– Hola, soy Nat Cartwright y…
– Olvídalo -replicó Tom y se echó a reír-. Soy el representante de Yale y todo lo que sé es que si no fuese por Ralph Elliot tú tendrías mi puesto.
– ¿Qué me tienes reservado ahora? Mi programa de actividades termina a las seis y no tengo idea de lo que debo hacer -le comentó Nat.
– Muy típico de todos los candidatos. Creo que lo más conveniente es que nos vayamos a cenar tranquilamente a Mario’s.
– ¿Qué pasa con el resto del equipo? -quiso saber Su Ling.
– Joe, Chris, Sue y Tim asistirán al recuento de votos, mientras los demás se toman un bien merecido descanso. Como el recuento comienza a las siete y tardarán como mínimo un par de horas, propongo que todos estéis presentes en la sala a las ocho y media.
– Por mí de acuerdo -dijo Nat-. Podría comerme un caballo.
Mario los acompañó hasta la mesa en el rincón y no dejó de tratar a Nat como señor representante. Mientras los tres disfrutaban de sus bebidas e intentaban relajarse, Mario reapareció con una gran fuente de espaguetis a la boloñesa y los espolvoreó con una generosa ración de queso parmesano. Pese a los esfuerzos de Nat la cantidad de espaguetis no parecía disminuir. Tom advirtió que el nerviosismo de su amigo iba en aumento y comía cada vez menos.
– Me pregunto qué estará haciendo Elliot en estos momentos -comentó Su Ling.
– Estará en el McDonald’s junto con todos esos tipejos de su equipo, comiendo hamburguesas y patatas fritas a cuatro carrillos y haciendo ver que todo va sobre ruedas -replicó Tom y bebió un trago de vino de la casa.
– Bueno, al menos podemos estar tranquilos de que ya no podrá hacernos ninguna jugarreta -declaró Nat.
– Yo no pondría las manos en el fuego -opinó Su Ling en el mismo momento en que Joe Stein entraba en el local.
– ¿Qué querrá Joe? -preguntó Tom que se levantó para llamar al colaborador.
Nat le sonrió a su director de campaña cuando este se acercó a la mesa, pero Joe no le devolvió la sonrisa.
– Tenemos un problema -les informó Joe-. Será mejor que vayamos inmediatamente a la sala donde están haciendo el recuento.
Fletcher caminó de un extremo al otro del pasillo, de la misma manera que había hecho su padre veinte años antes, durante una tarde que la señorita Nichol le había descrito en muchas ocasiones. Era como ver una vieja película en blanco y negro, siempre con el mismo final feliz. Fletcher se dio cuenta de que siempre acababa a unos pasos de la puerta del quirófano, como si esperara que alguien -cualquiera- hiciera su aparición.
Por fin se abrieron las puertas y salió una enfermera, pero pasó a la carrera junto a Fletcher sin decir palabra. Pasaron unos minutos más antes de que saliera el doctor Redpath. Se quitó la mascarilla y su expresión era grave.
– Acaban de trasladar a su esposa a su habitación -dijo-. Está bien, cansada, pero bien. Podrá verla dentro de unos minutos.
– ¿Cómo está el bebé?
– Han llevado a su hijo a la incubadora. Permítame que le acompañe.
El médico guió a Fletcher a lo largo del pasillo y se detuvo delante de un gran ventanal. Al otro lado había tres incubadoras. Dos estaban ocupadas. Vio cómo acomodaban suavemente a su hijo en la tercera. Su cuerpo diminuto se veía rojo y arrugado como una pasa. La enfermera le colocó un tubo de goma en la nariz. Luego le fijó un sensor en el pecho y lo conectó a un monitor. Su última tarea fue colocarle una pequeña pulsera en la muñeca izquierda con el nombre de Davenport. La pantalla del monitor entró en funcionamiento e incluso Fletcher, a pesar de sus muy rudimentarios conocimientos de medicina, se dio cuenta de que el corazón de su hijo latía muy débilmente. Miró preocupado al doctor Redpath.
– ¿Qué posibilidades tiene?
– Se ha adelantado diez semanas, pero si conseguimos que supere la noche, entonces es muy probable que sobreviva.
