– ¡John! -dijo Mamá. Pero John simplemente dejó caer la cabeza y luego clavó su mirada aguachenta en el mar en ebullición y en sus millones de ojos.
Bien, ¿qué podía decir Mamá, excepto que toda la idea era obviamente un muy lamentable error? Anduvieron a los tumbos por la ciudad en el autobús (cada autobús con un guía, y el de ellos debía ser un nativo del lugar, supuso Mamá). Vieron la plaza, el mercado, la iglesia, los parques. Mamá seguía a los demás, que seguían al guía. Y John seguía a Mamá. Todos inseguros, arrastrando los pies, en medio del calor, los olores de los baños públicos, los mendigos, los pasadores de fijas para las carreras de caballos. Mamá se sentía vagamente humillada. El idioma los había mandado a todos a lo más bajo de la escala social, los había expulsado. Eran todos como niños, todos como John, nadie sabía qué diablos se esperaba de él. En el restaurante todos se abalanzaron sobre el vino, y luego se desplomaron contra el respaldo de sus sillas, con la mirada perdida. Hasta Mamá bebió dos copas de rosado para contrarrestar el pánico. John no comió ni bebió nada, a pesar de que Mamá consiguió que el guía le pidiera al mozo que le pasara la sopa a un vaso.
Después del almuerzo despidieron al guía (entre aplausos desganados), y el oficial del barco anunció que tenían una hora para comprar regalos y souvenirs antes de volver a reunirse en la plaza. Mamá llevó a John por una callecita, a unos cien metros de los demás, y de pronto él se empacó y no quiso seguir caminando. Mamá decidió quedarse donde estaba, porque allí había un poco de sombra, vigilando la hora… Pasaron unos minutos. Un chico de corta edad se acercó e hizo una pregunta.
– No te entiendo, querido -dijo Mamá con vos impostada. Luego tuvo un mal momento cuando un desagradable viejo vagabundo empezó a molestarlos.
– Fuera de aquí -le dijo.
Ese idioma, hasta los chicos y los vagabundos lo hablaban. Y los británicos, pensó Mamá, en otra época tan orgullosos, tan audaces…
– ¡Le dije que se fuera!
Miró a su alrededor y vio un cartel. Sólo podía decir una cosa, ¿verdad? ordenó a John que echara a andar y cuando llegaron a la escalinata ya estaba buscando cambio en su monedero.
El Acuario Municipal parecía un refugio antiaéreo, cuadrado, sin ventanas, con olor a piedra mojada. Además de una pequeña piscina para bebés en el centro del recinto (donde chapoteaba con apatía una especie de tortuga acuática), había una docena de tanques empotrados en las paredes, brillantes como televisores. Sin esperanza de ningún placer arrastró a John por las penumbras desiertas, y enseguida sintió que su indiferencia se evaporaba. Cuando se ubicó delante del segundo tanque estaba eufórica. Todos esos colores, ecos, formas… había unas anémonas marinas que se parecían a la nueva gorra de baño de la señora Brine, con los lacitos verdes. Unos peces redondos con las mismas manchas de leopardo y rayas de cebra que había en los tapizados del Salón de los Pájaros. Como las damas en el Salón de Baile, otros peces danzaban entre conchillas y corales. Tres peces veteranos, sin dientes y con bigotes, hacían un paseo por la superficie del agua mientras más abajo otro más joven, plateado y solitario, daba volteretas como si estuviera probando su libertad. Las langostas, inválidas con muchas muletas, serpientes marinas que alisaban sus ajustadas calzas contra el piso arenoso, cangrejos como los borrachos sulfurosos del Kingfisher Bar… Se dio vuelta.
¿Dónde estaba su hijo? Los ojos de Mamá, adaptados a la luz, parpadearon, indignados ante la oscuridad. Entonces lo vio, arrodillado como un caballero, junto a la pequeña piscina inflable. Se aproximó con cautela. Allí estaba la pesada sombra de la tortuga, con todos los apéndices retraídos, su cuerpo expandido hasta el perímetro de sus confines. Entonces vio que la mano de John se apoyaba en el lomo del animal. Le tiró del pelo y le dijo:
– No, John, eso no se hace.
