– Querrás hablar con tu padre, si hay línea -dijo el padre de Heather desde el sillón reclinable, en la sala iluminada por el resplandor del televisor. Habló sin apartar la vista de la pantalla. Nueva York estaba a oscuras y en llamas.
El teléfono sonó cuatro veces antes de que el padre de Dylan descolgara.
– No quisiera estar en la calle Fulton -dijo Abraham Ebdus-. Aunque aquí no pasa nada, solo algunos locos que gritan. Ramírez ha aparcado la ranchera en la acera para proteger el aparador de la tienda. Le veo allí de pie, con un bate en las manos. Supongo que se llevará una desilusión.
Dylan estuvo a punto de preguntarle por Mingus, pero no lo hizo.
– Ha hecho muchísimo calor, una suerte. Estoy en el estudio, pintaré estrellas, nunca las ves. O pintaré a Ramírez. Estaré bien, no te preocupes.
– Vale.
– ¿Tú estás bien, Dylan?
– Claro.
– Pásame a la señora Windle.
Dylan pasó el teléfono y se volvió hacia Heather. Para demostrar que procedía del lugar de los disturbios, dijo:
– No es para tanto. -Y luego, un poco a tontas y a locas, añadió-: En realidad, esas cosas pasan constantemente, solo que normalmente no salen en las noticias. -El comentario atrajo una mirada de desconcierto de la madre de Heather, que acababa de colgar el teléfono.
La televisión no volvió a hablar del apagón. Sin embargo, las fugaces imágenes de cristales rotos y gente corriendo contradecían la versión del padre de Dylan. Dylan, metido en la cama, soñaba despierto con la ciudad en llamas.
Mientras la señora Windle hacía la compra, ellos tres se dirigieron juntos al expositor de revistas del pasillo ancho y de iluminación blanca del supermercado. Allí Buzz subrayó su indiferencia por el nuevo orden. Dylan y Heather se arrodillaron frente al estante de los cómics y murmuraban bajito. Dylan le explicaba pacientemente a la chica los misterios de los Inhumanos de la Marvel mientras Buzz hojeaba revistas sobre coches trucados y el High Times ; después se alejó.
Cuando Buzz se marchó, Dylan vio que le seguía una mujer de mediana edad con un delantal azul sucio y un marcador de precios colgando de una mano como si de la Luger de Harry el Sucio se tratara. La mujer se apoyó en la cadera para seguir el avance de Buzz al girar la esquina del pasillo y luego salió tras él. Dylan sonrió para sus adentros y volvió a concentrarse en los cómics. Heather no se había enterado de nada.
Seguido en una tienda como un negro.
Parado en la caja detrás de la señora Windle, Buzz se esforzaba en aparentar inocencia, encogiéndose de hombros, toqueteando un estante de chicles, dando conversación, pero condenado al fracaso. La mujer de la pistola y un encargado calvo y serio esperaban cerca de allí, en una caja cerrada, aguardaban a que se hiciera oficial, a que Buzz se dirigiera a la salida sin dejar en la cinta transportadora lo que fuera que llevara en los pantalones o en las mangas. Solo la señora Windle y Heather se sorprendieron cuando el encargado los acorraló justo después de cruzar las puertas automáticas.
– Lo siento, señora Windle. -El encargado entornó los ojos por la luz del sol; hablaba en un tono que expresaba que lamentaba lo inevitable-. Tenemos que pedirle a Buzz que pase un momento a la trastienda, por favor.
– Oh, Buzz -gimió la señora Windle.
Buzz fruncía los morros con aire socarrón, cambiando el peso de pierna, atrapado en un guión demasiado tonto para resistirse.
– ¿Por qué no venís también vosotros, jovencitos? No puede haceros ningún daño aprender la lección.
En un despacho estrecho y sin ventanas contemplaron cómo Buzz devolvía obediente las revistas Hot Rod y Penthouse y una caja de cartuchos de escopeta del pasillo de caza y pesca.
– La última vez quedamos en que la siguiente avisaríamos al sheriff, Buzz.
