Martin Amis - Perro callejero

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Xan Meo es un hombre de múltiples talentos: actor, músico, escritor, y también hijo de un célebre delincuente. Una noche, Xan se sienta a tomar una copa en la terraza de un pub y, al poco rato, dos hombres le parten la cabeza a cachiporrazos. Tras una difícil convalecencia será otro. Deberá acostumbrarse a su nuevo ser, como todos los que le rodean, porque Xan se convertirá en un antimarido, en un antipadre, movido por impulsos primarios y con una sexualidad muy perturbadora. Pero hay otros personajes que inciden en la vida de Xan. Clint Smoke, un periodista de un diario amarillista volcado en la pornografía y las noticias de escándalo, y también Henry England, el rey de Inglaterra y padre de la Princesita, a la que alguien ha fotografiado desnuda en su bañera. También está el misterioso Joseph Andrews, como una araña en el centro de una vasta red. Y en el núcleo de todo: Edipo, los padres como posibles corruptores devoradores de sus hijos, el difícil pasaje a la madurez.

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Cuando Victoria tenía cuatro años… La familia real inglesa estaba de vacaciones en Italia (en algún castello o palazzo ), y la trajeron para que diera las buenas noches a los presentes… en bata, pijama y zapatillas con borlas, con los cabellos aún húmedos del baño. Se acercó a la mesita de juego y, con su gracioso caminar de puntillas, besó a sus padres y después intercambió particulares adioses con otros dos miembros del grupo, Chippy y Boy. Sentado algo más allá, Brendan alzó la vista del libro que estaba leyendo, con la halagüeña perspectiva de que la niña se le acercara también, pues se dio cuenta de que ella lo incluía igualmente, sin decir nada, en el recorrido final de sus ojos. Pero Victoria, entonces, tomó la mano de su niñera y se volvió con la cabeza inclinada. Al verlo, Brendan, para su propia sorpresa, estuvo casi a punto de gritar de decepción, de dolorida derrota…, porque… ¿cómo puede uno sentir tanto cuando se siente tan pequeño…? Toda su sangre alborotada… Brendan, pues, era consciente de que sentía por la princesa un cariño tal vez inusual… ¿Mera pasión estética? Cuando la miraba a la cara, siempre le parecía estar observándola a través de sus gruesas gafas de lectura…, la forma como sus rasgos se grababan en él como el cuño de una moneda. Pero esto no explicaría sus sentimientos en aquel salón de baile italiano cuando Victoria se fue a la cama sin darle las buenas noches; no, por ejemplo, las ganas de llorar que sintió y que tuvo que reprimir con dificultad. «Buenas noches, Brendan», le había dicho la noche siguiente; y él, entonces, se había sentido espléndidamente compensado. Era amor, sí, pero… ¿qué clase de amor? Ella tenía quince años ahora, y él cuarenta y cinco. Seguía esperando que se le pasara. Pero no se le pasaba.

Brendan volvió a mirar la foto de la princesa. Fue una mirada breve y recelosa. Estaba preocupado por ella, y también por sí mismo…, por la información acerca de sí mismo que su actitud pudiera revelar. Por supuesto que lo importante era servirla, servirla siempre… Brendan revisó el contenido de su maletín, preparándose para viajar a Orly, para viajar en el vuelo del rey al aeropuerto de Londres y para su cena de trabajo con John Oughtred.

Daban las ocho en la Place des Vosges. Abajo, en la cocina de estilo alpestre del edificio, los miembros del grupo de seguridad se miraban unos a otros con el ceño fruncido por encima de sus cafés instantáneos y los naipes de extraños símbolos, espadas y monedas procedentes de otro universo. Arriba, Amor, con una servilleta blanca colgada de su antebrazo, disponía la mesa en un extremo del salón alejado de la puerta. La estaba preparando para dos. Recién salido de su baño, el rey difundía fragancias a su paso de un mueble a otro. Todo cuanto tocaba uno en aquella estancia era o muy duro o muy mullido: incalculablemente duro, incalculablemente mullido.

La casa, por supuesto, pertenecía al gran amigo de Enrique IX, el marqués de Mirabeau. La amistad entre ambos era bien conocida, pero no lo era tanto el hecho de que el marqués fuera también el propietario de otro apartamento en la misma Place des Vosges…

Sonaron ahora las campanadas de los relojes, primero en sucesión, luego al unísono.

– Si tiene la bondad, Amor… -dijo el rey.

