– Yo creía que más de un minuto…
– Tres minutos no es el fin del mundo. Aunque en la ambulancia no pudo recordar su apellido ni su número de teléfono, estuvo lúcido mientras lo trasladaban. Su tensión arterial fue normal. Así que el cerebro no se vio privado de oxígeno…, lo que habría provocado la segunda lesión. Por otra parte, mostraba una respiración fuerte y regular. Cuando la respiración es irregular o débil en presencia de una ventilación adecuada, el pronóstico es, invariablemente, grave.
Algunos médicos desconfían del poder que ejercen. Otros se sienten capaces de deslumbrar gracias a él. El doctor Gandhi (satánicamente apuesto, en opinión de Russia, pero que ya comenzaba a encorvarse tras haber alcanzado la mediana edad) era, casualmente, un médico del segundo tipo. Se sentía gratificado, animado incluso, al ver cómo la gente escuchaba con atención y mirada implorantes lo que les decía. Tenían razón en hacerlo, y era natural que lo temieran y lo amaran: era su intérprete de la mortalidad. Algo que él dispensaba o que negaba… Billie estaba en la sala de juegos contigua. Russia podía oírla desde allí. También la niña parecía respirar con profundas espiraciones y después retenerlas; jadeaba y suspiraba mientras unía y desmontaba los Sticklebricks [7] de plástico.
– Alex estuvo razonablemente lúcido en la ambulancia. Para cuando lo examiné, hablaba de forma incoherente. Aquello no me desanimó. Disfrutaba de una movilidad obediente, y sus ojos respondían con normalidad a la luz. En el espacio de una hora, su baremo en la escala de Glasgow pasó de nueve a catorce, a sólo un punto del máximo. Los rayos X revelaron que no existía ninguna fractura. Y, lo que aún es mejor, el tac mostró una contusión, pero sólo un derrame mínimo…, que hubiera podido ser la tercera lesión. Le administré un diurético por precaución. Esto deshidrata y, así, encoge el cerebro -dijo el doctor Gandhi alargando la mano y cerrándola-. Está en Cuidados Intensivos ahora. Duerme y respira con normalidad, y controlamos todas sus constantes.
– ¿Y eso bastará?
– … Señora, el cerebro de su marido ha sufrido una aceleración. El tejido blando ha impactado contra su estuche: el cráneo. En la zona frontal inferior del cerebro hay protuberancias óseas… ¿Para qué son? Nadie lo sabe. Se diría que para castigar la cabeza herida. Cuando el cerebro sufre una aceleración así, se desgarra y rompe al chocar con este rascador. Puede haber células nerviosas dañadas o, al menos, aturdidas temporalmente. El cerebro, según creemos, intenta restaurar la falta de esas células empleando otras de repuesto en un proceso de reorganización espontánea. Pero esto puede requerir tiempo. Y hay multitud de posibles efectos colaterales. Dolor de cabeza, fatiga, dificultad de concentración, falta de equilibrio, amnesia, labilidad emocional. ¿Labilidad? Tendencia a la inestabilidad. Dígame, señora Meo, ¿cuál de estas cuatro características describe mejor el temperamento de su marido: sereno, apacible, irritable, difícil?
– Oh, apacible.
– Pues tiene que esperar, en las próximas semanas, una tendencia a la dificultad. ¿Querrían usted y… Billie ver un instante a su marido? Le han administrado un relajante muscular ahora. Le sugiero que no lo despierten. Hace una hora mi compañero trató de explorar sus pupilas con un rayo de luz. ¡A Alex no le hizo ninguna gracia!
Cuidados intensivos daba la impresión de hallarse en un submarino o en el interior de una vieja nave espacial; oscuros compartimentos donde zumbaban y latían importantes artilugios: electrocardiógrafos, jadeantes ventiladores…; el agitarse de la vida y la muerte en sus figuras y sombras. Una sonriente enfermera descorrió la cortina. Y pasaron sin hacer ruido.
Cuando vio a su padre, Billie le dedicó su característica expresión de cariño, pero esta vez había una nota dolorida en su voz. Sintiendo un nudo en la garganta, Russia se apresuró a agacharse y levantó a la niña en brazos.
