La primera vez que oí hablar de Charlie Trumper y de sus ambiciones fue después de la insensata visita de Becky a John D. Wood. Tanto follón, sólo porque había vendido su carretón sin consultarle. Consideré mi deber puntualizar que dos de mis antepasados habían sido decapitados por intentar apoderarse de condados, y uno enviado a la Torre por alta traición. Bien, reflexioné, al menos tenía un pariente que había terminado sus días en las cercanías del East End.
Como siempre, Becky sabía que tenía razón.
– Pero si sólo son cien libras -me aseguró.
– Que tú no tienes.
– Tengo cuarenta, y estoy segura de que no me costará conseguir las otras sesenta, porque es una inversión muy buena. Al fin y al cabo, Charlie sería capaz de vender bloques de hielo a los esquimales.
– ¿Y cómo piensas encargarte de la tienda en su ausencia? ¿Entre clase y clase?
– Oh, no seas tan frívola, Daphne. Charlie se hará cargo de la tienda en cuanto vuelva de la guerra. Ya no puede faltar mucho.
– Hace semanas que la guerra ha terminado -le recordé-, y ni rastro de tu Charlie.
– Su regreso está previsto para el veinte de enero. Guy me lo ha dicho.
De todos modos, no le quité el ojo de encima a Becky durante aquellos treinta días en que confiaba hacerse con el dinero. Era obvio para cualquiera que no lo iba a conseguir, pero era demasiado orgullosa para admitirlo ante mí. Decidí que había llegado el momento de visitar otra vez Romford.
– Es un placer inesperado, señorita Harcourt-Browne -dijo la madre de Becky cuando aparecí sin previo aviso en su casita de Belle Vue Road.
Debo señalar, en mi descargo, que habría informado a la señora Salmon de mi inminente llegada si ella hubiera tenido teléfono. Como yo buscaba cierta información que sólo ella podía proporcionarme antes de que finalizara el plazo de treinta días (información que no sólo salvaría el buen nombre de su hija, sino también sus finanzas), no quería confiar en el servicio de correos.
– Espero que Becky no se haya metido en ningún lío -fue la primera reacción de la señora Salmon al verme de pie en el umbral.
– Por supuesto que no -la tranquilicé-. Nunca he visto una chica más resuelta.
– Es que desde la muerte de su padre me preocupo mucho por ella -explicó la señora Salmon.
Cojeó un poco mientras me guiaba a la sala de estar, tan inmaculada como el primer día que había aceptado su amable invitación a tomar el té. Recé para que la señora Salmon nunca apareciera en el número 97 sin avisarme con un año de antelación.
– ¿En qué puedo ayudarla? -preguntó la señora Salmon, en cuanto envió a la señorita Roach a la cocina para preparar el té.
– Estoy pensando en invertir una pequeña cantidad en una verdulería de Chelsea. John D. Wood me ha garantizado que se trata de una propuesta inteligente, a pesar del actual racionamiento y los crecientes problemas que suscitan los sindicatos… Lo principal es contratar a un responsable de primera clase.
Una expresión de perplejidad sustituyó a la sonrisa de la señora Salmon.
– Becky no ha cesado de recomendarme a alguien llamado Charlie Trumper, y el propósito de mi visita es preguntarle su opinión sobre el caballero en cuestión.
– No es un caballero, desde luego -contestó sin vacilar la señora Salmon-. Un patán inculto sería una descripción más precisa.
– Oh, qué decepción, en especial porque Becky me ha llevado a creer que su difunto marido tenía una altísima opinión sobre él.
– Como experto en frutas y verduras, desde luego que sí. De hecho, me atrevería a decir que mi marido consideraba que llegaría a ser tan bueno como su abuelo.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Aunque yo no me mezclaba con esa clase de gente, como ya comprenderá, me dijeron, indirectamente, por supuesto, que era el mejor de toda la historia de Whitechapel.
– Bien. ¿Es honrado?