Apoyado contra la pared del alfombrado rellano había un chiffonier del tamaño de una chimenea medieval. El mueble comenzó ahora a girar, a desplazarse hacia un lado sobre su rumoroso eje. Y, por el hueco abierto, entró El Zizhen, [2] bisnieta de concubinas.

Amor la recibió con un saludo.

Cuando las campanadas de los relojes volvieron a sonar, El comenzó [3]a desnudarse. La llevaría algún tiempo hacerlo. El rey, desnudo ya, estaba echado inmóvil en la chaise-longue, como un bebé a punto de que le cambien los pañales. A medida que se iba quitando su ropa, El lo acariciaba con ellas y, a continuación, con lo que su ropa había contenido hasta entonces. El lo tocaba, y el rey tocaba a El. El era dura. El era suave. El lo tocaba, y él tocaba a El.

Y se oyó un sonido agudo, una vibración, proveniente de la araña de cristal.

3. CLINT SMOKER

«El duque de Clarence interpretó el papel del príncipe ChowMein anoche, escribe clint smoker», escribió Clint Smoker. «Sí, el príncipe Alf salió anoche a cenar con su intermitente ligue, Lyn Noel, en un restaurante chino. Pero lo dulce se transformó en agrio cuando los fotógrafos tuvieron el descaro de irrumpir en su reservado. Buscando un poco de intimidad, la pareja huyó con los reporteros pisándoles los talones… ¡Les faltaban los postres! ¿Qué ocurrió una vez de regreso en Ken Pal? [4] ¿Se la tiró Alf? ¿La estrechó entre sus brazos como una ostra y le dio una buena ración de polla lacada? ¿O decidió, una vez más, deshacerse de Lyn (después de haber repetido)? Las almejas llegan a cansar…, así que… ¿qué tal una patada en el culo, amor, para sazonar tu camino?»

– ¿Qué es esto? -preguntó Margery al pasar.

– Un pie de foto -dijo Clint, despiadadamente, inclinándose a un lado para que ella pudiera ver.

La pantalla de Clint Smoker mostraba a un desgreñado y gesticulante príncipe Alfred y a una llorosa y aterrorizada Lyn Noel, que trataban de abrirse paso a través de una muchedumbre de fotógrafos de prensa y policías en el bullicioso tráfico del Soho.

– La lluvia no le está haciendo ningún bien a sus cabellos -dijo Margery, que ocupó ahora su lugar en el puesto de trabajo contiguo al de Clint. Sesentona de rostro rubicundo, Margery se hacía pasar por una esbelta modelo llamada Donna Strange. Y fingía asimismo no llevar ninguna ropa encima.

– Sí -asintió Clint-, tiene todo el aspecto de un gato remojado.

Era la descripción de un moderno uggy , a la que respondía también el propio Clint con su apariencia de adefesio (así se había oído llamar): la cabeza afeitada al rape (descubriendo, de paso, los muchos verdugones y taras que tenía su cráneo), un doble piercing en las aletas de la nariz en forma de esposas (cuya cadena de unión colgaba sobre el labio superior y quedaba al alcance de las exploraciones que pudiera realizar sobre ella la enorme placa de Petri que era la lengua de Smoker), y un tatuaje asombrosamente realista, casi en trampantojo, de una vieja soga alrededor de su cuello (bien es cierto que parcialmente tapada por el michelín seboso formado allí mismo bajo su pellejo). Y, sin embargo, aquel hombre, con un ordenador portátil delante de él, era en verdad un excelente periodista. Los zapatos de Clint también merecían ser descritos: dos catamaranes convenientemente amarrados mediante una maraña de cordones y enganches.

– Querida Donna: soy una joven heredera de diecinueve años, talle esbelto, trasero bien formado y tetas tan grandes como tu culo -escribió Clint Smoker.

– Ahora no del todo -estaba diciendo Margery a uno de sus teléfonos-. Zapatos de tacón alto, un brazalete en el tobillo, y eso es todo. Y la correa por la que estoy atada, claro.

– Lo que más me chifle -escribió Clint, y pulsó luego la tecla de retroceso para cambiar la e por una a - es ponerme la falda más mini que puedo encontrar e ir, sin bragas, a ver zapaterías. Aguardo a que el dependiente se siente en la banqueta delante de mí. ¡Y tendrías que ver cómo…!

En aquel punto se paró y preguntó con aquella voz suya que era incapaz de controlar:

– ¡Eh, Marge! ¿Sabes si…?

Donna -le corrigió Marge, apretando contra su pecho el micrófono del aparato.

– En las zapaterías de señoras tienen tíos despachando, ¿verdad?

Marge asintió con un gesto, al tiempo que decía:

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