Su Ling se echó a reír por primera vez en más de una hora, justo en el momento en que Nat detenía el coche delante de la casa. Se bajó y corrió a abrirle la puerta a la muchacha. Su Ling salió del coche con tan mala fortuna que el tacón del zapato se enganchó en la rejilla de una boca de desagüe.
– Lo siento, lo siento -dijo ella mientras recuperaba el zapato y se calzaba-. Lo siento.
Nat se echó a reír y la abrazó.
– No, no -protestó Su Ling-, tu madre podría vernos.
– Eso espero -afirmó Nat.
El joven sonrió y la cogió de la mano mientras recorrían el corto sendero que llevaba hasta el porche.
La puerta se abrió mucho antes de que llegaran y Susan corrió a recibirles. Abrazó a Su Ling inmediatamente y exclamó:
– Nat no ha exagerado ni un ápice. Eres muy hermosa.
Fletcher no se dio mucha prisa en volver a la sala y se sorprendió al ver que el profesor seguía a su lado mientras caminaban por el pasillo. Cuando llegaron a la barandilla, el joven supuso que su mentor ocuparía su asiento un par de filas detrás de Annie y Jimmy, pero no fue así sino que continuó para ir a sentarse junto a Fletcher. Annie y Jimmy apenas podían disimular el asombro. El ujier anunció:
– Todos en pie. Preside su señoría el juez Abernathy.
En cuanto ocupó su lugar en el estrado, el juez saludó al fiscal general y luego dirigió su atención al equipo de la defensa; por segunda vez durante el juicio, en su rostro apareció una expresión de sorpresa.
– Veo que ha conseguido un ayudante, señor Davenport. ¿Debo consignar su nombre en las actas antes de que llame al jurado?
Fletcher miró al profesor, quien se levantó para responder:
– Ese es mi deseo, su señoría.
– ¿Su nombre? -preguntó el juez, como si no le hubiese visto en toda su vida.
– Karl Abrahams, su señoría.
– ¿Está usted cualificado para intervenir ante mi tribunal? -preguntó el juez con voz solemne.
– Creo que sí, señor -contestó Abrahams-. Soy miembro del colegio de abogados de Connecticut desde mil novecientos treinta y siete, aunque nunca he tenido el privilegio de intervenir delante de su señoría.
– Muchas gracias, señor Abrahams. Si el fiscal general no tiene ninguna objeción, consignaré su nombre en las actas como ayudante del señor Davenport.
El fiscal general se levantó, saludó al profesor con una leve inclinación y manifestó:
– Es un privilegio estar en la misma sala con el ayudante del señor Davenport.
– Entonces creo que no debemos esperar más para llamar al jurado -señaló el juez.
Fletcher observó atentamente los rostros de los siete hombres y cinco mujeres mientras ocupaban sus asientos. El profesor le había advertido que estuviese atento a los miembros del jurado que miraran directamente a su clienta, porque eso podría indicar un veredicto de inocencia. Le pareció que dos o tres lo hacían, pero no podía estar seguro.
El portavoz del jurado se levantó.
– ¿Han llegado ustedes aun veredicto en este caso? -preguntó el magistrado.
– No, su señoría, no hemos podido hacerlo -respondió el portavoz.
Fletcher notó que le sudaban las manos todavía más que en su primer discurso al jurado. El juez probó una segunda vez:
– ¿Han podido llegar a un veredicto mayoritario?
– No, no hemos podido, su señoría.
– ¿Creen que, si disponen de más tiempo, podrían llegar a un veredicto mayoritario?
– No lo creo, su señoría. Hemos estado divididos por partes iguales durante las últimas tres horas.
– Entonces no tengo más opción que declarar nulo el juicio y disolver el jurado. En nombre del estado, les doy las gracias por sus servicios.
El juez ya se dirigía al fiscal general, cuando el señor Abrahams se levantó.
