Félix Palma - La hormiga que quiso ser astronauta

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La hormiga que quiso ser astronauta: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando las preocupaciones podían extirparse con anguilas modificadas con Quimicefa, y tus amantes incluían a una pintora que era, literalmente, tu alma gemela, y a un ángel (bueno, un serafín) exiliado del Cielo. Cuando los repartidores de pizzas conspiraban para escribir tu biografía no autorizada, y una vieja grabadora trucada podía servir para recuperar y extraer sentido de las palabras dichas en una ruptura. Cuando La Muerte recorría la ciudad con una lista de víctimas que, si eras lo suficientemente rápido, podías alterar. Cuando las hormigas aspiraban a alcanzar las estrellas. ¿Lo recuerdas? ¿Sí? Ahora, ¡despierta!

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Me levanté con cuidado de no cortarme con los afilados añicos a que habían quedado reducidas las bombillas y me serví del pie para disimular el estropicio bajo la mesa. Me sondeé interiormente: nada; es decir, todo. Todo seguía allí. Un nubarrón oscuro y mísero como un quiste del alma. Me encogí de hombros, abatido. La rutina había acabado por robarle a aquel acto todo el contenido terapéutico de los primeros intentos. Recordé con nostalgia aquellos amagos de suicidio de mi adolescencia, allá en el pueblo, cuando regresaba del instituto con algún suspenso inesperado o la risa despectiva de alguna chica a la que a partir de ese día prohibiría la entrada en mis sueños. Recordé qué fácil resultaba olvidar que momentos antes había aflojado la lámpara del salón y vivir cada paso del ritual como una verdadera despedida de la vida, y cómo luego, una vez atontado sobre la alfombra, junto a la lámpara hecha pedazos, yo era el primer sorprendido de seguir vivo. Entonces me invadía aquella sensación bienhechora: me asomaba por la ventana, miraba los chalets de enfrente, los campos lejanos, el cielo, y todo, incluso los vecinos que, ocupados en alguna trivialidad, se exponían en aquel momento a mi mirada renovada, absolutamente todo, me inculcaba de repente un apego increíble por la vida. Sí, aquél era el objetivo de tales suicidios amañados, reponer fuerzas, acercarme tanto a la muerte que su fétido aliento me hiciera descubrir que al darme a ella no sólo me liberaría de las odiadas circunstancias que encorsetaban mi vida, sino que también perdería los momentos agradables, escasos y breves, pero que ahora se me revelaban como imprescindibles: el olor que quedaba en el jardín después de la lluvia, las barbacoas familiares, la promesa que había en la sonrisa de aquella chica de la clase de al lado, momentos en los que uno podía llegar a resguardarse y hacer planes de rebelión.

Me convertí en un adicto al suicidio. Sin embargo, cuando mis padres se hartaron de reponer la lámpara del salón -que tendía a desplomarse aproximadamente una vez al mes a pesar de que el encargado de instalarla jurase y perjurase que resistiría el bombardeo de Pearl Harbour- y sortearon el problema adquiriendo una lámpara de pie, me invadió un estado de pánico incontrolable. Decidí entonces confesar, implorarles que volvieran a las lámparas de techo, que necesitaba colgarme de ellas con cierta periodicidad para ver la vida con optimismo, pero fue aún peor. Mis padres cambiaron todas las lámparas de casa por esos malditos apliques tan de moda en aquella época, aplanados y como encogidos contra el techo, sin un miserable saliente donde improvisar un patíbulo casero en momentos de necesidad.

Ahora ya no era lo mismo, sobre todo porque era yo quien debía pagar las bombillas. Lo seguía practicando de vez en cuando, pero ya no sentía ningún efecto. La vida, una vez muerto, seguía pareciéndome la misma mierda. Si al menos quisiera morir, pero, ¿qué podía hacer cuando lo único que quería era no vivir?

El buscar algo que echarme al estómago me abatió aún más. Estos días había descuidado un poco mi abastecimiento. No encontré nada que llevarme a la boca, y deseché la idea de pedir una pizza: no iba a ponérselo tan fácil al maldito repartidor. Lo único salvable de la exposición de fósiles en que se había convertido mi frigorífico era un cartón de leche medio vacío. Dio para un vaso. Me lo serví y lo coloqué sobre la mesa. Luego me dediqué a mirarlo como a una especie de ídolo, debatiéndome si hacer o no una excursión en pos de la caridad vecinal. Me planté ante el espejo del baño y restauré mi aspecto en lo posible. Tras patearme varias plantas, una vecina me reconoció como ese chaval tan raro del ático y se dejó conmover por mi famélico estado. Regresé al apartamento con un paquete de magdalenas.

