Dose regresaba a casa desde la plaza Queensboro. Cogía la línea 7 hasta Grand Central y, si estaba animado, allí cambiaba al tren de Nevins con la esperanza de ver alguna pintada en los trenes o encontrarse con alguien conocido. Los días en que se sentía menos audaz recorría a pie las dos manzanas que le separaban de la plaza Queens para coger la G, que cruzaba Greenpoint, Bed-Stuy, Fort Greene, trece paradas de metro que nadie usaba, una hora en los túneles para tranquilizarte.
Repite la tonadilla del regreso: «¿Me has echado de menos, cabrón? ¡Bueno, pues ya he vuelto!».
De vuelta en Nueva York.
Al salir de Elmira y según lo acordado, Dose se dirigía a casa de Arthur Lomb en la calle Smith. Barry había alquilado las habitaciones del sótano; allí no sería bien recibido. Su primera temporada en libertad, Dose trabajó para un contratista hippy llamado Glenray Schurz cambiando los marcos de las ventanas de las viejas casas de ladrillo, colaborando con la renovación, convirtiendo Gowanus en Boerum Hill. En aquella época, Dose visitaba a Barry a la hora del almuerzo, todavía cubierto de yeso y con la mascarilla contra el polvo colgada del cuello. Solía presentarse con una bolsa de bocadillos de Buggy’s, aderezados con la mostaza picante que Barry adoraba. Solo que ahora Barry no probaba bocado. Dose se sentaba en el sofá con él, intentando conocer a su padre, pero apenas hablaban. Solo veían la tele: Phil Donahue , Misión imposible o, las tardes de domingo, se metían con los Jets cuando fallaban un placaje.
Fuera, la manzana estaba muerta, sin niños.
De vez en cuando Henry saludaba vestido con traje y corbata.
Barry guardaba el bocadillo en la nevera y destapaba su almuerzo a base de licor de malta con la puerta aún abierta.
También había visto a su padre en la calle, en Atlantic, en el hotel Times Plaza. Donde Dose no podía dejarse ver, solo podía observar a Barry esperar en la entrada a que se presentara una oportunidad de negocio.
Más adelante, cuando Dose había vuelto a la cárcel y lo habían vuelto a soltar, con su ruta por Riker’s ya establecida, los días de adicción al crack que daban paso a meses de adicción al crack que daban paso a años de adicción al crack, años invertidos en una única misión, Arthur Lomb se volvió demasiado estirado para ofrecerle una cama. Arthur veía a Dose aproximándose a lo lejos en la calle y sacaba la cartera, le daba un billete de cinco al tiempo que chocaban las manos, dinero nacido de la lástima que Dose ya no podía rechazar. En aquel tiempo, cuando Dose llegaba a la plaza Queens ya no podía volver a Gowanus, a ningún lugar de Brooklyn. Atajaba hacia Manhattan, a Washington Square, en busca de conocidos poco recomendables o noticias de alguna fiesta y para cuando llegaba la madrugada se había juntado con alguna mujer lo bastante desesperada para sumarse a su desesperada carrera, lo bastante loca para no ver adónde iban: la estela de las posesiones empeñadas de la mujer apuntaba, como miguitas de pan, hacia el día en que volverían a arrestar a Dose.
Se te olvidó la tonadilla del regreso, ya solo recordabas algunas frases confusas del estribillo: «¡No pienso volver al trullo, nunca más!».
«¿Te vienes de fiesta, nena?»
Más adelante aún, ya cerca del final, antes de que encontrara el camino al piso de Lady en las casas Gowanus, Dose estrenaba su temporada de libertad tal como sabía que estaba destinada a terminar: pasaba las noches en la piscina pública de la calle Thompson que nadie usaba. Allí se escondía y dormía bajo el acceso de la piscina, en un hueco junto a un agujero de la alambrada que los marginados aún no habían ocupado, probablemente porque el club social de John Gotti estaba a la vuelta de la esquina.
Para entonces no era más que un adicto al crack y un chorizo. Solo robaba día y noche, el trabajo más duro que pueda imaginarse, mangaba cedés, ropa, cinturones y zapatos y pequeños electrodomésticos hasta que ya no quedaban tiendas abiertas. Luego buscaba un restaurante que no cerrara por las noches e intentaba robar las propinas de la barra.