– Jamás oí lo contrario -admitió la señora Salmon-. Dios sabe que se pasaba todo el día trabajando, pero no creo que sea su tipo, señorita Harcourt-Browne.
– Pensaba contratar a ese hombre como responsable de la tienda, señora Salmon, no pedirle que me acompañara a las carreras de Ascot.
La señorita Roach reapareció en aquel momento con una bandeja de té, pastelillos de mermelada y relámpagos de chocolate bañados en crema. Eran tan deliciosos que me quedé mucho más tiempo del que había planeado.
A la mañana siguiente visité a John D. Wood y entregué un cheque por las noventa libras restantes. Después, fui a ver a mi abogado y le hice redactar un contrato.
– Tuve que inventar una estratagema cuando Becky se enteró de mi maniobra, porque yo sabía que se sentiría ofendida por mi intervención si no lograba convencerla de que me las había arreglado para sacar una buena tajada del negocio.
Después de convencerse, Becky me entregó de inmediato treinta libras, para reducir la deuda. Se tomó su nueva iniciativa con mucha seriedad, porque durante el siguiente mes consiguió contratar a un joven que trabajaba en una tienda de Kensington para llevar la nuestra hasta que Charlie volviera. Trabajaba durante horas que yo ni siquiera sabía que existían. Nunca conseguí que me explicara la necesidad de levantarse antes de que el sol saliera.
Y así, los habitantes del 97 recuperaron el equilibrio durante unas breves semanas…, hasta que Charlie fue desmovilizado.
Después de su vuelta, tardaron bastante en presentármelo oficialmente, pero cuando le conocí tuve que admitir: «No los hacen así en Berkshire». Sucedió durante la cena que celebramos en aquel espantoso restaurante italiano que hay en la misma calle de mi casa.
Para ser sincera, no podría calificar la velada de éxito descomunal, en parte porque Guy no hizo el menor esfuerzo para ser sociable, pero sobre todo porque Becky tampoco se esforzó en que Charlie participara en la conversación. Me descubrí formulando y respondiendo a la mayoría de las preguntas. En cuanto a Charlie, parecía un poco torpe.
Después de la cena, mientras volvíamos a casa, sugerí que dejáramos solos a Becky y Guy. Me invitó a entrar en su tienda, y no pudo resistir la tentación de detenerse para explicar cómo había cambiado todo desde que él había tomado las riendas. Su entusiasmo habría convencido al inversor más escéptico, pero lo que más me impresionó fue su conocimiento de un negocio al que yo no había dedicado, hasta el momento, ni un segundo de mi tiempo. Fue entonces cuando tomé la decisión de ayudar a Charlie en sus dos empresas.
No me sorprendió descubrir que el tipo estaba muy enamorado de Becky, y que, por su parte, Becky se hallaba tan fascinada por Guy que ni siquiera era consciente de su existencia. Empecé a forjar un plan para el futuro de Charlie durante uno de sus largos monólogos sobre las virtudes de la muchacha. Decidí que debía recibir otro tipo de educación, tal vez diferente de la de Becky, pero no menos valiosa para el futuro que él deseaba.
Le aseguré a Charlie que Guy pronto se hartaría de Becky, pues lo mismo había ocurrido con varias chicas que se habían cruzado en su camino anteriormente. Le dije a Charlie que debía ser paciente, y la manzana caería en su regazo tarde o temprano. También le expliqué quién era Newton.
Supuse que aquellas lágrimas de las que tanto hablaba mi niñera empezarían a derramarse en cuanto Becky fuera invitada a pasar un fin de semana en Ashurst con los padres de Guy. Me las arreglé para que los Trentham me invitaran a tomar el té el domingo por la tarde, con el propósito de darle mi apoyo moral a Becky en caso de que lo necesitara.
Llegué poco después de las tres y cuarenta minutos, una hora que siempre he considerado apropiada para tomar el té, y me encontré con la señora Trentham rodeada de cubiertos y vajillas de plata, pero completamente sola.
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