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Jean-Pierre Luminet: El enigma de Copérnico

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Jean-Pierre Luminet El enigma de Copérnico

El enigma de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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De las callejuelas de Cracovia a las universidades de Bolonia y Florencia, los talleres de Núremberg y los pasillos del Vaticano, la vida de Nicolás Copérnico, astrónomo, médico y canónigo polaco, transcurre en el turbulento siglo XVI. Los caballeros teutónicos libran sus últimas batallas, los reinos buscan nuevas alianzas, la Reforma comienza a agrietar la unidad de la Iglesia y, en medio de todo ello, Copérnico refuta las teorías de Tolomeo y Aristóteles sosteniendo que el Sol es el centro del universo.

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No por ello terminaron las rapiñas y el bandidaje de los caballeros teutónicos, sus asesinatos y violaciones. Como fantasmas ensangrentados de las edades oscuras, siguieron siempre al acecho de las cuatro sedes episcopales prusianas y de las ricas tierras sometidas al rey de Polonia, de las que las villas de Danzig y Thorn no eran las joyas de menos brillo. Esa fortaleza austera, con su ajedrezado de calles rectilíneas, era frecuentada por los mercaderes de la Hansa, que volcaban en ella, descendiendo con sus barcos por el río, toda clase de riquezas venidas de Italia. De esos comerciantes uno de los más prósperos era el padre de Nicolás, llegado hasta allí desde Cracovia para abastecer a la Liga prusiana, aliada de Polonia en la tarea de combatir a los caballeros teutónicos.

Sería un error, Johannes, creer que los burgueses de aquella época se parecían a los que conocemos, que engordan detrás de sus mostradores. Eran hombres de armas, audaces, capaces de arriesgar su vida por un gulden o un zloty de más. Copérnico padre se casó con la hermana de uno de sus compañeros de armas, Lucas Watzenrode, burgomaestre de la ciudad, comerciante también él, pero sobre todo un eclesiástico que manejaba la espada con más vigor que el hisopo o el ábaco.

De esa mujer lo ignoro todo, excepto su nombre, Bárbara, y Rheticus apenas sabía nada más. Su marido le dio cuatro hijos. Dos varones, Andreas, el mayor, y Nicolás, el menor, y dos hembras de las que tampoco sé nada más que una de ellas se casó con un notable de Danzig y la otra ingresó en un convento. Como sabes, a mi maestro Rheticus no le agradaban las mujeres y no sentía interés por ellas. En cambio, siguiendo la moda de Grecia y de Platón, le atraían los jóvenes bien parecidos. Yo lo era, y me costó bastante sustraerme a sus atenciones durante el año que pasé a su lado. Mi condiscípulo Valentin Otho no compartía mi repugnancia por esas prácticas, de modo que cedió y se convirtió en su discípulo favorito. Vivíamos entonces una época voluble, en la que cada cual organizaba su vida en función de sus gustos y sus placeres.

Bárbara, la madre de Nicolás Copérnico, murió en el parto de su hija menor, y el padre falleció cuando su segundo hijo sólo tenía diez años. Su tío materno, Lucas Watzenrode, acogió entonces a los cuatro huérfanos bajo su tutela, hacia la misma época en que se convertía en el hombre más poderoso, no ya de Thorn, sino de toda Prusia. Y tan pronto como el cargo quedó libre, el rey de Polonia, que lo estimaba por haber combatido a su lado contra los teutónicos, asignó a aquel hombre de treinta y seis años el obispado prusiano de Ermland. Con la bendición del Papa, naturalmente. La elección era la mejor posible. Lucas era un guerrero heroico pero además un sabio en gran número de materias, en épocas de paz; y poseía tanta energía en la batalla como habilidad en la diplomacia. Ermland, fronteriza con Prusia, mantenía su independencia respecto de su soberano el rey de Polonia, y el nuevo obispo tenía la ambición de convertir su dominio en una Florencia del Norte, de la que él mismo sería el Médicis. Se le habría podido llamar Lucas el Magnífico. Ese sobrenombre habría infundido mayor terror aún a sus enemigos teutónicos, que decían de él que era el Diablo encarnado y rezaban todos los días para pedir al cielo su muerte. Alegaban que era un tirano brutal, venal y disoluto, calificativos que no suscribo: ellos lo hicieron a su imagen y semejanza. Es cierto que tuvo concubinas que le dieron por lo menos dos bastardos, uno de ellos Philip Teschner, al que educó con tanto cuidado y cariño como a sus cuatro sobrinos huérfanos. Pero no hacía nada distinto de los príncipes de la Iglesia en su época, ¡empezando por los pontífices! Y podría muy bien decirse que en aquellos tiempos la castidad no era para el clero la norma, sino la excepción. Hubo que esperar aún muchos años para que Martín Lutero, al casarse, pusiera fin a una situación absurda, ¡y aquello escandalizó mucho más a los hipócritas que sus noventa y cinco tesis!