Él levantó la mirada, y con un sollozo se apartó de ella y en un segundo había salido a la calle y había desaparecido. Dios, ¿que habría estado comiendo los últimos días? Mamá no podía hacer otra cosa que quedarse mirándolo mientras John vomitaba, se sacudía, caía hacia un lado y hacia el otro entre hilos de baba verdosa.
La noche siguiente, cerca de la bahía de Vizcaya, John desapareció. Estaba sentado en su litera mientras Mamá enjuagaba el biberón en el baño. La puerta del baño se cerró por el balanceo. Ella le estaba hablando de esto y de lo otro. Pronto llegarían a casa, al calorcito de la casa en otoño y en invierno. Luego volvió al camarote y dijo:
– Ay, querido, ¿dónde te fuiste?
Salió al corredor, al olor del barco. Un oficial que pasaba la miró con preocupación y extendió una mano como para ayudarla a mantenerse en equilibrio. Ella se apartó de él, con aire culpable. Subió los escalones y recorrió un Salón de Juegos tras otro, el Salón de los Pájaros, el Salón de las Cacatúas, el Kingfisher Bar. Subió la escalera en espiral hasta el Robin's Nest. ¿Donde habría ido su John?
Solo en medio de la llovizna John contemplaba la noche desde la proa del barco, a tres metros de la estela espumosa. Con los brazos extendidos, recibía el flechazo sanguinolento del Sol. Luego, moviendo lentamente los brazos y las piernas, trató de subir los cuatro peldaños que lo separaban del agua. Pero no lo lograba. Pie, mano, peldaño; apoyaba un pie, se balanceaba, se caía. Era la secuencia, el orden, que siempre estaba mal: pie, se resbalaba, mano, se balanceaba, peldaño, se caía…
Pero Mamá lo había atrapado. Con tranquilidad bajó los escalones desde la cubierta hasta la proa.
– John…
– Go -dijo él-. Go, go.
Lo llevó al camarote. Él la siguió en silencio. Lo hizo sentarse en la litera. Con sus labios vacíos comenzó a cantarle una canción de cuna para calmarlo. John lloraba tapándose la cara con las manos. No había nada nuevo en los ojos de Mamá cuando puso el biberón en la mesa, y luego el gin, y fue a buscar agua fresca.
New Statesman, 1978;
reescrito en 1997.
Pop Jones le estaba explicando al chico por qué no podía mirar el noticiario ese día.
– Es una orden especial, Ash. Prohibido para menores de dieciocho años.
– Quiero ver al marciano.
– Bueno, no puedes. Y no es un marciano, propiamente. Piensan que debe ser una especie de robot.
– Es el hombre en Marte.
– Él, o eso, lo que sea, es el portero de Marte.
Y Pop Jones era el portero de la Tierra… más específicamente el portero de Shepherds Lodge, el último orfanato no privatizado de Londres. Remoto, decrépito, superpoblado, para varones solamente, el lugar, como era de esperar, se había convertido en un Shangri La de la pedofilia. Y por supuesto Pop Jones era pedófilo, como todo el resto del personal. Para usar la jerga (algo confusa) era un pedófilo “funcional”, es decir que su pedofilia no funcionaba. Pop Jones era un pedófilo inactivo, a diferencia de sus colegas que eran hiperactivos. Jamás había molestado a ninguno de los chicos a su cargo, ni una sola vez.
Este chico, Ashley, que a sus nueve años de edad ya había sufrido mucho, dijo:
– Nos llevan a la playa. Yo quiero quedarme y ver al robot.
– ¡A la playa! Recuerda de llevar tu bloqueador de estrellas.
– Pero yo quiero tomar estrella en Marte.
– Allí te pescarías una estrellación.
– Quiero tostarme con la estrella de Marte.
– ¿Con la estrella de Marte? ¡Te pescarías una quemadura de estrella!
Ya nadie lo llamaba Sol: la naturaleza de la relación había cambiado. Era el 25 de junio de 2049, y en todos los televisores de la Tierra se vería la entrevista en vivo con el portero de Marte.
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