Martin Amis - Perro callejero

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Xan Meo es un hombre de múltiples talentos: actor, músico, escritor, y también hijo de un célebre delincuente. Una noche, Xan se sienta a tomar una copa en la terraza de un pub y, al poco rato, dos hombres le parten la cabeza a cachiporrazos. Tras una difícil convalecencia será otro. Deberá acostumbrarse a su nuevo ser, como todos los que le rodean, porque Xan se convertirá en un antimarido, en un antipadre, movido por impulsos primarios y con una sexualidad muy perturbadora. Pero hay otros personajes que inciden en la vida de Xan. Clint Smoke, un periodista de un diario amarillista volcado en la pornografía y las noticias de escándalo, y también Henry England, el rey de Inglaterra y padre de la Princesita, a la que alguien ha fotografiado desnuda en su bañera. También está el misterioso Joseph Andrews, como una araña en el centro de una vasta red. Y en el núcleo de todo: Edipo, los padres como posibles corruptores devoradores de sus hijos, el difícil pasaje a la madurez.

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Más adelante vio a una mujer cuyo tipo le recordó, o hizo que sus sentidos evocaran, el de su primera esposa; su primera esposa como era diez años atrás. Bien es verdad que Pearl nunca habría tenido un cigarrillo en los labios y un periódico doblado bajo el brazo, y sus ropas no hubieran sido tan exiguas, tan ceñidas, tan reveladoras de las formas femeninas; pero sí se la recordaban su actitud agresiva o como mínimo abiertamente desafiante, los brazos despreocupadamente cruzados, la elevación de su barbilla que expresaba que todas las excusas habían sido consideradas y rechazadas de plano… Se hallaba de pie, esperando, en la sombra de un edificio pardo, de mediana altura. Detrás de ella remoloneaba un niño pequeño, ocupado en hurgar con un palo en el interior de una bolsa de plástico negro. Cuando Meo se volvió para cruzar por encima de las vías, la oyó decir:

¡Harrison! ¡ Mueve de una vez tu condenado culo!

Sí, muy lamentable, sin duda; pero ya con la tranquilidad de que la mujer no podía verlo porque se había vuelto de espaldas, Meo no reprimió un gesto de risa. Era un hombre moderno; un liberal, un feminista (un gimnócrata, incluso: «Demos una oportunidad a las chicas», solía decir. «Ya sé que eso es pedir la luna. Pero nosotros no servimos. Demos una oportunidad a las chicas») pero, aun así, algunas cosas le parecían divertidas. Después de todo, la mujer había expresado con claridad lo que quería; no podía decirse que tuviera pelos en la lengua. Pero no…, Pearl lo habría dicho de otra forma…

Ahora Meo veía ya el edificio al que se dirigía, con sus multicolores luces de Navidad, su poste de barbero dando vueltas sobre sí misma… En ocasiones, un avión que aterriza puede sonar como una nota de advertencia: uno lo hizo así ahora…, como una nota de órgano que presagiara su desgracia.

Se detuvo a reconsiderar aquel sentimiento. Y olfateó la esencial impropiedad de aquel aire, con su condenado tufo, como si hubieran aspirado de él todas las deducciones. Un mundo amarillo de fe y de temor, y de mezquino ingenio. Y en el que todos volamos a ciegas. Luego siguió adelante.

Xan Meo se encaminó al Hollywood.

– Buenas noches.

– ¿Está usted bien? -dijo el barman, como si dudara de la salud mental de alguien que aún diera las buenas noches.

– Sí, hombre -dijo Meo tranquilamente-. ¿Y tú? -Así estaban las cosas: era un hombre corpulento, estaba tranquilo, se sentía bien-. ¿Dónde anda todo el mundo?

– Fútbol. Selección inglesa. Aparecerán por aquí todos en masa a eso de las ocho.

Meo, que no pensaba estar para entonces, dijo:

– Tienes que poner una de esas pantallas de plasma. Para que puedan verlo aquí.

– No queremos que lo vean aquí. Pueden seguirlo en las del Gusano y Manzana. O en el Cabeza de Turco. Y que rompan ésas cuando el partido se pierda.

El menú de cócteles aparecía escrito con tiza en una pizarra por encima de un exhibidor de botellas y sifones dispuestos a imitación del centro de Los Ángeles, en cuyas calles aparecían colocados, sin ninguna preocupación por la escala, maniquíes de algunas estrellas escogidas.

