Jeffrey Archer - Juego Del Destino

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Jeffrey Archer, con su habitual maestría narrativa, presenta en su última novela una apasionante historia marcada por un insólito cruce de destinos: dos hermanos gemelos separados al nacer y que desconocían la existencia del otro, se reencuentran treinta años más tarda como rivales políticos. Ambos pertenecen a familias de distinta extracción social y credo ideológico, pero el azar propiciará que sea Fletcher quien defienda a su hermano Nat, acusaso del asesinato de su rival en las elecciones a gobernador. Cuando Fletcher sufra un accidente y sea necesario conseguir sangre de un grupo muy extraño se desvelará el parentesco. Una trama perfectamente urdida en torno a las sorpresas que puede deparar el destino, al podeer político, al juego sucio, a la pérdida y al reencuetro, que ha hecho las delicias de miles de lectores en Inglaterra y Estados Unidos.

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Incluso antes de cerrar la puerta de su lado, Fletcher exclamó:

– Annie, has estado fabulosa.

– Solo procuraba sobrevivir. No esperaba que Karl me colocara entre el vicepresidente y el señor Alexander durante la cena. Incluso me pregunté si no habría sido un error.

– El profesor no comete esa clase de errores -señaló Fletcher-. Sospecho que Bill Alexander le pidió que lo hiciera.

– ¿Por qué haría tal cosa?

– Es el socio principal de una firma con una larga tradición y chapada a la antigua, así que seguramente creyó que averiguaría muchas cosas referentes a mí a través de mi esposa; si te invitan a unirte a Alexander Dupont y Bell, es un equivalente a que te propongan matrimonio.

– Entonces confiemos en que no haya puesto trabas a una proposición en toda regla.

– Todo lo contrario. Has conseguido que llegue a la etapa del cortejo. No vayas a creer que fue una coincidencia que la señora Alexander se sentara a tu lado cuando sirvieron el café.

Annie soltó un suave gemido y Fletcher la miró preocupado.

– Oh, Dios mío -exclamó la muchacha-. Han comenzado las contracciones.

– Pero si todavía faltan diez semanas -replicó Fletcher-. Relájate y estaremos en casa en un santiamén. En cuanto te acuestes te sentirás bien.

Annie volvió a gemir, esta vez un poco más fuerte.

– Olvídate de volver a casa; llévame al hospital.

Fletcher pisó el acelerador, aunque no podía ir muy rápido porque necesitaba mirar los nombres de las calles para orientarse y encontrar el camino más corto hasta el hospital de Yale-New Haven. Entonces vio una parada de taxis. Viró bruscamente y se detuvo junto al primer taxi de la cola. Bajó la ventanilla.

– Mi mujer está a punto de dar a luz -gritó-. ¿Cuál es el camino más corto hasta Yale-New Haven?

– Sígame -le ordenó el taxista y arrancó.

Fletcher hizo lo imposible para no separarse del taxi que se movía como una anguila entre los demás coches; el conductor hacía sonar el claxon sin cesar mientras seguía una ruta absolutamente nueva para él. Annie se sujetaba la barriga; los gemidos aumentaban de intensidad por momentos.

– No te preocupes, amor mío, ya casi hemos llegado -le dijo a Annie, mientras se saltaba otro semáforo en rojo para no perder de vista al taxi.

Cuando los dos coches llegaron finalmente al hospital, Fletcher se sorprendió al ver a un médico y una enfermera junto a una camilla en la puerta; era evidente que les estaban esperando. El taxista levantó el puño con el pulgar en alto en dirección a la enfermera y Fletcher se dijo que seguramente había llamado a su supervisor para que comunicara la emergencia al hospital; confió en llevar bastante dinero para pagarle la carrera y añadir una generosa propina.

Fletcher saltó del coche para ayudar a Annie, pero el taxista ya se le había adelantado. Entre los dos la sacaron del vehículo y la colocaron con mucho cuidado en la camilla. La enfermera comenzó a desabrocharle el vestido incluso antes de que la camilla entrara en el hospital. Fletcher sacó el billetero y se volvió hacia el taxista.

– Muchas gracias, ha sido usted muy amable. ¿Cuánto le debo?

– Ni un centavo; invita la casa -contestó el taxista.

– Pero… -comenzó Fletcher.

– Si le digo a mi esposa que le he cobrado, me matará. Buena suerte. -El taxista dio media vuelta sin decir nada más y caminó hacia su coche.