Me senté ante la mesa, cogí una y la liberé de esa especie de concha de papel que traen. La remojé brevemente en la leche, evitando engorrosos desmoronamientos que me conminaran a rebuscar en la pila del fregadero alguna cuchara de la que no había tenido la precaución de proveerme, abrumado por los tristes días que había pasado y por la perspectiva de otros tan melancólicos por venir, y le propiné uno de esos mordiscos tímidos, casi amatorios, que nos exigen las magdalenas. Pero en el mismo instante que aquella masa esponjosa tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Me invadió un placer delicioso que hizo que las vicisitudes de la vida me resultaran indiferentes, que volvió inofensivos sus desastres e ilusoria su brevedad, que me encaramó de súbito a un podium ficticio; una sensación muy parecida a la repentina y fugaz investidura de poder de las eyaculaciones. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal.

Estudié el dulce. Aquella alegría indescriptible provenía de la magdalena, pero la excedía en mucho, y resultaba difícil de creer que fuese de la misma naturaleza. Di varios bocados más, hasta comprender que la causa de aquella sensación indefinible no estaba en ella, sino en mí, en las abisales profundidades de mi alma. Desentendiéndome de los ruidos del mundo, cerrándome al vacío como un bote de mayonesa, emprendí la caza de aquella impresión fugitiva. La noté revolverse en mi interior, alzarse lenta y trabajosamente, abriéndose paso entre muchos otros residuos sensitivos.

Surgió justo cuando dejé de forcejear contra mi alma y me recliné en la silla, ofreciéndome de nuevo al mundo y sus refinadas torturas. El sabor del dulce me transportó en volandas a las mañanas dominicales de mi infancia cuando, persuadida por ese ritmo lento y como desafinado de los domingos, mi madre decidía desplazar el desayuno a la mesa del jardín, y allí, entre planes de playa y periódicos hojeados sin prisas, a pesar de que nada es ni será ya lo mismo, a pesar de que muchos otros sabores han ido ultrajando su inocencia gustativa, poblaba mi boca el mismo sabor que, porque así lo ha dispuesto la vecina del quinto, ahora vuelve a invadirla. Ver la magdalena no me había recordado nada, quizá porque al contemplarlas continuamente expuestas en los escaparates de las pastelerías habían acabado por disociarse de mi infancia, como yo mismo. Ahora, sin embargo, como si de una insondable chistera se tratase, surgían de mi vaso de leche los días tiernos y negligentes de mi infancia, la pubertad indeseada y el atolondramiento pospubertad, todo aquel tiempo perdido y sin querer encontrado.

Siempre que miraba hacia atrás en el tiempo me sobrevenía la misma sensación de impotencia, un ansia inevitable por rectificar cada desatino cometido que acababa por convertir la remembranza en un acto de puro sadismo. Me veía a mí mismo con una mezcla de afecto y repulsión, golpeado por las circunstancias, patéticamente feliz en los momentos de calma que precedían a las tormentas. Era como desentenderse de lo vivido, como si todo aquello fuese obra de otro y no mía, quizá de algún impostor que tenía por encargo sabotearme la existencia; y lo mas aterrador de todo era que aquel rechazo sistemático de episodios se prolongaba, implacable, hasta el presente, apenas frenando levemente dos o tres años antes de alcanzarme. Me pregunté, horrorizado, si un par de años hacia delante, renegaría de este momento, de este entramado de acciones y pensamientos que yo era ahora y del que creía enorgullecerme. ¿Era eso lo que llamaban encontrarse a sí mismo, ir repudiándose a través de los años, no estar satisfecho nunca con las propias acciones, ni tan siquiera al día siguiente de haberlas realizado, ni siquiera una hora después, un minuto, ni siquiera antes de realizarlas?

Si alguien decidiera, como si de perniciosos libros de caballería se tratase, quemar mi adolescencia en una pira, sólo me tomaría la molestia de salvar tres volúmenes, los correspondientes a los tres veranos consecutivos que pasé en compañía de Luke Skywalker; e incluso del último de ellos, también donaría a las llamas sus capítulos finales.

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