Sin embargo, si piensa en agosto de 1981, lo que recuerda es Spofford: un compañero de litera de doce años de Bed-Stuy que oía voces que describía como si «Bugs Bunny me hablara dentro de mi cabeza» y que había secuestrado a una niña blanca de tercero del patio de la EP 38 y que, en los descampados de detrás de la Academia de Música de Brooklyn y las terminales del ferrocarril de Long Island, se había desnudado, la había desnudado, y la había obligado a comerse sus heces, y que ahora se pasaba las noches llorando por su mamaíta. Nadie se burlaba de Bugs: su lamento nocturno podría ser el de todos.
Riker’s.
Después de tanto tiempo, Dose ya no recordaba la primera impresión que le causó ese lugar. Llegar a dominar la isla es una de las grandes hazañas de su vida, aunque no le haya servido de nada. Por tanto, es probable que haya purgado el terror de las primeras visiones por pura necesidad. En el edificio 6, inundado por el pánico especial de los recién encarcelados, Dose es siempre un veterano.
No hay nada peor que los muchachotes asustados intentando demostrar que son tipos duros. Desde que descubriste cómo funciona, preferirías cumplir condena en cualquier prisión del norte del estado a pasar una temporada en el 6. Al edificio 6 llegan oleadas de internos directamente de la calle. Los jóvenes, endureciéndose para lo que imaginan que les espera al norte del estado, convierten Riker’s en un centro mucho peor que cualquier prisión del norte. El rumor se ha extendido: es mejor que te labres una reputación de caso difícil nada más cruzar la verja. Así que jugaban a firmar con cuchillas en el largo pasillo sin patrulla del economato. La burbuja -el puesto acristalado de los funcionarios- quedaba tan lejos de la acción que daba risa.
Todo el mundo sabía que los adolescentes se asustaban más que los adultos.
El método del miedo ahorra tiempo en el juzgado. Todos los hermanos aterrizan en el edificio 6 jurando que esta vez van a pedir un juicio con jurado, prometiendo que nunca más van a declararse culpables. No pueden soportar otra condena: «Además, tú, ¡soy inocente!». Entonces, después de seis meses esquivando las cuchillas de los chicos en la cola del economato, el abogado de oficio menciona un trato. Felonía con posibilidad de libertad condicional o de uno a cinco años al norte del estado, y aceptas. El riesgo de perder la vida es demasiado alto. Sorpresa: te han vuelto a trincar.
Nada sirve mejor al sistema que un sistema que no controla los márgenes.
Dose ha recorrido toda la isla y ha visto cómo funciona, tan bien como un reloj con la tapa abierta. Cuando los adictos al crack entran por primera vez, buscan una litera y nadie les deja sitio. Apestosos, flacos, nunca lo superarán, nunca convencerán a nadie de nada. Los peores casos, tipos mayores o jóvenes matones, siempre les dicen lo mismo: «¡Mierda, cabrón, apestas!».
Lárgate con los marginados, tío, ¡aquí no duermes!
Tú has sido uno de los que han cargado con la manta hasta el cuadrante de los marginados, exiliado al Bowery de Riker’s a dormir con los borrachos de dedos rotos y costras. Hombres destrozados, con miradas titilantes fruto de décadas de humillaciones.
Después están los Horatio Alger. Tipos que se preocupan de su aspecto por primera vez: nunca antes se han dedicado una hora, nunca se han lavado, nunca han pasado un día sin drogas. Entran pidiendo a gritos un cristal de crack, pero no lo reciben. El primer confinamiento es una mirada rápida en el espejo. Los mayores tienen costumbres, ideologías -abogado de la cárcel, musulmán, jugador o chulo, o las bandas nacionales, los Latin Kings, los Nietas, los Bloods-, y todo el mundo tiene un discurso en el que habla infatigablemente sobre el respeto. No hay nadie que no esté metido en algún chanchullo o afiliación, por mucho que hable de protegerse sobre todo no confiando en nadie. Mantén tu espacio, no te endeudes. No te atrases en los pagos con nadie, ese es el principio universal. Así que, naturalmente, todo el mundo intenta prestarte cigarrillos el primer día a un interés de dos a uno: los atrasos, hijo.