– Gracias -repitió Fletcher antes de correr hacia la entrada.

Tardó un minuto en alcanzar a su esposa y le cogió la mano.

– Todo irá a la perfección, cariño -le aseguró.

El enfermero le hizo a Annie una serie de preguntas que fueron contestadas desde la primera hasta la última con un lacónico sí. En cuanto acabó con el cuestionario, llamó al quirófano para avisar al doctor Redpath y a su equipo de que tardarían un minuto en llegar. El lento y enorme ascensor se detuvo en la quinta planta. Llevaron a Annie a tanta velocidad por el pasillo que Fletcher casi corría a su lado para no soltarle la mano. Vio a dos enfermeras que mantenían abiertas las puertas de la sala para que la camilla no tuviera que detenerse.

Annie se aferró a la mano de su marido mientras la colocaban en la mesa. Otras tres personas entraron en el quirófano, con las mascarillas puestas. La primera comprobó el instrumental, la segunda se ocupó de la máscara de oxígeno y la tercera intentó que Annie le respondiera a más preguntas, aunque ya gritaba sin cesar. Fletcher no le soltó la mano, hasta que apareció un hombre mayor. Se calzó los guantes de goma.

– ¿Estamos preparados? -preguntó sin mirar a la parturienta.

– Sí, doctor Redpath -contestó la enfermera.

– Bien. -Miró a Fletcher-. Lamento tener que pedirle que se retire, señor Davenport. Le llamaremos en cuanto haya nacido el bebé.

Fletcher besó a su mujer en la frente.

– Estoy muy orgulloso de ti -le susurró.

22

Nat se despertó a las cinco el día de las elecciones y reparó en que Su Ling ya estaba en la ducha. Releyó el horario que tenía en la mesilla de noche. Reunión con todo el equipo a las siete, seguida de una hora y media delante de las puertas del comedor para recibir y saludar a los votantes que acudían a desayunar.

– Ven y dúchate conmigo -le gritó Su Ling-, no podemos perder ni un minuto.

Tenía razón, porque llegaron a la reunión del equipo solo un minuto antes de que el reloj marcara las siete. Todos los demás ya estaban presentes y Tom, que había venido de Yale para la ocasión, les comentaba las experiencias de su reciente reelección. Su Ling y Nat ocuparon las sillas a cada lado del asesor de campaña, que continuó presidiendo la reunión como si ellos no estuviesen allí.

– Nadie se detiene, ni siquiera para respirar, hasta las seis en punto, cuando se haya depositado el último voto. Ahora propongo que el candidato y Su Ling se instalen a la entrada del comedor y permanezcan allí entre las siete y media y las ocho y media mientras el resto va a desayunar.

– ¿Tendremos que comer toda esa basura durante una hora? -preguntó Joe.

– No, no quiero que comas nada, Joe. Necesito que vayáis de mesa en mesa, nunca dos de vosotros a la misma mesa; recordad que el equipo de Elliot probablemente estará haciendo la misma operación, así que no perdáis el tiempo pidiéndoles el voto. Muy bien, vamos allá.

Los catorce salieron de la habitación y corrieron a través del prado para desaparecer en el interior del comedor. Nat y Su Ling se quedaron junto a la entrada.

– Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a representante del consejo de estudiantes. Espero contar con tu voto en las elecciones de hoy.

– Vale, tío, ya tienes el voto gay -le respondieron al unísono dos estudiantes con expresiones somnolientas.

– Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a representante del consejo de…

– Sí, sé quién eres, pero ¿cómo puedes entender los problemas que se tienen para sobrevivir con una miserable beca, cuando a ti te pagan cuatrocientos dólares todos los meses? -fue la réplica mordaz del estudiante.

– Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a representante del…

– No pienso votar a nadie -afirmó otro estudiante, y siguió su camino.

– Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a…

– Lo siento mucho. Solo estoy de visita, así que no puedo votar.

– Hola, soy Nat Cartwright y…

– Te deseo buena suerte, pero te votaré solo porque tu novia es una preciosidad.

– Hola, soy Nat Cartwright…

– Pues yo soy del equipo de Ralph Elliot; os vamos a dar una paliza.

– Hola, soy Nat…

Nueve horas más tarde, Nat había perdido la cuenta de las veces que había repetido las mismas palabras y las manos que había estrechado. Solo sabía a ciencia cierta que se había quedado ronco y que en cualquier momento perdería los dedos. A las seis y un minuto, se volvió hacia Tom y dijo:

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