– Los he guardado en algún sitio.
Empezó a rebuscar en sus bolsillos.
– Están a mano izquierda, en el bolsillo superior de su chaqueta, Su Señoría -dijo Hoskins, frenando el coche.
– Sí, claro -dijo Percy-, Gracias, Hoskins.
– Ha sido un placer, Su Señoría -recitó Hoskins.
– Sigue a la muchedumbre -le ordenó Daphne-, y aparenta que haces lo mismo cada semana.
Rebasaron a varios porteros y ujieres uniformados, hasta que un empleado examinó sus billetes y les acompañó a la fila M.
– Nunca me había sentado tan atrás -dijo Daphne.
– Sólo he estado tan atrás en un teatro una vez -admitió Percy-, y fue cuando los alemanes ocupaban el escenario.
Tosió de nuevo. Se quedaron sentados en silencio, la mirada clavada al frente, esperando que algo ocurriera. El escenario estaba vacío, a excepción de catorce sillas, dos de las cuales, situadas en el centro, casi podían describirse como tronos.
A las dos y cincuenta y cinco minutos, dos hombres y dos mujeres ataviados con lo que a Daphne le pareció largas batas negras, con bufandas escarlatas que colgaban de sus cuellos, aparecieron en el escenario uno tras otro, tomando asiento en sus respectivos lugares. Sólo los dos tronos siguieron vacantes. A las tres en punto, la atención de Daphne se desvió hacia la galería de los Cantores, al sonar una fanfarria de trompetas que anunciaba la llegada de los Visitantes. Todos los presentes se pusieron en pie cuando el rey y la reina entraron para ocupar sus puestos, en el centro del Senado. Todo el mundo, excepto la pareja real, permaneció en pie hasta que finalizaron los últimos acordes del himno nacional.
– Bertie tiene muy buen aspecto, dentro de todo -dijo Percy, sentándose.
– Cállate -dijo Daphne-. Nadie más le conoce.
Un anciano vestido con la larga bata negra, la única persona que continuaba de pie, esperó a que todo el mundo se acomodara antes de dar un paso adelante, dedicar una reverencia a la pareja real y dirigirse al público.
Después de que el vicecanciller, sir Russell Russell-Wells, hablara durante un tiempo considerable, Percy se volvió hacia su prometida.
– ¿Cómo va a aguantar uno esta sarta de disparates, teniendo en cuenta que renunció al latín el segundo año?
– Yo sólo sobreviví un año a esa asignatura.
– Entonces, tampoco serás de gran ayuda, cariño -susurró Percy.
Alguien sentado en la fila de delante se volvió y les dirigió una mirada feroz.
Daphne y Percy se esforzaron en guardar silencio durante el resto de la ceremonia, aunque Daphne consideraba necesario colocar de cuando en cuando una firme mano sobre la rodilla de Percy, que se removía en la incómoda silla de madera.
– Es perfecta para el rey -susurró Percy-, Tiene un almohadón de cuidado donde sentarse.
Por fin llegó el momento que ambos esperaban.
El vicecanciller, que continuaba leyendo en voz alta la lista de honor, había llegado por fin a las «tes».
– Señora de Charles Trumper, del colegio Bedford, licenciada en letras -anunció en aquel momento.
Los aplausos se redoblaron, como cada vez que una mujer había subido los peldaños para recibir su título de manos del Visitante. Becky se inclinó ante el rey mientras él colocaba sobre su vestido lo que el programa llamaba la «muceta de púrpura» y le hacía entrega de un rollo de pergamino. Ella volvió a inclinarse, retrocedió dos pasos y volvió a su asiento.
– Yo no lo habría hecho mejor -reconoció Percy, uniéndose a los aplausos-. No es difícil averiguar quién la ha aleccionado -añadió.
Daphne se ruborizó. Continuaron sentados mientras las us, uves, dobles uves e is griegas recibían sus diplomas, y por fin escaparon al jardín, donde se celebraría la fiesta.
– No los veo por ningún sitio -dijo Percy, describiendo un lento círculo en mitad del jardín.
– Ni yo -contestó Daphne-, pero sigue mirando. Tienen que estar en alguna parte.
