¿Y después? Cada noche tenía su tema; esa noche era la del Talento, en el Salón del Pavo Real a las diez en punto. El mar estaba crecido en la Noche del Talento, las olas altas pero ordenadas, la espuma avanzando y retrocediendo… Las parejas se arremolinaban para llegar a la puerta, las mujeres prismáticas con sus bolsos, los hombres vestidos con esmero con las copas en la mano. Se tambaleaban, tenían arcadas mientras el barco subía y bajaba. Alguno hacía una carrerita, se estrellaba contra una pared y caía al suelo (esto pasaba cada cinco minutos); un camarero de chaqueta azul se arrodillaba junto al caído y le gritaba órdenes a un camarero también vestido de azul. Mamá guiaba a John hacia adelante, junto a la barandilla. Lo hizo pasar por la puerta al teatro en sombras, donde finalmente encontró asientos contra una columna cerca de la última fila.
– ¿Estás bien, mi amor? -le preguntó. John alzó la cabeza de la camisa mojada y miró hacia el escenario mientras se iban apagando las luces.
La Noche del Talento. Se presentó un señor mayor de voz áspera y bien entrenada que cantó Si puedo ayudar a alguien y, como poderoso bis, Bendice esta casa. Luego una señora de la edad de Mamá, que bailó con perfecto ritmo y vigor un zapateado de music-hall sobre la prostitución, la enfermedad y el sufrimiento. Luego una niñita encantadora que tocó una pieza clásica en el órgano eléctrico sin equivocarse una sola vez. Fue la estrella de la noche. Luego un hombre se puso de pie y dijo: “Yo…, bien, yo perdí a mi esposa el año pasado, de manera que esto es para Annette”, y cantó más o menos un tercio de A mi manera (cuando no pudo seguir dijo al público “Sigan ustedes”. Y luego: “Muy bien. Ríanse”. Borracho, pensó Mamá). Después apareció un joven alto de aspecto furtivo, quien, después de discutir con el organizador, propuso, sin ceremonias, beber medio litro de cerveza negra sin usar las manos. Se agachó hasta desaparecer en el escenario, y, segundos más tarde, sus grandes pies calzados con sandalias aparecieron sosteniendo un vaso lleno hasta los bordes. Luego, en este orden, un brusco estallido y un grito de furia y dolor. Borracho, pensó cansadamente Mamá. Después le tocó a la rubia de bikini blanco con un gran trasero: acrobacia. Mamá se preparó para irse. Le dio un codazo a John y señaló severamente con el dedo índice el final del corredor. No tuvo respuesta. Le pellizcó el muslo, la blanda parte interna que siempre estaba tan lastimada y cuarteada, por fin los dos se levantaron.
– Siéntese, señora -dijo una voz detrás de ella. Se volvieron y se enfrentaron con varias caras fruncidas por el enojo. Caras masculinas, una con un cigarrillo en la boca, que decían: “Muévase, mujer, déjenos ver”. Y no pudo decir cómo sucedió. A veces John se ponía así. Dejaba escapar una especie de relincho, tenía arcadas, y simplemente se desplomaba sobre los que tenía adelante. Se tumbó una silla y John cayó panza abajo, estrellándose contra el suelo. Y por supuesto tuvo que escuchar sus risas hasta que llegó el camarero a ayudarla con ese chico…
Esa noche John no tuvo biberón. Había que ponerse firme. Pero hasta medianoche gimió cada vez que tomaba aliento… hasta bien pasada la medianoche. Y Mamá se lo dio. Sus manos se tocaron. De todos modos lo tenía listo. Siempre lo tenía, siempre lo tendría listo.
Ahora el barco se acercaba a tierra, a Gibraltar y a la costa del Mediterráneo. Y ahora esas entidades conocidas como países extranjeros se presentarían para su inspección… desde las cubiertas llenas de gente y de ruido donde Mamá y John dormitaban y miraban y sollozaban. Desde un aparato se oían grabaciones con descripciones de viajes. A Mamá le daba mucho trabajo entender lo que decía el hombre. Se limitaba a darse vuelta y mirar con un débil, “¡Mira, John!” ¿Qué había allí? Terrazas que brillaban al sol, salpicadas de elegantes villas blancas. Puertos distantes, colonias otrora prósperas donde todavía zumbaban algunos viejos insectos. Una ladera gastada donde aún esperaban unos pilones torcidos. Y ese extraño pedazo de costa sagrada: la línea de las islas como las vueltas de una serpiente de agua, los acantilados blancos que se alzaban, desconcertados, ante la cubierta del barco, una planicie rosada en medio de nubes grises… todo real y muy antiguo, sin duda, todo cuarteado, grande, indistinguible.