– Di algo -ordenó la madre de Buzz.
– Yo sí que debería avisar al sheriff después de cómo me trató Leonard la última vez -musitó Buzz-. Mierda, ni siquiera debería seguir viniendo a este sitio.
– En eso llevas razón, Buzz, no deberías volver. Y Leonard no tiene nada que ver.
– Bueno, pues no sé qué decirte -dijo Buzz, localizando la causa en la que concentrarse-. Tienes que tener unas palabras con él para que me deje en paz.
– ¿Qué te ha dicho Leonard? -preguntó el encargado, ruborizándose de modo instantáneo.
– Vosotros id a esperar al coche -dijo la señora Windle, señalando a Heather y Dylan con la cabeza.
Condujeron en silencio, Buzz en el asiento del acompañante del Rambler, sacando sin demasiado entusiasmo codo, cabeza, cuello y cuanto pudo por la ventanilla mientras su madre se aferraba con rabia al volante. Heather y Dylan se desplomaron en el asiento trasero e intercambiaron miradas por debajo del horizonte que marcaba el largo asiento de delante. Dylan se levantó la camisa como en un striptease y sacó un ejemplar del número siete de Los Inhumanos y las dos chocolatinas Crunch que llevaba enganchadas en la cinturilla. Heather abrió mucho los ojos y se tapó la boca con la mano. Ya en casa, se comieron las dos chocolatinas en el desván mientras en la planta baja Buzz se las veía con su padre.
Vermont era permeable a las costumbres de Brooklyn. En realidad no había nada más simple que robar las chocolatinas y el cómic mientras Buzz representaba el papel de chico negro atrayendo todas las miradas.
Mingus habría dicho que Buzz había hecho de cebo para Dylan.
Las tardes eran de una falta de actividad aturdidora. Dejabas la bicicleta en la hierba o la gravilla, dondequiera que te aburrieras de ella, te quitabas la camiseta y las chancletas y volvías a nadar, puesto que, para empezar, habías montado en bici para que se te secara el bañador. Los pechos de Heather eran ciruelas en las sisas de sus camisetas sin mangas y siempre cabía la posibilidad de disfrutar de otra toma desde un ángulo distinto. Coleccionabas imágenes hasta que la forma supuesta te quemaba los ojos, reforzando la obsesión como un anuncio que hubieses pasado constantemente por alto hasta el día en que te hizo falta: el de los Sea-Monkeys o el de las Gafas de Rayos X.
Los pulgones y las meteduras de pata, unos y otras se solucionaban por inmersión.
Dylan mencionaba que en agosto cumpliría trece años al menos dos veces al día.
En aquellas tardes húmedas, infestadas de bichos, con la casa, el estanque, el campo y el patio delantero de grava solos para Dylan y Heather, resultaba natural que los dos se desparramaran un momento en traje de baño en el sofá, dejando las marcas de sus culos mojados una junto a la otra, jadeando y riéndose como histéricos, y al momento siguiente se arrodillaran sobre las sillas de la cocina a agitar un Tupperware lleno de limonada en polvo y agua fría del grifo. Igual de probable era que después transportaran vasos con hielo al desván, que la luz del día inundaba de una nube psicodélica de polvo flotando en el sol sesgado.
Medio desnudos, volvían a tumbarse juntos sobre la colcha de cuadros a chupar cubitos.
– No me siento los labios.
– Yo tampoco.
– Prueba esto.
– ¡Qué frío!
– Ahora tú.
La premisa ciudad versus campo les permitía fingir que todo era una sorpresa. Quizá en Nueva York el hielo no funcionaba igual.
– Da un beso donde lo he dado yo.
Una pausa, después un intento.
– No noto nada.
– Bésame en los labios.
Aunque habían estado frotándose los labios helados contra las muñecas, el primer beso fue un roce, un besito de gorrión.
– Tengo los labios atontados…
Soltaron una carcajada.
– Vale, otra vez.
– Ah.
Heather había cerrado los ojos.
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