Todo el mundo tiene además una capa de músculo. Pero tú eres un escuálido recién llegado de la calle, pesas cuarenta kilos una vez repuesto del mono.
Tienes intención de no endeudarte, pero el barbero de Riker’s te corta el pelo y luego te susurra «Me debes medio paquete, hermano», y ni siquiera se lo discutes, sencillamente te sientes agradecido porque antes de que te arreglara tenías pinta de estar acabado.
Riker’s te ofrece la primera audición: ¿cuál será tu chanchullo? ¿Guardias? ¿Maricones? ¿Drogas? ¿O solo consejos financieros y cigarrillos, contar historias que ni siquiera terminan, ser la Sherezade de la cárcel?
Aunque el mejor chanchullo de Dose en la isla fue por casualidad, la primera vez que lo encerraron, entre la sentencia y el traslado al norte. Ese septiembre, pensando en el fantasma de Senior, Dose había indicado en su formulario de ingreso que era judío. El funcionario ni siquiera parpadeó, solo le explicó el lugar y el horario de los servicios. Dose lo olvidó por completo hasta las vacaciones de Navidad, cuando le entregaron una caja con matzo kosher a la hora de la cena y le permitieron llevársela a la celda. Alguna autoridad rabínica tenía que haber presionado mucho para conseguir ese extra: cualquiera que sea la fuente, el matzo era una absurda fruta caída del cielo, cada día recibía una caja llena que le duraría una semana.
El compañero de litera de ese diciembre era un capullo que conocía del barrio, un perla al que solía ver rondando por el centro comercial de la plaza Albee vendiendo pasteles y repartiendo panfletos vestido de Malcom X. En la calle no es más que un miembro de la Nación del 5%, el tipo se había iniciado en el estudio del islam en prisión: a las cinco de la madrugada él y los suyos se iban a la sala a rezar a Alá de rodillas. Ahora es Ramadán y el muy gilipollas se está muriendo de hambre porque durante esa semana los musulmanes no pueden comer hasta la puesta de sol. En Riker’s eso significa saltarse las tres comidas del día, sentarte en la litera mientras todos salen a cenar a las cinco. Así que Dose le pasa una caja de matzo y luego otra a sus amigos -para entonces tiene ya bastantes provisiones debajo de la cama-, con lo que se los gana enseguida. Ni siquiera les pide nada a cambio, sabe que en adelante la Nación le vigilará las espaldas. De modo que un falso judío juega a ser el Santa Claus de un puñado de musulmanes famélicos: la lógica de Riker’s.
Elmira.
Cada institución acarrea encarnaciones previas, como ríos de aguas mansas en cuyo lecho descansa cieno de otro siglo. Las reformas penitenciarias, las innovaciones en la gestión de prisiones, todos los usos distintos para las mismas paredes van dejando vibraciones. Todo el mundo sabe que Sing Sing es el hogar de la silla eléctrica, incluso después de abolida la pena capital, el acero del lugar conserva la radiación del corredor de la muerte. Auburn y Filadelfia son la cuna de solitarias tumbas de piedra para volver locos a los presos, aunque los nuevos centros de alta seguridad se esfuerzan por dejar a Auburn en ridículo.
Attica solo es una locura, como Apocalypse Now .
Elmira fue en otro tiempo un reformatorio juvenil y aunque oficialmente es una fase superada sigue teniendo más reclusos jóvenes de lo normal, como si con ello te hicieran un favor. Más adelante sustituye a Sing Sing como centro de recepción estatal, donde te evalúan y te clasifican para decidir adónde enviarte. El nivel de estudios, además de los resultados de un test de aptitud, determina el sueldo que cobrarás todo el tiempo que trabajes dentro: cuarenta o setenta centavos la hora. Puedes ser conserje u ordenanza, o repartir el jabón del bloque durante diez años según ese examen de una hora. Luego, después de que te examinen en busca de marcas de los colores de alguna banda, te sueltan en los rincones más alejados, lejos de los matones. No es extraño que los presos cumplan sentencias enteras en Elmira; no obstante, la presunción de estar de paso combinada con el aire de prisión juvenil convierte a Elmira en la casa de «tú todavía no has visto nada». Circulan murmullos en voz baja del tipo «Cállate, chaval, considérate afortunado por estar aquí». Como si la cosa pudiera empeorar.
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