Ese verano, cada vez que tus deportivas pisaban la calle alguien te calentaba la cabeza con esa canción.
Mejor no pensar en lo que pasará cuando empieces a vagar por los pasillos de baldosas verdes de la Escuela de Secundaria 293.
Siete de septiembre de 1976, la semana en que Dylan Ebdus empezó séptimo curso en el edificio principal de la esquina de Court con Butler, «Play That Funky Music» de Wild Cherry era el número uno de las listas de rhythm and blues. Quince días más tarde coronaba las listas pop del Billboard. El himno de tus miserias, número uno del país.
Cantado entre dientes: «¡BLANCO!».
Abandona el boogie y pincha funky hasta morir.
Cuando Dylan Ebdus vio por primera vez a Arthur Lomb, el otro chico estaba simulando un gran dolor en el rincón más alejado del patio. Dylan oyó los gritos de lejos y se desvió de la entrada del colegio para echar un vistazo. Ver a Arthur Lomb fue como captar desde lejos el vuelo y la caída de un pájaro en un cielo emborronado por las hojas, un parpadeo entrevisto por el rabillo del ojo, un desplome repentino. Fue también como ver al hombre volador, algo en lo que Dylan deseaba haberse fijado pero también haber pasado por alto. Ocurrió en ese momento de bajón después de que sonara la campana y los profesores de gimnasia que patrullaban el patio hubieran entrado en el edificio, lejos de la riada de estudiantes, cuando el patio se convertía en un territorio sin ley con esa terrible reformulación del espacio que puede darse en cualquier parte, incluso en los pasillos de la escuela. No obstante, fue un burdo error por parte del chico que se encogía en el suelo que lo atraparan tan lejos de la entrada del patio, un error que Dylan consideró imperdonable. No se lo habría perdonado a sí mismo.
Arthur Lomb cayó de rodillas agarrándose el pecho y lamentándose. Por un breve instante sus palabras se oyeron desde la otra punta del patio, cada vez más vacío.
– ¡No puedo respirar!
Luego, a cada palabra intentó coger un poco de aire:
– ¡No! -Pausa-. ¡Puedo! -Pausa-. ¡Respirar!
Arthur Lomb fingía un ataque de asma o alguna otra enfermedad. Era un método identificable: sufrimiento preventivo. Nadie tenía nada que hacerle a un chico que ya estaba llorando. Se había vuelto inútil, tierra yerma. No tenía ningún temple que aplastar y resultaba vagamente desagradable, de mal gusto. De todos modos, cabía la posibilidad de que aquel chavalín jadeante desconociera las reglas y hablara, le chivara a algún zopenco con autoridad lo que le habían hecho. Hasta cabía la posibilidad de que estuviera enfermo de verdad, jodido, fatal, lo que fuera. La única opción era decir: «Jo, ¿qué te pasa, blanco? Si ni siquiera te he tocado». Y pasar de largo.
Dylan admiró la estrategia, sintiendo a la vez un escalofrío y una descarga de vergüenza al reconocer la situación. Tuvo la impresión de estar contemplando a su doble, su suplente. Cuando menos era cierto que cualquier daño que Arthur Lomb soportara iría de lo contrario destinado a Dylan o, en cualquier caso, que una pandilla de negros no podría tirar a Dylan al suelo y ahogarlo con una llave en el momento exacto en que estaban ocupados haciéndoselo a Arthur Lomb.
Desde ese momento le resultó fácil distinguir el pelo rojizo y los hombros encorvados de Arthur Lomb, pese a que Dylan y él iban a aulas distintas y los horarios les impedían coincidir en ninguna otra ocasión más que el recreo y el almuerzo. Arthur Lomb vestía llamativos polos a rayas y calzaba zapatos marrones y blandos. A menudo llevaba los pantalones demasiado cortos. Una vez Dylan oyó a un par de chicas negras darle la serenata a Arthur Lomb con una tonadilla que él mismo no había provocado desde cuarto, chasqueando los dedos y armonizando voces graves y agudas como un grupo de doo-wop: «La subida pasó. Entonces, ¿por qué llevas los pantalones tan cortos?».