¡Ah, pero estaban los recuerdos! ¡Claro que había recuerdos! En la noche 007 el contador la había invitado a bailar. Dos números: Sólo se vive dos veces y Vive y deja morir. La noche del casino perdió treinta cinco libras pero luego jugó a su número de suerte y ganó, de manera que casi quedó igual. El premio era una botella de Asti Espumante. El señor y la señora Brine recibieron una copa, y también Drew, y también Mamá… al aire libre, bajo las estrellas. ¡Ah, ese Asti… tan dulce, tan cálido!
En el curso del viaje el barco se detuvo en cinco ciudades clave. Pero la regla de Mamá era no bajar del barco. No bajar nunca del barco. ¿Qué le importaba a John Sevilla? ¿Y Delphi? Había que quedarse a bordo. Estaba bien quedarse a bordo. Muchos otros hacían lo mismo. Y los que se aventuraban a bajar a la costa a menudo se arrepentían de su error. Por ejemplo los Brine desembarcaron en Trieste e hicieron la excursión de un día a Venecia; pero se perdieron y se equivocaron de tren para volver y esa noche llegaron a los tumbos en un taxi que los dejó en la escalerilla del barco cuando éste estaba a punto de zarpar. Y el barco hubiera partido sin ellos, a nadie le cabía duda. Al día siguiente el señor Brine trató de tomárselo a risa, pero la señora Brine no. Llamaron al médico y apenas salió de su camarote hasta que pasaron por Gibraltar en el camino de regreso.
La última parada fue en algún lugar de Portugal. Un breve paseo en autobús por la costa hasta una playita, y a un precio tan modesto…
– ¿Te gustaría bajar a tierra, John? -preguntó Mamá distraídamente, mientras se sentaban en el Robin's Nest-. Allá. En tierra. Mañana.
– Gur -respondió John de inmediato. Y asintió.
– Así que te gustaría ir a tierra -musitó Mamá, pensando que sería bueno poder decirle (a alguien, a cualquiera) que una vez habían puesto el pie en suelo extranjero.
Pero fue uno de los días malos de John. El camarero les trajo el té con los bizcochos una hora antes, como se lo pidieron, pero, para empezar, parecía que John no podía levantarse de su litera. Con calma, con ironía (por supuesto esto ya había pasado antes), Mamá hizo lo que siempre hacía en primer lugar cuando John estaba difícil. Le preparó el biberón, lo agitó vigorosamente -ese violento ruido de alguien que se ahoga- y forzó la tetina entre los labios de John. Los labios de John se retrajeron y la miró… de tal manera que le hizo pensar que ya estaba mirándola, mirándola con los ojos cerrados. John le hizo caer el biberón de la mano y dejó escapar un gemido de… ¿de qué? ¿De miedo? ¿De furia? Mamá parpadeó. Esto era nuevo. Luego recordó con alivio que la noche anterior le había dado un biberón extra. No, uno y medio, para calmar su inquietud poco habitual. Tal vez se le habían ido las ganas de ir, eso era todo. Pero ahora no se podía volver atrás, con la excursión comprada.
– Vamos, hijo -le dijo-. Tomó una de sus piernas húmedas y la arrastró al piso del camarote.
Como un espejismo de fuerza y calor los autobuses de la excursión vibraban junto al muelle. Bajaron centímetro a centímetro por la planchada y subieron al Iberia: el asfalto se derretía. Los primeros a bordo, pensó mamá, mientras cambiaban el olor a barco por el olor a autobús. Pasaron cuarenta y cinco minutos sin que sucediera nada.
Con esas temperaturas… El sistema de refrigeración extranjero expelía calor al aire. John parecía ensordecido por el rayo de Sol que lo pegaba a su asiento. Mamá lo miró: tenía el biberón listo pero lo guardaba astutamente hasta que salieran de los muelles y estuvieran en el camino de la costa. Él extendió una mano. Más adelante, los autos de metal líquido se alineaban en lo alto de la colina e instantáneamente el reflejo rebotaba en sus ventanillas. John logró beber dos tragos, tres. El biberón se balanceaba entre sus manos como un pan de jabón.
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