Lo tenían acostado en un ángulo más agudo de lo que se esperaba. El grueso collarín blanco que llevaba y la forma como estaban remetidas las sábanas alrededor de su cuello hacían imposible evitar la impresión de verlo emerger lentamente de las profundidades de una taza de váter, y luego estaban los cables conectados a su cuero cabelludo.
– ¿Por qué no despierta?
– Está dormido -le susurró su madre-. Se ha hecho daño y está dormido.
De repente sus ojos se abrieron y los fijó en ella. Sintió como una sacudida hacia atrás: ¿qué era aquella mirada? ¿Acusación? Pero al instante siguiente su mirada se desenfocó, y sus párpados se cerraron despacio, obedeciendo al torpor inducido por el medicamento.
– Tírale un beso para que se mejore -dijo Russia.
Al volver a pasar por Recepción, con aquel leve pasito suyo que parecía de puntillas a pesar de no llevar tacones, Billie levantó la vista hacia su madre y dijo con una satisfacción difícil de sondear:
– Papá está diferente.
– Cuente hacia atrás desde cien, bajando de siete en siete.
– Cien… Noventa y tres. Ochenta y seis. Setenta y nueve. Setenta y dos. Sesenta y cinco. Etcétera.
– Muy bien. ¿Qué tienen en común un pájaro y un aeroplano?
– Alas. Pero los pájaros no se estrellan.
– ¿Recuerda usted el nombre del primer ministro?
Xan lo mencionó.
– ¿Cómo se llama la princesa heredera?
Xan citó su nombre.
– Voy a pedirle que memorice tres palabras. ¿Querrá hacerlo? Son: perro, rosa, realidad… Dígame ahora. ¿Cuáles eran?
– Rosa. Gato. Realidad.
Su estado lo hacía sentirse como en el siglo XXI: una etapa de la que uno quiere despertar…, dejarla atrás y espabilar de una vez. Ahora estaba viviendo un sueño dentro de un sueño. Y los dos eran pesadillas.
Aquella mañana, en presencia de Russia, habían trasladado a Xan de la unidad de Cuidados Intensivos a la sala de Traumatología Craneal. Se había ganado unos elogios (que le parecían insultantemente excesivos) por haber caminado lentamente siguiendo una línea más o menos recta, por haber subido un tramo de escalera sin más ayuda que la del pasamanos, por haberse peinado torpemente y lavado los dientes, y por haber conseguido meterse por sí mismo en la cama. Dar cuenta de un palito de pescado rebozado, empleando para ello tenedor y cuchillo, le valió nuevas felicitaciones. Era, en suma, un sueño, y no podía despertar de él. Pero sí podía irse a dormir, y lo hacía, y entonces dejaba de soñar.
A primera hora de la tarde todo resultaba un poco más claro. Eran catorce pacientes en la sala, y a todos ellos les habían partido la crisma en algún momento. Sus mentes habían retrocedido, en tanto que sus cuerpos luchaban por recuperar su edad. Las tareas más fastidiosas de mantenimiento del propio cuerpo, las que normalmente hacían que uno se entumeciera de inanición, eran jaleadas ahora como habilidades. Por ejemplo, la evacuación. Una visita al váter sin ayuda podía valerte una salva de aplausos por parte del personal y de todos los pacientes que eran capaces de aplaudir. (Incluso Sophie, a sus diez meses, sabía hacerlo: produciendo un ruidito menudo y casi imperceptible, sí, pero que rara vez dejaba de hacer.) Y luego había asimismo felicitaciones por logros mucho más importantes que el de ir solo al váter…, como el de que no se te escapara cuando no estabas en el váter. Dos camas más allá estaba acostado un hombre de setenta años al que ahora estaban enseñando a tragar. Y había otros, en diferentes puntos de la sala a los que se llegaba por diferentes caminos, que marchaban penosamente con sus chándals a la sala donde se hallaban los juguetes de madera o la piscina de fisioterapia. Y hasta dos o tres como él, los reyes sin corona de Traumatología Craneal, que eran virtuosos del cepillo de dientes y el peine, adeptos a los cordones de los zapatos y las hebillas de los cinturones, personas de gustos selectos: hombres renacentistas.
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