– No te preocupes. Durará poco y enseguida sabrás a qué atenerte.
El cabriolé se detuvo ante el 172 de la calle Harley y las dos mujeres bajaron. Mientras Becky acariciaba las crines del caballo, Daphne pagó al conductor seis peniques. Becky se volvió al oír el golpe de la aldaba de metal, y subió los tres escalones para reunirse con su amiga.
Una enfermera ataviada con un severo uniforme azul, gorro y cuello blancos respondió a su llamada y pidió a las dos damas que la siguieran. Recorrieron un oscuro pasillo, iluminado por una única luz de gas, y desembocaron en una sala de espera vacía. Sobre la mesa que ocupaba el centro de la sala había ejemplares de Punch y Tatler, pulcramente alineados. Alrededor de la mesa se habían dispuesto varias sillas de aspecto cómodo. Tomaron asiento, pero ninguna habló hasta que la enfermera salió de la sala.
– Yo… -empezó Daphne.
– Sí… -dijo Becky.
Ambas lanzaron carcajadas forzadas que resonaron en la sala de alto techo.
– No, tú primero -invitó Becky.
– Sólo quería saber cómo le va al coronel.
– Escucho sus instrucciones como un soldado. Mañana tendremos nuestra primera entrevista oficial, con Child y Cía, en la calle Fleet. Le he dicho que se tomara todo el encuentro como un ensayo general, porque estoy reservando el que creo que cuenta con más posibilidades para la semana que viene.
– ¿Y Charlie?
– Es demasiado para él. Sigue pensando en el coronel como su comandante en jefe.
– Lo mismo te pasaría a ti si Charlie hubiera sugerido que tu profesor de contabilidad acudiera cada semana al 147 para revisar las cuentas.
– A ese caballero en particular no le veo mucho últimamente. Hago los deberes precisos para no recibir una reprimenda. Mis sobresalientes se han convertido en aprobados, y por los pelos. Si no logro graduarme cuando acabe todo esto, sólo habrá un culpable.
– Serás una de las pocas mujeres licenciada en letras. Tal vez deberías pedir que cambiaran esa denominación por otra.
– ¿Cuál?
– Solterona en letras.
Rieron de lo que ambas sabían era una excusa para no abordar la razón auténtica por la que estaban allí. De pronto, la puerta se abrió y la enfermera apareció de nuevo.
– El doctor la recibirá ahora.
– ¿Puedo acompañarla?
– Sí, estoy segura de que no habrá ningún problema.
Las dos mujeres se levantaron y siguieron a la enfermera por el mismo pasillo de antes hasta llegar a una puerta blanca, en cuyo centro una pequeña placa metálica rezaba: «Doctor Fergus Gould». Un «sí» respondió a la suave llamada de la enfermera. Daphne y Becky entraron juntas en la habitación.
– Buenos días, buenos días -saludó el médico con un suave acento escocés, antes de estrecharles las manos -. Tengan la bondad de sentarse. Las pruebas han terminado y tengo excelentes noticias para usted.
Volvió a la silla situada detrás del escritorio y abrió una carpeta. Las dos sonrieron, y la más alta se relajó por primera vez desde hacía días.
– Tengo el placer de comunicarle que se halla en perfectas condiciones físicas, pero como éste es su primer hijo -vio que las dos mujeres palidecían y le miraban con ojos implorantes-, deberá comportarse con sensatez durante los próximos meses. Si lo hace así, no habrá complicaciones en el parto. ¿Puedo ser el primero en felicitarla?
– Dios mío, no -dijo ella, a punto de desmayarse-. Usted dijo que las noticias eran excelentes.
– Pues sí -dijo el doctor Gould-. Di por sentado que usted se alegraría.
– Hay un problema, doctor -intervino su amiga-. No está casada.