– ¿Qué posibilidades tiene? -insistió Fletcher.
– No hay reglas, ni porcentajes, ninguna ley que nos dé una garantía. Cada bebé es único, incluido el suyo -declaró el médico.
Se les acercó una enfermera.
– Ya puede ver a su esposa, señor Davenport. Si quiere acompañarme, por favor.
Fletcher le dio las gracias al doctor Redpath y siguió a la enfermera por las escaleras hasta la siguiente planta, donde estaba la habitación de su esposa. Annie estaba reclinada en la cama, contra varias almohadas.
– ¿Cómo está nuestro hijo? -le preguntó nada más verlo entrar.
– Muy bien. Es precioso, señora Davenport, y es muy afortunado al tener una madre absolutamente maravillosa.
– No me dejan verlo -protestó Annie en voz baja-, y deseo tanto tenerlo en mis brazos…
– Por el momento está en la incubadora -le explicó Fletcher-; hay una enfermera que lo vigila constantemente.
– Tengo la sensación de que hubiese pasado un siglo desde la cena con el profesor Abrahams.
– Sí, vaya noche -comentó Fletcher-. Un doble triunfo para ti. Has hechizado al socio principal de la firma donde quiero trabajar y luego has dado a luz a nuestro hijo. ¿Qué más quieres?
– Todo eso me parece sin importancia ahora que tenemos que ocuparnos de nuestro hijo. -Se calló un momento-. Harry Robert Davenport.
– Suena de maravilla -afirmó Fletcher-, nuestros padres estarán encantados.
– ¿Cómo lo llamaremos? -preguntó Annie-. ¿Harry o Robert?
– Yo sé cómo voy a llamarlo -contestó Fletcher en el momento en que la enfermera entraba en la habitación.
– Creo que es hora de que duerma, señora Davenport. Ha sido una jornada agotadora.
– Estoy de acuerdo -manifestó Fletcher.
Retiró las almohadas para que Annie no hiciera ningún esfuerzo y la ayudó a acomodarse. Annie le dedicó una sonrisa mientras apoyaba la cabeza en la almohada y su marido le dio un beso en la frente. La enfermera apagó la luz en cuanto Fletcher salió de la habitación.
Fletcher corrió escaleras arriba para ir a comprobar si los latidos del corazón de su hijo eran más fuertes. Miró la pantalla del monitor a través de la ventana; era tanta su desesperación por ver que marcaba una mayor intensidad, que se convenció a sí mismo de que así era. Mantuvo la nariz pegada al cristal.
– Sigue luchando, Harry -dijo y comenzó a contar los latidos por minuto. De pronto, le dominó el cansancio-. Aguanta, chico, lo conseguirás.
Se apartó de la ventana y fue a sentarse en una silla al otro lado del pasillo. En cuestión de minutos, dormía profundamente.
Se despertó sobresaltado cuando una mano le tocó suavemente en el hombro. Abrió los ojos con un gran esfuerzo; no tenía idea de cuánto tiempo había estado durmiendo. Primero vio a la enfermera, en cuyo rostro se reflejaba una expresión solemne. El doctor Redpath se encontraba a un paso más atrás de ella. No fue necesario que le dijeran que Harry Robert Davenport no lo había conseguido.
– Veamos, ¿cuál es el problema? -preguntó Nat mientras corrían hacia la sala donde se realizaba el escrutinio.
– Llevábamos una amplia ventaja hasta hace solo unos minutos -le explicó Joe, que jadeaba visiblemente después del esfuerzo de ir hasta el restaurante y en ese momento procurar seguir a la par de Nat a un ritmo que el candidato hubiese dicho que era un trote. Agotado, acortó el paso-. Entonces, aparecieron dos urnas llenas a rebosar y casi el noventa por ciento de los votos son para Elliot -añadió cuando llegaron a las escalinatas del edificio.
Nat y Tom no esperaron a Joe mientras subían los escalones de dos en dos y entraban en la sala. Al primero que vieron fue a Ralph Elliot, que parecía muy complacido consigo mismo. Nat volvió su atención hacia Tom, quien ya estaba atendiendo las explicaciones de Sue y Chris. Se apresuró a reunirse con ellos.
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