Si los adictos al crack eran una familia extensa, que se odiaban tanto entre ellos como los parientes de verdad, ¿por qué excluir a su padre?
Los garabatos de humo flotaban en el aire entre los dos como un lenguaje agotado, el nombre no mencionado de Senior grabado en humo.
Muy de vez en cuando Dose desempolvaba la funda de un disco y colocaba la aguja sobre un surco que Barry no había aireado en diez años -Esther Phillips, Donny Hathaway-, tesoros que se pudrían por la falta de uso. Aunque la noche que Dose la conoció, en la penumbra del salón-sarcófago de Barrett Rude Junior, Lady ya se había acercado a los viejos vinilos y había elegido uno: Curtis Live , «Stare and Stare», «Stone Junkie», Mayfield riéndose en falsetto de los tartamudeantes ritmos de su batería.
Lady tenía más aguante que nadie. Dose nunca había conocido a nadie que pudiera fumar más crack que él, no digamos ya una mujer. Lady aguantó tres, cuatro días seguidos de fiesta sin apenas cabecear y nunca tanto como aquella primera vez, justo después de que Barry los echara a la calle a las cuatro de la madrugada. Horatio y la chica de trapo se alejaron por Nevins hacia los IRT y Lady llevó a Dose a su guarida en las casas Gowanus, un apartamento convertido en fumadero de crack.
Su nombre real era Veronica Worrell, aunque Dose nunca se lo oyó pronunciar. Se presentaba tal como todos la llamaban: Lady. El nombre que resumía sus aires formales, cierto matiz severo. No era la chica de nadie ni la madre de nadie, era la Lady de todos y así la conocían.
Si esa noche caminando por la calle con ella Dose hubiese equivocado la razón de que Lady lo eligiera, lo que Lady había visto en sus ojos, le habría bastado con ver su guarida para disipar cualquier duda. La puerta daba a la calle Hoyt de cara a las casas de protección oficial, a la vista del tráfico, los coches que pasaban con la música encendida haciendo vibrar las ventanas y los policías que patrullaban en inquietantes furgonetas pagadas por Giuliani. Lady tenía un vigía, un yonqui al que había enseñado un par de señas que solo servían para comunicar lo siguiente: el puño cerrado significaba hombre blanco o negro desconocido, tal vez un poli, y la mano abierta indicaba un comprador conocido o alguien evidentemente enganchado, demasiado esquelético para representar una amenaza.
Dose no lo sabía, pero había entrado allí para llevar a cabo su última misión, como una paloma que regresa a casa.
Aquello era una fábrica que funcionaba con un único objetivo: mantener el hábito de Lady. El volumen de negocio que generaban las tres habitaciones era asombroso, una proeza que envidiarían Henry Ford o Andy Warhol. Se había rentabilizado hasta el último rincón, no solo los dormitorios donde las chicas atendían a sus clientes ni la cocina donde los camellos cortaban el material, en los armarios almacenaban la mercancía, y los pasillos y sofás acogían a los que se desplomaban. Quizá ya no durmieras: muchos no lo hacían. Al cabo de dos meses en casa de Lady, Dose no recordaba haber dormido. Pero si no dormías, cabeceabas, y si no cabeceabas, descansabas con los ojos abiertos. En casa de Lady había que pagar por descansar.
Dose pagaba del único modo que podía, llevando a más gente a la casa. Si compraban, Dose pagaba su deuda. Esa era la especialidad de Lady, su cerebro concebido como una máquina de sumar. Incluso aunque fumaba más de lo que el cuerpo del tipo más duro podría tolerar, Dose nunca la vio equivocarse en un dígito en sus cálculos. Ella misma le avisaba cuando tenía saldo sobrante para una roca. O tanto como para vender él mismo algo de crack. En los meses que vivió bajo el ala de Lady, Dose se convirtió en empresario emprendedor cuatro o cinco veces y llevó los viales de droga a la calle Hoyt o Fulton, al centro comercial de Albee Square o sencillamente al patio interior del complejo de casas subvencionadas. Luego se rendía, se lo fumaba todo y no lograba ahorrar para otro vial, y en cuanto cabeceaba volvía a endeudarse por todo el trecho de pared de piedra que ocupaba. El sistema era duro, pero justo. No se le podía recriminar nada a Lady, ella cuidaba de su gente, de sus yonquis. Nadie te robaba los zapatos ni la ropa cuando cerrabas los ojos en casa de Lady.
