Se saca su El Marko del bolsillo y busca un hueco vacío.
El último cuadrado de superficie virgen del parque de bolsillo está en el dorso del tobogán, bastante abajo, en un ángulo entre difícil e imposible. Con las rodillas dobladas, se adentra agachado bajo la sombra del tobogán y destapa el rotulador. Huele el olor a nuevo de la tinta negra. Tiene un nombre preparado, secreto, que ha practicado miles de veces en los últimos quince días, con bolígrafo sobre el pupitre del colegio, con rotulador de punta fina en la carpeta de anillas, con el dedo en el aire.
Pero no va a ocurrir hoy.
Porque hoy es el día en que el hombre volador cae del tejado.
Primero una sombra vista fugazmente por el rabillo del ojo mientras se agacha bajo el tobogán, una mancha negra parecida a un pájaro o un murciélago inmenso contra el muro de ladrillos. Volando marcha atrás. Luego un golpe de caída de alguien que ha salido disparado y el suspiro de resuello, la exhalación que se escapa de un cuerpo por la fuerza del impacto. El largo suspiro deviene quejido. El chico se sorprende, se rasguña la cabeza con el bajo del tobogán, suelta el rotulador. Enjaulado en la sombra del tobogán, se pregunta si podrá esconderse allí de lo que sea que pase.
La respuesta es no.
– Blanco, chavalín -gime la voz-. ¿Qué haces?
El hombre volador, de cerca, es inmenso. Se ha sentado en la estera de goma apoyado contra el muro, a pocos metros de distancia, con las rodillas dobladas y las dos manos sobre el tobillo derecho, frotando. La piel de sus manos pétreas y nudosas y la del tobillo, de hecho, la de los dos tobillos que asoman desnudos por encima de unas deportivas raídas de color rojo -de saldo- se ve escamosa, psoriática, con manchas blancas que se extienden sobre un negro de caimán. Lleva vaqueros grises de porquería y una camisa que alguna vez fue blanca, con los puños deshilachados y un botón que cuelga de un hilo. Sobre los hombros, arrugada entre la ancha espalda del hombre volador y el muro de ladrillos, una capa fabricada con una sábana atada al cuello igual que la del niño del cuento Donde viven los monstruos , solo que amarillenta. Sin poder evitarlo, el niño piensa: meada. Y el hombre volador huele a pis, incluso peor que el parque.
El hombre volador refunfuña otra vez, levanta la vista sin dejar de frotarse el tobillo. Va mal afeitado y tiene marcas de viruela en la mandíbula, puntos blancos convertidos en acné negro. La nariz está torcida. Y donde los ojos del hombre volador deberían ser blancos son del mismo color meado que la sábana, como si de algún modo se hubiera orinado incluso los globos oculares.
Dylan Ebdus no habla, observa.
El hombre volador señala el El Marko con la cabeza.
– Estabas garabateando porquerías en la pared, te he visto.
– Te has caído -dice Dylan Ebdus.
– Qué va, tío, he descendido. Aunque me he jodido la puta pierna, eso sí. Ya no puedo aterrizar.
– ¿Cómo? ¿Cómo es que vuelas?
– Ajá. No gracias a esta mierda, eso seguro. -El hombre volador estira de la sábana atada al cuello, pega los dedos romos al nudo y lo afloja de un tirón con una facilidad pasmosa. Hace una bola con la capa sucia y la tira a un lado, sobre un montón de cristales rotos-. Me he enredado con la sábana; me duele la pierna -murmura-. No paro de caerme.
Dylan Ebdus da un paso precavido en dirección al rotulador destapado que sigue tirado en el suelo de goma del parque.
– Adelante, recógelo. Los graffiti me la sudan, tío. Son el menor de mis problemas.
Dylan coge el rotulador, lo tapa, lo guarda. De todos modos, parece que el hombre volador está hablando solo.
– Oye, tío, ¿no tendrás un dólar?
Dylan Ebdus vuelve a mirarlo. El hombre volador le muestra los dientes, que son pequeños y están demasiado separados. Las encías son una erupción marrón y rosa.
– ¿Es que no sabes hablar, tío? Te he preguntado si tienes un dólar.