Arthur Lomb cargaba con una mochila enorme de color azul chillón, otro cáncer adicional. Debía de llevar dentro todos los libros de texto, o quizá un par de tablillas de piedra. Solo la bolsa habría bastado para tumbar a Arthur Lomb si hubiera enderezado la espalda. Así las cosas, la mochila relucía como una diana, suplicando que estiraran de ella para aplastar a Arthur Lomb contra el suelo del pasillo y que interpretara su número de las dificultades respiratorias. Dylan lo había presenciado ya cinco veces sin haber hablado nunca con Arthur Lomb. Hasta había escuchado a los chicos cantarle a Arthur Lomb «la canción» mientras le daban collejas en el cuello enrojecido o en la cabeza y él se retorcía en el suelo. ¡Pincha esa jodida música, chico blanco! Alargaban las dos últimas palabras en un gruñido burlón a lo Bugs Bunny, «¡chicooblancooo!».
En el colegio solo había tres blancos más, tres chicas, con sus problemas típicos de chica por resolver. Una iba a clase con Dylan, una italiana morena, huraña y diminuta, eclipsada por todas las demás chicas exultantes de autoridad hormonal. Las negras y las puertorriqueñas habían alcanzado otra posición desde la que todo lo que veían les enfurecía con razón, se peleaban entre ellas y con los profesores con cólera sexual. Sin embargo, su mero tamaño ofrecía un enfoque posible: resultaba factible pasar por su lado sin ser visto. El aula era un lugar donde los cuchillos se afilaban en silencio en el gran teatro de ruidos y por tanto la chica italiana y Dylan no hablaban nunca. En cuanto a Arthur Lomb, Dylan suponía que una inteligencia invisible los había mantenido apartados por lástima, para evitar que al ir juntos destacara todavía más su parecido. Dylan aprobaba de buena gana dicha política, con independencia de si era una invención de su cabeza o existía fuera de ella. Incluso a distancia, Arthur Lomb apestaba a una mezcla de opresión propia y la opresión de Dylan, de modo que no era fácil separar dónde empezaba una y terminaba la otra. Dylan no tenía ninguna prisa en conocerlo. En realidad, no quería saber nada de Arthur Lomb.
Fue en la biblioteca donde por fin se hablaron. Habían mandado a las clases de Dylan y Arthur Lomb a la biblioteca para que el bibliotecario cubriera una ausencia no justificada de los profesores de esa tarde, un accidente en la rutina diaria que de todos modos no importó a nadie. La mayor parte de los niños que enviaron a la biblioteca no llegaron allí, acabaron fuera del colegio, entendiendo que la palabra «biblioteca» era un eufemismo para indicar que se habían suspendido las clases. De manera que en la biblioteca de la ES 293 se estaba aburrido pero tranquilo, era un torbellino de calma. Dylan se colocó pegado a la pared, debajo de un anuncio de Un héroe no es más que un sándwich , un libro que en realidad no estaba disponible en la biblioteca, y abrió el número dos de la adaptación de Marvel Comics de La fuga de Logan . Mientras la hora transcurría en un ambiente glacial, Arthur Lomb trató de llamar su atención dos veces -bizqueando en un intento por leer el título del cómic y frunciendo después los labios en un falso gesto de concentración mientras fingía inspeccionar los estantes medio vacíos de al lado de Dylan- antes de acercarse lo suficiente para que Dylan le oyera mascullar enfadado en un murmullo:
– El tal George Pérez no sabría dibujar a Farrah Fawcett ni aunque le fuera la vida en ello.
Lo cual constituía una asombrosa alusión a diversos cuerpos del saber simultáneamente. Dylan se quedó mirándole, con curiosidad teñida de la convicción de que Arthur Lomb y él resultaban mucho más inaceptables, mucho más imperdonables, juntos que separados. De cerca, los rasgos de Arthur Lomb transmitían tal agitación que hasta al mismo Dylan le daban ganas de noquearlo. Parecía que su cara se alargara en busca de algo, su rostro parecía una mano codiciosa. Dylan se preguntó si llevaría unas gafas escondidas en algún sitio, tal vez en el bolsillo lateral de la monumental mochila azul.
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