¿Cómo fue la infancia de Nicolás, en la villa bien protegida y próspera que era entonces Thorn? ¿Pasó largo tiempo entristecido por la muerte de sus padres, o por el contrario se consoló rápidamente gracias a ese tío afectuoso junto al que vivía con su hermano, sus hermanas y los hijos de su tutor, durante un tiempo en su ciudad natal y más tarde en el palacio episcopal de Heilsberg? Ese palacio estaba situado a pocas jornadas de camino a caballo o en barco, siguiendo un afluente del Vístula.

Sabemos quién fue su primer preceptor: un joven bachiller tan pobre como erudito, del que se decía que era también hijo bastardo del obispo: Bernard Soltysi, que adoptó el nombre latino de Sculteti al ser nombrado secretario del cardenal Giovanni de Médicis, antes de ser su capellán cuando aquel gran señor florentino fue elegido Papa con el nombre de León X. Sin duda las enseñanzas de Soltysi fueron excelentes, porque Nicolás fue enviado a la universidad a la edad de dieciocho años.

La Universidad Jagellon de Cracovia era entonces una de las más prestigiosas de la Cristiandad, al menos en nuestros países septentrionales. Estaba abierta a los vientos que soplaban de Italia, portadores de las traducciones latinas de Platón por Ficino, y de los autores árabes por Pico della Mirandola, que afirmaba que «nada existe en el mundo más admirable que el hombre». El rey Casimiro IV, que apenas sabía escribir su nombre, leer y contar, quería ser el nuevo mecenas del Vístula, y estimulaba a los artistas incluso a pintar a la manera italiana. Así, hizo venir de Nuremberg al famoso Stoss, que creó el admirable y gigantesco retablo del altar mayor de la catedral, y ayudó económicamente al cronista Jan Dlugosz a escribir su Historia de Polonia, mientras los impresores de la ciudad sacaban de sus cajas tantas matrices de plomo con caracteres latinos como griegos o cirílicos.

Lucas acompañó con gran aparato a sus dos sobrinos y a su bastardo Philip hasta Cracovia, más cómodo montado a caballo, con la espada golpeando contra su muslo, a la cabeza de su nutrida escolta, que en su pesada carroza que lucía las armas del obispado de Ermland. Las puertas de la ciudad real se abrieron de par en par para acoger como merecía a uno de los señores más poderosos del reino. Desde lo alto del caballo que caracoleaba junto al vehículo en el que por fin había consentido el obispo instalarse para hacer su entrada en la ciudad, Nicolás se sintió deslumbrado por el esplendor de la capital. En lo alto de la colina, el inmenso castillo Wawel y el campanario de la catedral de San Estanislao relumbraban con mil destellos bajo el sol del verano, mientras que al pie de las murallas se agolpaban las aguas tumultuosas del Vístula.

El cortejo del obispo de Ermland ascendió por la calle mayor, que se abría a una plaza inmensa rodeada de palacios de una blancura suntuosa, con arcadas llenas de gracia. Delante, los puestos del mercado parecían ofrecer a una multitud de paseantes todos los frutos, todas las especias, todos los paños del mundo. Y Nicolás se decía que la austera fortaleza de Thorn no era más que una aldea rústica en comparación con tanto bullicio y esplendor.

Su tío lo arrancó de su ensueño al pedirle que volviera a subir al coche para entrar en el recinto del castillo real. Luego despidió a la escolta, que se dirigió a su residencia, situada en la ciudad baja.

Si visto desde abajo Wawel parecía una fortaleza tosca, una vez cruzado su gran portal guarnecido, se tenía la impresión de entrar en el palacio del Gran Turco en Constantinopla. Se sucedían uno tras otro los patios, con uno o dos pisos de peristilos con columnas esculpidas como si fueran de encaje, y en el centro de esos claustros manaban fuentes que surgían de un estanque circular, o flotaban nenúfares coronados por flores rosas y blancas. Falanges de señores, que Nicolás consideró de la alta nobleza por la riqueza de sus atuendos, se apartaron de la compañía de bellas damas que protegían bajo parasoles su piel delicada de los rayos del sol de agosto, para ir a inclinarse ante el obispo y recibir una bendición trazada en el aire con dos dedos, con una desenvoltura que complació a Nicolás, que se dio cuenta con orgullo de que su tío era un personaje muy poderoso.

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