– Tomaré un… -Había un cóctel llamado Blowjob. Y otro que aparecía con la denominación de Boobjob. «Como esas compañías que se llaman FCUK y TUNC», pensó Meo. Se encogió de hombros. No tenía la más mínima intención de ponerse a considerar ahora la obscenificación de la vida cotidiana. Así que dijo-: Tomaré un Shithead. No, un Dick head. Aunque…, no. Mejor pon dos Dickheads. [1]

Llevando un vaso en cada mano, Xan salió a la terraza pavimentada que daba al canal, donde, en los últimos meses, sentado en un banco de cara al oeste, habitualmente con Russia a su lado, había consumido muchos pensativos Club Soda y muchos filosóficos Virgin Mary. ¡Cuánto más solemnes, cuánto más augustas y regias iban a ser sus reflexiones acerca de Pearl, ahora que estaba solo con sus cigarrillos y sus Dickheads…! La primera escrutadora mirada de Meo a las inmóviles y verdes aguas del canal lo confrontó a un pato muerto, con la cabeza hundida y las patas al aire como las patillas de unas gafas. Muerto en el agua, miserablemente muerto. Imaginó que podía percibir su husmo destacando sobre el rancio olor a botica del canal. Como Lucky Ducky o Drakey Lakey después de que se los zampó Foxy Loxy.

Xan creía estar solo en su terraza. Pero entonces asomó por una de las salidas laterales del Hollywood un joven atildado, con un teléfono móvil pegado a la oreja; dio la impresión de encaminarse apresuradamente a la calle, hasta que se paró en seco y pareció tantear el camino hacia un lado para apoyarse en la valla del canal un poco más allá. Se dio cuenta del gesto de Xan frunciendo levemente el ceño y después dijo con claridad:

– Entonces todo lo que dijimos, todas las promesas que intercambiamos, no significan nada ahora. Por culpa de Garth. Y los dos sabemos que se trata sólo de un capricho… Tú dices que me quieres, pero me parece que tenemos ideas diferentes de lo que significa realmente el amor. Para mí, el amor es algo sagrado, casi indefinible. Y ahora tú me estás diciendo que todo eso, todo eso…

Se alejó, y su voz se perdió enseguida en el murmullo de la ciudad. Sí, y aquello era una parte de la obscenificación a que se refería antes: la pérdida del pudeur .

Como el pato muerto, el horizonte del primer matrimonio de Xan, aquel proyecto de universo…, muerto también. Su divorcio había sido tan despiadado, que hasta los propios abogados se habían sentido aterrados. Fue como si los dos se hubieran envuelto, juntos, en alambre de púas, desnudos, cara a cara, y se hubieran arrojado a la vez por un barranco. En esas condiciones, cada gesto era un desgarrón, cada patada, unas garras que se clavaban en el otro: no podía haber ninguna moralidad en ello. Y así, cuando Pearl lo hizo detener por tercera vez, y él apareció en la puerta de servicio de su piso para oír cómo le leían los cargos, Xan se dio cuenta de que había llegado al final de un viaje. Que había alcanzado el polo opuesto del amor: una condición mucho más intensa aun que el mero odio. Porque deseas con todas tus fuerzas que la persona que amabas muera; deseas que su avión se estrelle…, y no te importa que haya otros a bordo…, que mueran cuatrocientos pobres diablos más, cuatrocientos desgraciados más…

Pero habían sobrevivido; vivían, ¿no? Xan calculaba que él y Pearl habían salido bastante igual de bien librados los dos. Y, por fantástico que pareciera, habían salido del episodio más ricos de lo que entraron. Fueron los chicos, los dos hijos, los que perdieron. Y fue por ellos por quienes Xan Meo brindó ahora.

– Lo siento -dijo en voz alta-. Lo siento. Lo siento.

Como en compensación del ave acuática muerta en el verde canal, un gorrión, una alada criatura del aire, dio un salto, fue a posarse en el banco a su lado y, con estremecedora docilidad, empezó a abanicarse a sí mismo dejando que sus alas se agitaran susurrantes a quince centímetros de distancia.

El viento había cesado…, huido a otra parte. Por el oeste se había instalado una puesta de sol de colores chillones, casi pornográfica. Semejaba una titánica operación antiincendios, con etéreas máquinas, grúas, escaleras, el chorreo y la espuma de las mangueras y las bocas de agua, y los genios de los bomberos aplicados a su enorme trabajo de control del fuego, de control del infierno.

– ¿Es tu ligue? -preguntó una voz.

Meo agradeció que cesara su soledad. Miró a su derecha: el gorrión seguía aleteando en el brazo del banco, peligrosamente cerca de su segundo Dickhead. Alzó la cabeza: el que le preguntaba era un individuo sonriente, de figura casi cúbica y expresión algo bobalicona, que se hallaba a tres metros de él entre las sombras del crepúsculo.

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