Dylan aceleró sus silenciosos movimientos a cámara lenta por el cuerpo de goma de Heather, por el bañador rojo y las piernas blancas como la leche bajo aquella luz entre amarilla y esmeralda. Heather se mantuvo a flote pedaleando, pero no le esquivó. Dylan la asió de la cintura con un brazo y apretó su boca contra el estómago de Heather. Una mano fugaz encontró un pecho. Heather no se revolvió, ni siquiera le apartó. Por lo visto, cualquier cosa que pasara bajo el agua quedaba entre Dylan y el cuerpo de ella.
Cuando Dylan salió a coger aire y los dos se tumbaron en el muelle, goteando y jadeando mientras se protegían los ojos del sol con las manos, Dylan dijo:
– Tengo que enseñarte una cosa.
– ¿Qué?
– Es una sorpresa.
De todos modos, tenía pensado mostrarle el traje ese día. Pero además ahora parecía una corrección a las tonterías que decía Buzz.
– ¿Dónde está?
– Coge la bici y ve por unos Mountain Dew. Nos encontraremos aquí, a la vuelta.
Heather asintió, embelesada, sin malicia.
Dylan se puso el anillo y se colocó el traje hecho un fardo bajo el brazo en el cuarto de invitados de los Windle. Presa de la paranoia de ser descubierto, cruzó la cocina andando de lado y se escabulló a campo traviesa.
Ya en el muelle, extendió el traje y lo contempló por primera vez desde el viaje en autobús desde la ciudad.
Había conseguido que su padre le enseñara las sencillas puntadas con las que lo había cosido sin contarle para qué quería aprender. La capa, cortada de una sábana vieja del Dr. Seuss con estampado de Un león chupando una piruleta de limón , estaba enganchada a ambos lados del cuello de la camiseta azul celeste que formaba el cuerpo del traje. Había centrado el león lo mejor que pudo en la capa, le parecía un logotipo adecuado por enigmático. Había alargado las mangas de la camiseta con dos llamativas perneras a rayas cortadas de unos pantalones de pata de elefante de su madre, rescatados de un montón del fondo de su ropero que solo Dylan visitaba a veces. Colgaban majestuosamente, las manos de Dylan asomaban entre un flequillo de hilos como el badajo de una campana. Poco práctico, pero era solo un prototipo. Un modelo. Había alisado el pecho de la camiseta sobre un cartón y lo había decorado con el Spirograph, empleando las anillas herrumbradas y las ruedas dentadas, una tarea tosca de resultados imperfectos. El emblema consistía en un círculo oscilado, el camino cada vez más ancho de un átomo trazado mil veces en el espacio para formar bandas de poder. Aunque, desde dondequiera que se mirase, acababa pareciendo un cero gordo.
El chico de ciudad se puso la elaborada vestimenta y esperó de pie en el muelle rodeado por un velo de minúsculos insectos.
Al poco rato apareció la chica en lo alto del sendero con dos botellas verdes traqueteando frente a su barriga y la cabeza gacha para ver qué pisaban sus pies desnudos.
A los pies de las rocas, dejó las botellas de refrescos en la hierba y se quedó de pie observando el traje.
– ¿Y bien?
– ¿Qué es eso?
– ¿A ti qué te parece?
La chica no parecía saberlo.
Dylan ahuecó la capa con los codos, deseando que corriera el viento. El peso de la capa tiraba del cuello de la camiseta hacia atrás, y se le clavaba en la garganta: un fallo de diseño. La próxima capa la cosería a los hombros.
– En realidad yo soy este.
Ella siguió sin decir nada, se limitó a quedarse donde estaba.
– Aeroman.
– ¿Y ese quién es?
– Significa «hombre volador». Dylan Ebdus es mi identidad secreta.
Heather, con el ceño fruncido, dijo:
– Bueno, pues a mí no me gusta.
– ¿Cómo?
– Es raro.
– Cuando lo termine también me cubrirá las piernas. Esto es solo la parte de arriba.
– ¿De dónde lo has sacado?
– Lo he hecho yo. -No dijo nada del anillo, ni de Aaron X. Doily.
Heather empujó los Mountain Dew, las botellas iluminadas por el sol proyectaban sombras verdes sobre los dedos desnudos de sus pies.
– Bueno, soy yo -dijo Dylan, categórico.
Cayó entonces en la cuenta de hasta qué punto quería que Heather se lo contara a su hermano para que Buzz comprendiera que no podía presuponer nada de Dylan ni de Brooklyn.
