tal como le habían prometido que lo recordaría: lamentándolo.
A quien me haga daño, pensaba (durante todo el día), le haré daño. Le haré más daño, con mayor dureza. Si alguien me hace daño, haré daño, haré daño.
Mal Bale, que medía un metro ochenta y cinco a lo largo y otro tanto de circunferencia (tenía más o menos las dimensiones de una cabina de aseo público), marcó cuidadosamente un número en su teléfono móvil (que no era mayor que una caja de cerillas, y lo obligaba a pulsar las teclas con la uña de su dedo meñique). Dijo a su patrón:
– Deberíamos ser dos aquí. ¿Hacer de guardaespaldas de ese cabrón? Vienes de los lavabos de caballeros y te lo encuentras magreando en grupo a una camarera…, él solito… No, hombre… Sólo te he llamado para quejarme. En realidad no se porta tan mal esta noche, por su lesión: yo diría que lo frena un poco. Y el periodista está con él ahora, y se ha calmado un poco… ¿Sí? Gracias, hombre. Te lo agradezco.
Mal se refería, en primer lugar, a Auto de Choque Ainsley Car, el delantero del equipo de fútbol de Gales lesionado. Car, que fue uno de los jugadores con más talento de su generación, estaba ahora hundido hasta el cuello en las horas más bajas de su carrera, y eso a pesar de tener tan sólo veinticinco años. Hacía tres que había representado a su país (y tres meses desde la última vez que su club lo había alineado). El periodista en cuestión era Clint Smoker, del Morning Lark .
El noventa y nueve coma nueve por ciento del trabajo de un guardaespaldas profesional consiste en una única actividad: fruncir el ceño. Lo frunces por esto, lo frunces por lo otro. Lo frunces de esta manera, y también de esta otra. Tiene que parecer que estás alerta, y por eso estás frunciendo el ceño todo el rato. Algunas mañanas te despiertas pensando: «¡Joder! ¿Quién me sacudió anoche?» Como si tuvieras magullado el entrecejo. Sin embargo, nadie te pegó. Es de tanto fruncirlo… Pero con Car era diferente. Normalmente, un guardaespaldas protege a su cliente del mundo exterior. En el caso de Ainsley, tenías que proteger al mundo exterior de tu cliente. Mal Bale, que había sido contratado por el representante de Car, se hallaba en la barra del Cocked Pinkie, frotándose los ojos como un niño. De momento no le harían fruncir el ceño. De momento le harían bostezar…, como preludio de una acción más concreta. Es curioso, pensó Mal. A Ainsley se le puede controlar con facilidad hasta que llega su cambio de personalidad a eso de las seis. Entonces, basta que se meta por el gaznate media clara para que se transforme en otro hombre. Sus ojos lo delatan.
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