Trataba de sobrevivir del amanecer al anochecer, empeñándolo todo para la pipa.
En aquellos años solo quedaba ya un rescate posible, que lo arrestaran. Dose empezó a desear que llegara el arresto como el cambio de estación, era su oportunidad para dejar de morirse de hambre en plena calle. Fumó hasta quedar consumido a cuarenta kilos, luego a treinta y seis, se convirtió en un espantajo que dormía en las alcantarillas y empezó a rezar para que volvieran a arrestarlo: «¡Dios mío, por favor, méteme en Riker’s antes de que me muera!».
Invisible entre una muchedumbre de hombres invisibles, Dose tenía que destacar para conseguir lo que quería. Abordar a un agente de la secreta o seguir una rutina, ir al mismo lugar todos los días en un maratón por el callejón de detrás de Tower Records o en la puerta de OK Harris hasta que por fin alguien pedía a la policía que retirara aquella maltrecha firma humana de la fachada urbana.
Por dondequiera que pasearas por los distritos de Dinkins y luego de Giuliani, aquella ciudad archipiélago siempre había cambiado durante los intervalos que pasabas en Riker’s, la isla del exilio.
¿Adónde coño habían ido a parar los graffiti?
¿Qué estaba pasando cuando uno no podía ni encenderse un porro en la calle Octava?
No era porque te consideraras un zombi. Pero lo cierto es que vagabas por una ciudad fantasma.
Burletes Windsor.
Fue Arthur el que citó a Dose con Glenray Schurz, el que llevó a Dose a la comuna hippy de la calle Pacific, una de las pocas que todavía quedaban en el vecindario. Schurz tenía barba, ojos centelleantes, pero en peto y sin camisa solo se le veían venas y cartílagos, el tipo era un vegetariano empedernido. Schurz se había dedicado a la carpintería estilo utopía Woodstock. Luego, al mudarse a Brooklyn, se hizo ebanista, arreglaba las cocinas de las casas del vecindario. Solo que acabó dando demasiado trabajo atender a las fantasías que las amas de casa veían en las revistas. Schurz se pasó a algo más simple: aplicar burletes Windsor a las ruinosas ventanas de guillotina de las casas de ladrillo rojo, unos marcos dobles que databan de las décadas de 1860 y 1880 y dejaban pasar el aire. El trabajo era tan repetitivo como cambiar neumáticos, pero los renovadores dependían de él. La sombra de Isabel Vendle podía engatusarlos para que se mudaran al barrio, para que se empantanaran en peligrosas hipotecas, pero ningún fantasma de Vendle ni nadie les ayudaría cuando llegaran los recibos del gas del primer invierno: ¡Mierda! Acto seguido preguntarían educadamente y alguien les diría: «Burletes Windsor. Hay un carpintero en la calle Pacific que los instala a cuarenta dólares la ventana más materiales, recuperas la inversión en seis meses. El tipo es un poco sórdido y asqueroso, pero…».
Así que Dose se convirtió en el ayudante de Schurz. Dos veces por semana recogían una carga en la fábrica familiar de la Cuarta Avenida que manufacturaba los revestimientos de zinc. Después pasaban por Brook Lumber a por molduras romas nuevas para reponer las estropeadas que sin duda se encontrarían en el trabajo. Y por último, a menudo bajo la mirada desconfiada de una mujer sola en casa después de que su marido hubiera cerrado el trato -¿Tenía que contratar a uno de estos? ¿Debería esconder el monedero?-, se ponían manos a la obra. Primero descolgaban la ventana, dejaban las pesas y poleas a un lado. Luego cortaban zinc a medida del marco. Marcaban guías arriba y abajo. Forraban con zinc la cabecera y la pieza de apoyo mientras los marcos estaban vacíos. Luego llegaba la parte complicada, en la que siempre que un renovador intentaba apañárselas solo acababa reconociendo que dependía de la experiencia de Schurz: volver a colgar aquellos antiguos pesos en las bolsas de aire escondidas a cada lado del marco para que la ventana quedara equilibrada. Pobre del que dejaba que un peso se le resbalara de los dedos hasta el fondo de la cámara de aire. Tenía que tirar la moldura para recuperarlo.
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