Heather se sentó con las piernas dobladas en la hierba. Dylan se quedó de pie, buscando todavía alguna señal de que la chica comprendía la importancia de lo que le estaba enseñando.
– ¿Dylan?
– ¿Qué?
– Si te quedaras aquí, no tendrías que ir a un colegio privado.
Dylan estaba estupefacto. Aquel comentario era tan irrelevante y asombroso que no sabía por dónde empezar a contestarle.
– No me voy a quedar -dijo, simplemente, quizá con algo de crueldad.
De pronto Heather se levantó, con la cara roja e impresionada, como si Dylan la hubiera abofeteado.
– Quítatelo -dijo la chica-. No me gusta.
– No.
Heather se encaminó hacia el sendero, abandonando las botellas en la hierba.
– ¿Y la sorpresa? -preguntó Dylan.
De repente se levantó la brisa y la capa ondeó y chasqueó a la perfección a la espalda del chico, como una bandera en un estadio.
– Me da igual -dijo ella, sin volverse.
– Si todavía no te la he enseñado… -aulló Dylan, pero Heather se había marchado.
De todos modos, al cabo de un rato se dirigió al final del muelle, flexionó las rodillas, estiró los brazos con las manos apuntando hacia delante, preparándose para lo que llevaba semanas planeando. Tal vez Heather lo estuviera observando desde lo alto, al principio de la pradera; podía ser. O no, ahora no importaba. No necesitaba que le conocieran en Vermont, ese lugar nulo cuya valía se medía por la distancia que lo separaba de la ciudad y su utilidad como reconstituyente, un sitio donde organizar tu actuación antes de regresar al mundo real. En el caso de Dylan, un lugar donde prepararse para tener trece años en la ciudad, para besar a chicas de ciudad, para ser el chico volador en lucha contra el crimen, cosas del todo incomprensibles para cualquiera de Vermont.
Dylan se lanzó al aire. Al ejecutar un circuito de flipper, como una de esas libélulas que volaban unos centímetros más arriba, la superficie reflectante le deslumbró. Practicó en la orilla más alejada para no marearse, volaba cerca de tierra y se alejaba, rozando las hierbas más altas, levantando una explosión de zapateros que dormitaban entre las raíces.
Dio dos vueltas al estanque. Cuando aterrizó corriendo en el muelle se clavó una astilla en el talón: no hay que volar nunca sin el calzado adecuado. Y las puntas de la capa se habían empapado. Así de cerca había estado. Por tanto: a ) calzar zapatillas deportivas, b ) coserle un dobladillo a la capa. De una u otra manera, siempre se está aprendiendo alguna cosa.
La iglesia era un garaje situado tras una cerca blanca que no engañaba a nadie al fondo de la avenida Dekalb, una cerca pegada a la acera de pizarras rotas y calzada entre una fundición y la tienda de un fontanero. Los sábados la fundición trabajaba a pleno rendimiento, indiferente a los servicios que se celebraban en la puerta de al lado; la persiana metálica levantada dejaba a la vista a un hombre con máscara de soldador atacando la reja de una ventana con un soplete mientras las chipas saltaban al suelo de cemento. En la misma manzana había también un taller mecánico con un calendario de chicas de 1967; una tienda de «discos» con el aparador empapelado con fundas vacías de vinilos para evitar que se viera el interior desde la calle y proteger a los vendedores de lo que muy probablemente no eran discos; y dos establecimientos de comida preparada con carteles de Coca-Cola de los años treinta intactos con grabados de nombres ya olvidados. La iglesia, un edificio de hormigón encalado con la fachada decorada con un cartel de hojalata pintado a mano en el que se leía «SALÓN DE DIOS, “EN SU SENO ENCONTRAMOS LA REVELACIÓN”, REV. PAULETTA GIB» y una estrella de David dorada, era sin lugar a dudas un garaje donde al abrirse las puertas de contrachapado se veían cinco filas de espaldas y cabezas de hermanas sentadas en sillas plegables de cara a la mujer del micrófono que ocupaba la parte delantera de la sala. Lucía un sol de agosto abrasador que cocía a los feligreses. Se habían aflojado las corbatas, separaban las rodillas para ventilar los genitales e iban remangados. El vestido floral de la pastora estaba empapado de sudor a la altura de la barriga y en los lugares donde los brazos presionaban las costillas. Mientras paseaba enfrente de la congregación, agitaba con pericia el cable de micrófono que recorría el suelo a sus pies alejándolo de sus zapatos de tacón alto y grueso estampados a juego con el vestido.
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