– Buenas tardes, señorita Harcourt-Browne.
Daphne se giró en redondo.
– Ah, hola, señora Salmon, me alegro de verla. Qué sombrero tan encantador, señorita Roach. Percy, te presento a la madre de Becky, la señora Salmon, y a su tía, la señorita Roach. Mi prometido…
– Encantada de conocerle, señoría -dijo la señora Salmon, preguntándose si se lo iban a creer en el Círculo Femenino de Romford cuando lo contara.
– Debe estar muy orgullosa de su hija -dijo Percy.
– Sí, lo estoy, señoría.
La señorita Roach se mantenía tiesa como una estatua, sin dar su opinión.
– Y ahí tenemos a nuestra pequeña erudita -dijo Daphne, extendiendo los brazos.
– Daphne, por fin. ¿Dónde te habías metido? -dijo Becky, separándose de un grupo de recién graduados.
– Te estaba buscando.
Las dos muchachas se fundieron en un abrazo.
– ¿Has visto a mi madre? -preguntó Becky.
– Estaba aquí hace un momento -dijo Daphne, mirando a su alrededor.
– Creo que ha ido a buscar unos emparedados -indicó la señorita Roach.
– Muy típico de mamá -rió Becky.
– Hola, Percy -saludó Charlie-. ¿Cómo va todo?
– Bien -tosió Percy-. Te felicito, Becky.
La señora Salmon volvió con una amplia bandeja llena de emparedados.
– Becky ha heredado el sentido común de su madre, señora Salmon -dijo Daphne, mientras cogía un emparedado de pepino para Percy-, se desenvolverá bien en el mundo real, pues sospecho que no quedarán muchos de éstos dentro de quince minutos. -Cogió uno de salmón ahumado para ella-. ¿Estabas muy nerviosa cuando subiste al escenario? -preguntó, volviendo su atención a Becky.
– Desde luego, y cuando el rey me puso la muceta sobre la cabeza, mis piernas casi me fallaron. Después, para colmo, volví a mi sitio y descubrí que Charlie estaba llorando.
– Eso no es verdad -protestó su marido.
Becky, sin decir nada, le cogió por el brazo.
– Me gusta esa cosa púrpura -dijo Percy-. Creo que quedaré muy guapo si me pongo una en el baile de Cazadores del año que viene. Daphne, ¿qué opinas?
– Se supone que has de trabajar muy duro antes de que te den permiso para embellecerte con ese sombrero, Percy.
Todos se volvieron para ver quién había hablado.
Percy bajó la cabeza.
– Su Majestad está en lo cierto, como siempre. Debo añadir, señor, que mucho me temo, a la vista de mi expediente actual, que jamás seré merecedor de esa distinción.
– La verdad, Percy -sonrió el rey-, que me sorprende un poco encontrarte en esta reunión.
– Una amiga de Daphne -explicó Percy.
– Daphne, querida, me alegro mucho de verte -dijo el rey-. Aún no había tenido la oportunidad de felicitaros por vuestro compromiso.
– Ayer mismo recibí una amable nota de la reina, Majestad. Es un honor para nosotros que ambos acudan a la boda.
– Sí, verdaderamente encantados -dijo Percy-, ¿Me permitís presentaros a la señora Trumper, a la que habéis entregado su título?
Becky le estrechó la mano al rey por segunda vez.
– Su marido, el señor Charles Trumper. La madre de la señora Trumper, la señora Salmon. Su tía, la señorita Roach.
El rey estrechó las manos de los cuatro.
– La felicito, señora Trumper. Confío en que utilice su título adecuadamente.
– Voy a trabajar en Sotheby's, Majestad, como aprendiza en el departamento de bellas artes.
– Excelente. Le deseo, pues, que continúen sus éxitos. Encantado de haberla conocido, señora Trumper. Espero verte el día de la boda, si no antes, Percy.
El rey saludó con la cabeza y se dirigió hacia otro grupo.
– Un buen tipo -dijo Percy-. Acercarse para saludarnos ha sido todo un detalle.
– No tenía ni idea de que conocías… -empezó Becky.
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