El chico-topo casi se siente aliviado al volver a un terreno tan familiar. De manera automática, mete la mano en el bolsillo. Aunque una parte de él sigue calculando trayectorias, repeticiones del destello y el golpe de la caída de hace solo un minuto. Mira a los tejados, los edificios tienen tres plantas de altura. ¿Desde allí arriba?
En algún otro lugar el día no ha empezado. El parque es un paréntesis vacío, nadie camina por la acera de la calle Pacific para confirmar ni ubicar los acontecimientos.
El hombre volador alarga la mano y Dylan Ebdus le entrega cincuenta centavos, adentrándose para ello en la aureola de mal olor. Retrocede enseguida.
El hombre volador hace desaparecer las monedas, gira un anillo de plata que lleva en uno de sus dedos rosados con la vista clavada en la de Dylan. Tiene escarcha blanca incrustada en las arrugas del cuello, como si hubiera varado en la playa, como si se hubiera cocido en sal que se hubiera ido evaporando poco a poco.
– Antes volaba muy bien -dice el hombre volador.
– Te he visto antes -dice Dylan, casi en un murmullo, descubriéndolo al tiempo que pronuncia las palabras.
– Ahora ya no -dice enfadado el hombre volador, luego se lame los labios-. Me cago en todo… -Se esfuerza por dar con las palabras-: Las ondas de aire no paran de tirarme al suelo.
– ¿Ondas de aire?
– Ajá. Eso. Ya no consigo mantenerme en el aire. Ese es el problema, tío. -De repente el hombre volador se fija en las monedas que relucen en la palma arrugada de su mano como fragmentos de un espejo iluminados por el sol en una cuneta fangosa-. ¿No tienes nada más, tío? ¿No me vas a dar nada más?
Dylan asiente en silencio, luego se desabrocha el cinturón y le entrega el billete doblado sin desplegarlo, sino lanzándolo como un chicle a la cuenca de la vasta mano agrietada del hombre volador.
– Ajá. ¿De veras me has visto volar?
El hombre volador alza la barbilla para señalar a los lejanos tejados por encima de Pacific y Nevins, hacia el tejado de la EP 38 y más allá, hacia las casas Wyckoff. Las gaviotas maniobran en el pálido cielo, llegadas de Coney Island o Red Hook.
Dylan Ebdus asiente de nuevo, luego huye del parque.
Una postal de Cangrejo Huidizo sellada en Bloomington, Indiana, el 16 de agosto de 1976. La parte de delante es una fotografía en blanco y negro de Henry Miller en la playa de Big Sur, desnudo salvo por un taparrabos tan grande que recuerda a unos pañales y con el pecho arrugado colgando bajo una sonrisa cáustica y la frente quemada por el sol. Una morena escultural asoma por detrás de él, vestida con un biquini y un vaporoso pareo, con los pies hundidos en el agua, ajena a la cámara.
no te lleves a engaño
un niño de brooklyn nunca deja
de soñar con triples al stickball
batidos y tiras cómicas
se imagina que es dick tracy
ella es brenda starr
no una venus en una concha
con amor del cangrejo vagabundo
Se quedó mirando las entradas tanto rato que las vibraciones de sus globos oculares podrían haber borrado la tinta del nombre de ese negro cegata y haberlo sustituido por el suyo. Algún idiota de Artists and Repertory le había enviado dos entradas para ver al puto Ray Charles en el Radio City Music Hall, como si tuviese alguna intención de sentarse a dedicarle un minuto a esos chochitos blancos vestidos de lentejuelas que se llamaban las Rockettes -¡desde la puta platea!- solo para ver a ese carca engreído aporreando un piano y chillando el «God Bless America». Nunca había querido tocar en el Radio City, ¿por qué iba a ir a la platea?
Había apuntalado las ventanas de guillotina del salón bien altas. Fuera, la calle Dean gemía enferma de humedad. El calor era granular, estaba sin disolver. La luz del sol se desparramaba en el espejo horizontal, acuosa, emborronada. Nada mecía las cortinas, el aire no se movía. Solo se oía un ritmo puertorriqueño lejano y constante desde la plaza de delante del colmado de Ramírez, tal vez el mismo en las últimas dos horas, en toda la tarde. Los coches avanzaban como medusas, apenas distinguibles del entorno, una mera arruga donde el asfalto entraba en contacto con el aire.
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