– Me pregunto, su señoría, si podría solicitar su consejo en una pequeña cuestión técnica.
El juez lo miró intrigado y lo mismo hizo el fiscal general.
– Estoy impaciente por escuchar esa pequeña cuestión técnica.
– Permítame primero preguntarle a su señoría si me equivoco al creer que, en caso de celebrarse un nuevo juicio, los representantes de la defensa deben ser anunciados dentro de un plazo de catorce días.
– Esa es la práctica habitual, señor Abrahams.
– Entonces colaboraré con el tribunal al comunicar que si se presenta dicha situación, el señor Davenport y yo continuaremos representando a la acusada.
– Le doy las gracias por su pequeña cuestión técnica -manifestó el juez, que ya no parecía intrigado. Se dirigió al fiscal general-. Debo preguntarle ahora, señor Stamp, si tiene usted la intención de solicitar un nuevo juicio.
La atención de todos los presentes se centró en los cinco abogados del estado, que mantenían una animada conversación con las cabezas muy juntas. El juez Abernathy no hizo nada por meterles prisa y esperó pacientemente hasta que el señor Stamp se levantó.
– Consideramos, su señoría, que no beneficiará al interés del estado solicitar la celebración de un nuevo juicio.
El público aplaudió con entusiasmo mientras el profesor arrancaba una hoja de su cuaderno y se la pasaba a su alumno. Fletcher le echó un vistazo, se levantó una vez más y leyó textualmente:
– Su señoría, dadas las circunstancias, solicito la inmediata puesta en libertad de mi cliente. -Miró la siguiente frase del profesor y continuó con la lectura-: Quiero manifestar, además, mi agradecimiento por la corrección y la profesionalidad demostradas por el señor Stamp y su equipo durante todo el juicio.
El juez asintió y el señor Stamp se puso de pie.
– A mi vez felicito al señor letrado y a su ayudante por su labor en este su primer caso delante de su señoría. Asimismo, le deseo al señor Davenport todos los éxitos en la que estoy seguro será una brillante carrera.
Fletcher miró a Annie con una sonrisa de felicidad mientras el profesor Abrahams se levantaba.
– Protesto, su señoría.
Todos se volvieron para mirar al profesor.
– Yo no lo afirmaría con tanto convencimiento. Creo que aún le queda mucho trabajo por delante antes de que veamos realizada esa promesa.
– Se admite la protesta -dijo el juez Abernathy.
– Mi madre me enseñó los dos idiomas hasta que cumplí nueve años y para entonces ya estaba preparada para introducirme en el sistema escolar de Storrs.
– Allí fue donde di mis primeras clases -comentó Susan.
– No tardé en descubrir que me sentía mucho más a gusto con los números que con las palabras. -Michael Cartwright asintió, comprensivo-. Fui muy afortunada al tener a una maestra de matemáticas aficionada a la estadística y que además estaba fascinada por la importancia que tendrían los ordenadores en el futuro.
– Cada día dependemos más de ellos en las empresas de seguros -comentó Michael, mientras cargaba la pipa.
– ¿Qué tamaño tiene el ordenador de su empresa, señor Cartwright? -le preguntó Su Ling.
– Aproximadamente el tamaño de esta habitación.
– La próxima generación de estudiantes trabajará con ordenadores que no serán más grandes que las tapas de sus pupitres; la generación siguiente podrá tenerlos en la palma de la mano.
– ¿Crees realmente que eso es posible? -preguntó Susan, fascinada.
– La tecnología avanza a mucha velocidad y la demanda alcanzará unos niveles que obligará a bajar los precios rápidamente. En cuanto eso ocurra, los ordenadores serán como los teléfonos y los televisores en los años cuarenta y cincuenta. A medida que aumente el número de usuarios, más baratos y pequeños serán.
– Así y todo, habrá algunos ordenadores que continuarán siendo grandes -opinó Michael-. Piensa que mi empresa tiene más de cuarenta mil clientes.
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