Amos Oz - De repente en lo profundo del bosque

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De repente en lo profundo del bosque: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuenta la historia de un pequeño pueblo embrujado sobre el cual ha recaído una extraña maldición: la desaparición de todos los animales… Ni un perro, ni un gato, ni siquiera una mosca o un grillo. Algo debe de haber sucedido: los niños preguntan y algunos adultos se enfadan. Oros no, como la maestra Emmanuela con sus extraños dibujos, o el viejo pescador Almón, cuyas redes están siempre vacías, o la panadera, que en vano echa mgias en el patio para pájaros que nunca vendrán. Hasta que Maya y Mati, dos niños empecinados en encontrar la verdad, se atreven a desobedecer la ley…

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Esos encuentros al atardecer, las reuniones del grupo de Danir el tejero al final del día en la plaza empedrada con viejos adoquines, eran de hecho los únicos momentos de alegría en la vida del pueblo. Pues, poco después de que se pusiese el sol, el grupo se dispersaba rápidamente y cada uno se iba a su casa. En un instante la plaza se quedaba vacía y sólo la sombra permanecía allí.

Después, al caer la noche, todas las casas se cerraban y sellaban con cerrojos y contraventanas de hierro. Nadie salía de casa después de caer la noche. A las diez todas las luces se iban apagando una tras otra en las ventanas de las pequeñas casas. Sólo en la cabaña de Almón el pescador, que estaba al final del pueblo, se apreciaba a veces la luz de un flexo. A medianoche también su ventana se quedaba a oscuras.

Oscuridad y silencio reptaban desde lo profundo del bosque y se tendían sobre las casas cerradas y los jardines abandonados. Masas de sombras temblaban por los caminos del pueblo. Vientos fríos llegaban de vez en cuando desde la montaña y sacudían las copas de los árboles y los arbustos. El río se agitaba durante toda la noche y corría ladera abajo, espumoso y burbujeante, atravesando la oscuridad.

5

Y es que un inmenso miedo se apoderaba del pueblo por las noches.

Noche tras noche, las calles pertenecían a Nehi, el diablo de la montaña. Noche tras noche, eso contaban algunos padres a sus hijos en voz baja detrás de las contraventanas de hierro cerradas, noche tras noche, Nehi, el diablo de la montaña, bajaba de su palacio negro, que estaba más allá de las cordilleras y los bosques, y pasaba por entre las casas como un espíritu maligno en busca de algún signo de vida, y si por casualidad encontraba una langosta perdida o una luciérnaga solitaria, arrastrada hasta allí por los vientos invernales, o incluso un escarabajo o una hormiga, cualquier ser vivo, extendía rápidamente su manto negro y lo envolvía y aprisionaba, y antes de la salida del sol echaba a volar y volvía a su terrorífico palacio, más allá de los últimos bosques situados en las cimas de las montañas siempre cubiertas de nubes.

Eso contaban los padres a sus hijos en voz baja, aunque luego los tranquilizaban diciéndoles en otro tono que, en realidad, todo aquello no eran más que leyendas. Pero, a pesar de todo, nadie salía jamás de casa después de caer la noche. «Porque la oscuridad», decían los padres, «está llena de cosas con las que es mejor no toparse».

Maya, la única hija de Lilia, la panadera viuda, que era una niña muy testaruda, no quería oír aquellas historias y no estaba dispuesta a creer en cosas que nadie había visto. En más de una ocasión se había dirigido a su madre con insolencia: a todas las historias tenebrosas que ésta le contaba, Maya las llamaba chismes y tonterías.

– Todo este pueblo está un poco loco, mamá, y tú un poco más aún -decía a veces Maya.

– Tal vez sea mejor que pienses eso -decía Lilia-. Tal vez sea cierto que existe aquí una vieja locura. Y tú, Maya, es mejor que simplemente no sepas nada de esto. Nada de nada. Quien no sabe no puede ser considerado culpable. Y tampoco puede contagiarse.

– ¿Contagiarse de qué, mamá?

– De cosas malas, Maya. De cosas nada buenas. Y basta ya. ¿Por casualidad no habrás visto mi pañuelo por alguna parte, el marrón? ¿Y cuándo vas a dejar de una vez de garabatear en el hule? Mil veces te he pedido que no lo hagas. Pues entonces no lo hagas. Basta ya. Se acabó.