Dose no siguió engañándose: aquella era la verdadera historia de amor: Lady miró en el alma de Dose y vio apetito de crack hasta la punta de los pies.
Fue el último verano de Dose, una larga cabezada contra la pared del pasillo. Y cuando lo volvieron a arrestar estaba más delgado que nunca, tal vez pesara treinta y dos kilos.
Encojamos, que todo el mundo encoja.
Ese mismo mes de junio, en la calle Smith, a una manzana de distancia, abrió el primer restaurante francés caro de la zona: Sans Famille. Había conseguido una estrella del Times y fue la primera señal de la bomba de relojería que aburguesaría Smith, precursor de las cafeterías y boutiques que expulsarían a las tiendas de parafernalia religiosa y los clubs sociales, precursor del falso Berlin de Arthur Lomb.
Los friegaplatos y ayudantes de camarero de Sans Famille no eran ajenos a lo que ocurría en Hoyt. Más de uno y de dos cruzaban el umbral de Lady durante los descansos que imponía la legislación municipal.
En cuanto demostró que no era de fiar para salir a la calle con los viales, Dose se resignó a su destino ineludible, el puesto para el que quizá Lady lo destinó desde la primera vez que lo vio. Dose controlaba la puerta. No la ventana de vigilancia, no había caído tan bajo. Seguía siendo traficante, solo que no se confiaba en él para que sacara algo más que la mano por la puerta asegurada con la cadena del cerrojo. Entraba el dinero y sacaba la mercancía, Dose lo tocaba todo y apenas se quedaba nada.
Él descorrió la cadena cuando llegó la poli. Llegaron justo a tiempo. Si hubiera seguido el ritmo de Lady, habría muerto.
La pistola escondida en el cajón no era de nadie en particular, pero se la adjudicaron a él. Dose tuvo que tomárselo con filosofía. Formaba parte de la naturaleza misma de un arresto que cualquier arma que hubiera en la escena se adjudicara al individuo que tenía una condena por homicidio.
Cuando lo juzgaron llevaba seis meses en Riker’s y había engordado hasta pesar cuarenta y seis kilos. Lo trasladaron primero a Auburn y luego a Watertown.
Auburn.
En su primer encarcelamiento, Dose había sido la avanzadilla de una generación destinada a acabar en prisión. Esta vez no solo Riker’s estaba lleno de caras conocidas de los patios del vecindario. Ocurría lo mismo en las grandes instituciones del norte del estado como Auburn, como si el sistema estuviera reuniendo sin saberlo a toda la ciudad y sus facciones allí, atrapando a 1977 en el ámbar de la encarcelación. Los grafiteros se reunían con los demás miembros de sus bandas, a los que no habían visto desde hacía tiempo, desde que habían cambiado las afiliaciones adolescentes por vidas más serias y responsables. Sin embargo, el fracaso parecía haberles despojado de sus vidas adultas. Lo que quedaba eran adolescentes de treinta años tomándose el pelo en la prisión: «¡Hostia, tío, si eres tú! ¡Este es mi colega Pietro de los DMD!». O: «Mierda, si yo siempre veía tus pintadas de la línea 6, tú estabas con la peña de Rolling Thunder, ¿verdad?».
Las líneas de enemistades desaparecían. Allí, en los bosques, cualquier conexión era buena. Dose conoció a un par de chicos de la, en otro tiempo, aterradora banda de Coney Island. Un verano Dose y otros dos miembros de DMD habían molestado a la banda de Coney por culpa de un error tonto: habían pintado en el interior de unos vagones aparentemente limpios de la línea D en la cochera iluminada por la luna con gruesos trazos negros. Cuando los trenes arrancaron al día siguiente, Dose y sus colegas descubrieron horrorizados lo que la tenue luz de la luna no les había mostrado: el interior de los vagones ya estaba cubierto de tags rosas de la banda de Coney Island. Ahora el negro tapaba el rosa por todas partes. ¿Cómo explicar que no habían visto el rosa? Imposible. Pensaron que Dose los había tapado a propósito. Dose se pasó el verano mirando por encima del hombro a la espera de que aparecieran los de Coney, convertido en una presa marcada.
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