– Ah, ya entiendo -dijo el doctor en tono preocupado-. Lo siento, no lo sabía. Si me lo hubiera dicho durante nuestra primera entrevista…
– No, la culpa es toda mía, doctor Gould. Había confiado en que…
– No, no, el culpable soy yo. Qué falta de tacto tan enorme. -El doctor Gould hizo una pausa y reflexionó-. Aunque en este país es ilegal, me han asegurado que en Suecia hay médicos excelentes que…
– Eso no es posible -dijo la mujer embarazada-. Es contrario a lo que mis padres consideran un «comportamiento aceptable».
– Buenos días, Hadlow -dijo el coronel, entrando en el banco.
Tendió al director su abrigo, sombrero y bastón.
– Buenos días, sir Danvers -replicó el director, pasando el abrigo, sombrero y bastón a un empleado-. Nos sentimos muy honrados de que haya pensado en nuestro humilde establecimiento como digno de su consideración.
Becky pensó que la habían recibido de manera muy diferente cuando visitó, semanas atrás, otro banco de similar categoría.
– ¿Sería tan amable de acompañarme a mi despacho? -preguntó el director, extendiendo el brazo como un guardia de tráfico.
– Por supuesto, pero antes permítame que le presente al señor Trumper y a la señorita Salmon, mis socios en este negocio.
– Es un placer.
El director se acomodó las gafas sobre la nariz antes de estrecharles las manos.
Becky reparó en que Charlie estaba mucho más callado de lo habitual y tiraba del cuello de la camisa sin cesar, como si fuera demasiado estrecho. Sin embargo, después de pasar toda una mañana de la semana anterior en Savile Row, padeciendo que le midieran de pies a cabeza para la confección de un traje nuevo, se negó a esperar un segundo más cuando Daphne insinuó que le tomaran medidas para una camisa. Daphne tuvo que adivinar a ojo su talla.
– ¿Café? -preguntó el director, una vez en su despacho.
– No, gracias -dijo el coronel.
A Becky sí le apetecía, pero comprendió que el director había dado por sentado que sir Danvers hablaba por los tres. Se mordió el labio.
– Bien, ¿en qué puedo servirle, sir Danvers?
El director se tocó el nudo de la corbata con un gesto nervioso.
– Mis socios y yo poseemos una propiedad en Chelsea Terrace, el número 147. Un negocio pequeño que progresa satisfactoriamente. -La sonrisa del director no se alteró ni un segundo-. Compramos la propiedad hace unos dos años por cien libras, y esta inversión ha conseguido este año unos beneficios de cuarenta y tres libras.
– Muy satisfactorio -dijo el director-. He leído su carta y las cuentas que, con tanta gentileza, me envió mediante un mensajero.
Charlie estuvo tentado de revelarle quién había sido el mensajero.
– Sin embargo, consideramos que ha llegado el momento de expandirnos -prosiguió el coronel-, y a tal efecto necesitamos un banco que muestre un poco más de iniciativa que el establecimiento con el que hemos tratado hasta el presente, un banco que tenga los ojos puestos en el futuro. A veces nos da la impresión de que nuestros actuales banqueros viven en el siglo diecinueve. Francamente, son simples tenedores de depósitos, mientras que nosotros buscamos los servicios de un banco auténtico.
– Entiendo.
– Me tiene preocupado… -dijo el coronel, interrumpiéndose de súbito y fijando el monóculo en su ojo izquierdo.
– ¿Preocupado?
El señor Hadlow se reclinó ansiosamente en su silla.
– Su corbata.
– ¿Mi corbata?
El director volvió a manosear el nudo con nerviosismo.
– Sí, su corbata. No me lo diga… ¿Los Buffs? [13]
– Está usted en lo cierto, sir Danvers.
– ¿Participó en alguna acción, Hadlow?
– Bien, no exactamente, sir Danvers. La vista, sabe usted.
El señor Hadlow se puso a juguetear con sus gafas.
– Mala suerte, camarada -dijo el coronel, dejando caer el monóculo-. Bien, prosigamos. Mis colegas y yo tenemos en mente ampliar nuestro negocio, pero creo mi deber informarle de que el próximo jueves por la tarde tenemos una cita con un establecimiento rival.
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