Una noche, Maya esperó pacientemente debajo de la gruesa manta a que su madre se durmiera. Cuando su madre se durmió, Maya se levantó y miró por la ventana sin encender ninguna luz. Permaneció junto a la ventana casi hasta el amanecer, envuelta en su gruesa manta para protegerse del frío, y no vio pasar ninguna figura ni oyó ningún ruido, excepto una vez que le pareció oír tres calles más allá el triste relincho de Nimi el potro, que se había convertido en un niño del exterior y ante el cual todas las puertas del pueblo se cerraban, porque había contraído la relinchitis. Pero enseguida se calló. A la luz de la media luna, que despuntaba de cuando en cuando entre las nubes, Maya vio claramente el grupo de árboles negros que se apiñaban al otro lado de la calle, detrás de unas ruinas.

Y como esa noche en vela era demasiado larga, esperó el momento en que la luna despuntaba, sólo un instante, entre una nube y otra, y consiguió contar ocho arboles. Al cabo de una hora o dos, cuando la luna salió de nuevo, los volvió a contar y resultó que eran nueve. Cuando hubo luz otra vez volvió a contarlos y seguía habiendo exactamente nueve árboles. Pero al amanecer, cuando las laderas de las montañas empezaron a palidecer al ser tocadas por las primeras luces, Maya decidió contar otra vez, la última, aquellos árboles, y de pronto volvía a haber sólo ocho.

El mismo resultado obtuvo al contarlos a la mañana siguiente, a plena luz del día, cuando decidió acercarse en persona a las ruinas y comprobarlo de cerca: justo ocho árboles. Para asegurarse, Maya fue pasando de árbol en árbol, tocando el tronco de cada uno y contándolos en voz baja, dos veces, de uno a ocho. No había un noveno árbol. ¿Se habría confundido por la noche? ¿Debido al cansancio? ¿Debido a la oscuridad?

Maya no le contó nada sobre el noveno árbol a su madre, Lilia, la panadera viuda, ni a sus amigas, ni tampoco a la maestra Emmanuela. Sólo se lo contó a Mati, porque Mati compartía con ella en secreto el plan que llevaba ya varios meses rondándole por la cabeza. Mati escuchó la historia de Maya sobre el noveno árbol, pero no reaccionó de inmediato, se quedó un rato pensando, y al final le dijo que una noche él también se quedaría despierto, esperaría con paciencia a que sus padres y sus hermanas se durmiesen y entonces se levantaría y se acercaría a hurtadillas al grupo de árboles que se encontraba detrás de las ruinas. Se quedaría allí toda la noche, no se dormiría ni un instante, no les quitaría el ojo de encima, los contaría y comprobaría si a alguna de las horas más oscuras brotaba allí algo, árbol o no, algo que desapareciera y se desvaneciera unos instantes antes de las primeras luces del día.

6

Todo había comenzado hacía muchos años, antes de que los niños del pueblo nacieran, en un tiempo en que incluso sus padres no eran más que unos niños: en una sola noche, una noche lluviosa de invierno, desaparecieron todos los animales, mamíferos, aves, peces, reptiles, y al día siguiente por la mañana sólo quedaban en el pueblo los vecinos y sus hijos. Emmanuela, que por aquel entonces tenía diez años, se pasó semanas y semanas llorando de nostalgia por Tima, su gata moteada, que había parido tres cachorros, dos moteados como ella y uno color crema y travieso al que le gustaba disfrazarse de calcetín enrollado y esconderse dentro de una bota. Aquella terrible noche la gata y sus crías desaparecieron, dejando tras ellas una caja de zapatos forrada y vacía debajo del armario. A la mañana siguiente, Emmanuela sólo encontró en esa caja un pequeño ovillo de pelo de gato, dos pelos de los bigotes y un olor agridulce a crías cálidas, a lametones y a leche.

Algunos de los ancianos del pueblo estaban dispuestos a jurar que aquella noche habían visto por las rendijas de las contraventanas cómo la sombra de Nehi el demonio pasaba por las calles del pueblo seguida en la oscuridad por una larga procesión de sombras. A esa caravana se unieron todos los animales de todos los patios, de todos los gallineros, corrales, cercados, cuadras, chamizos, palomares y establos, multitud de sombras grandes y pequeñas, el bosque se los tragó a todos y por la mañana el pueblo estaba vacío. Al día siguiente sólo quedaban sus habitantes.

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