– ¿Qué? -preguntó Nat.
– No te lo diré, pero a la vista de que has sido capaz de averiguar la traducción correcta de Su Ling, estoy segura de que descubrirás el significado de los dos pies y que nunca más lo volverás a hacer, a menos…
El viernes por la tarde, Tom llevó a Nat y Su Ling en su coche a la casa de su tía, en uno de los arbolados barrios residenciales de Boston. Era evidente que la señorita Russell había hablado con la madre de Su Ling, porque la instaló en un dormitorio en la planta alta, contiguo al suyo, y a Nat y Tom los envió al ala este.
A la mañana siguiente, después del desayuno, Su Ling se marchó a la entrevista que tenía con el profesor de estadística de Harvard, mientras que Nat y Tom recorrían el circuito de la carrera, algo que Nat siempre hacía cuando tenía que correr en un terreno que no conocía. Comprobaba todos los senderos más trillados y cada vez que llegaba a un arroyo, un muro o un desnivel, practicaba cruzarlo varias veces.
En el camino de regreso a través del campo, Tom le preguntó qué haría si Su Ling aceptaba la oferta de Harvard.
– Pues yo también vendré. Me matricularé en empresariales.
– ¿Hasta ese punto estás enamorado?
– Sí, y no puedo correr el riesgo de que algún otro apoye los dos pies en los de ella.
– ¿De qué estás hablando?
– Te lo explicaré en alguna otra ocasión. -Nat se detuvo en la orilla de una corriente de agua-. ¿Cómo crees que lo cruzarán?
– No lo sé, pero parece demasiado ancho para saltarlo.
– Estoy de acuerdo, así que supongo que intentarán alcanzar el área de cantos rodados que aflora en el centro.
– ¿Qué harás si no estás seguro? -preguntó Tom.
– Me pegaré a los talones de uno de su equipo, porque harán lo correcto sin pensarlo.
– ¿En qué puesto crees que quedarás? Recuerda que es el inicio de la temporada.
– Me daré por satisfecho si estoy en el grupo de los que cuentan.
– No te entiendo. ¿Es que no cuentan todos?
– No. Hay ocho corredores en cada equipo, pero solo cuentan seis para el resultado final. Si entro entre los doce primeros, cuento.
– ¿Cómo se hace la cuenta?
– El primero en cruzar cuenta como uno, el segundo dos, y así los demás. Cuando acaba la carrera, se suman los puntos de los seis primeros de cada equipo, y el equipo que menos puntos suma se proclama ganador. De esta manera, el séptimo y el octavo solo pueden contribuir si se sitúan por delante de cualquiera de los seis primeros del otro equipo. ¿Lo entiendes ahora?
– Sí, me parece que sí. -Tom miró su reloj-. Me voy. Le prometí a la tía Abigail que comería con ella. ¿Vienes?
– No. Comeré con el resto del equipo: un plátano, una hoja de lechuga y un vaso de agua. ¿Podrías recoger a Su Ling y ocuparte de que llegue a tiempo para que vea la carrera?
– No será necesario que se lo recuerde.
Cuando llegó a la casa, Tom se encontró a Su Ling y a su tía enfrascadas en una conversación mientras compartían un cuenco de sopa de almejas. Tom se dio cuenta de que su tía había cambiado de tema en el instante en que él había entrado en la habitación.
– Será mejor que comas algo -le dijo la tía-, si quieres llegar a tiempo para presenciar la salida.
Después de un segundo cuenco de sopa de almejas, Tom acompañó a Su Ling a través del circuito. Le explicó que Nat les había buscado un lugar desde donde verían a todos los participantes durante al menos un par de kilómetros y que si después cogían un atajo, llegarían a tiempo para ver al vencedor cruzar la línea de meta.
– ¿Tú entiendes lo que es un «contador»? -le preguntó Tom.
– Sí, Nat me lo explicó; es un sistema muy ingenioso que consigue que el ábaco parezca absolutamente moderno -respondió la muchacha-. ¿Quieres que te lo explique?
– Me parece una excelente idea.
Llegaron al lugar que les había indicado Nat y no tuvieron que esperar mucho para ver al primer corredor en la cumbre de la colina. Observaron al capitán del equipo de Boston pasar como una exhalación; otros diez competidores pasaron y se perdieron en la distancia antes de que apareciera Nat. Les dedicó un saludo mientras pasaba.
– Es el último contador -dijo Su Ling mientras se encaminaban hacia el atajo que los llevaría a la línea de meta.
– Calculo que mejorará dos o tres puestos ahora que sabe que estás tú aquí para ver la llegada.
– ¡Qué halagador! -exclamó Su Ling.
– ¿Aceptarás la oferta de Harvard? -le preguntó Tom en voz baja.
– ¿Nat te pidió que lo averiguaras? -replicó ella.
– No, aunque casi es de lo único que habla.
– He dicho que sí, pero con una condición.
Tom permaneció en silencio. Su Ling no le dijo cuál era la condición, así que él no preguntó.
Casi tuvieron que correr los últimos doscientos metros para asegurarse de que llegarían a tiempo para ver cómo el capitán del equipo de Boston levantaba los brazos en señal de triunfo al cruzar la meta. Tom no se equivocó, porque Nat acabó noveno y fue el cuarto contador de su equipo. Ambos corrieron a felicitarlo como si hubiese sido el vencedor. Nat se tumbó en el suelo agotado y se llevó una desilusión al saber que Boston había ganado por 31 a 24.
Después de cenar con la tía Abigail, emprendieron el largo viaje de regreso a Storrs. Nat apoyó la cabeza en la falda de Su Ling y se quedó profundamente dormido.
– No quiero pensar en lo que diría mi madre sobre nuestra primera noche juntos -le susurró la joven a Tom, que permanecía atento a la conducción.
– ¿Por qué no le cuentas toda la verdad y le dices que fue un ménage à trois ?
– Mamá opina que eres maravilloso -le dijo Su Ling mientras caminaban lentamente hacia el campus sur después de tomar el té.
– Qué mujer -exclamó Nat-. Sabe cocinar, lleva la casa y es una empresaria de éxito.
– No te olvides -señaló Su Ling- que fue rechazada en su propia tierra por dar a luz a la hija de un extranjero y que ni siquiera fue bien recibida en este país cuando llegó, que es la razón para que me criara de una manera tan estricta. Como muchos hijos de inmigrantes, no soy más inteligente que mi madre, pero al sacrificarlo todo para darme una educación de primera clase, me ha proporcionado unas oportunidades que ella nunca tuvo. Quizá ahora comprendas por qué siempre intento respetar sus deseos.
– Lo comprendo -dijo Nat-, y ahora que conozco a tu madre, quiero que tú conozcas a la mía, porque estoy muy orgulloso de ella.
Su Ling se echó a reír.
– ¿De qué te ríes, Pequeña Flor? -le preguntó Nat.
– En mi país, cuando el hombre conoce a la madre de una mujer es que admite la relación. Si el hombre después te pide que conozcas a su madre, eso significa casamiento. Si a continuación él no se casa con la chica, ella será una solterona durante el resto de su vida. Así y todo, asumiré el riesgo, porque ayer Tom me pidió que me casara con él mientras tú estabas corriendo.
Nat se inclinó para besarla en los labios y después apoyó los dos pies muy suavemente en los de ella. Su Ling sonrió.
– Yo también te quiero -dijo.
– ¿A ti qué te parece? -preguntó Jimmy.
– No tengo ni la menor idea -respondió Fletcher, que miró hacia la mesa del fiscal general, pero los representantes del estado no parecían preocupados ni complacidos.
– Siempre le podrías pedir su opinión al profesor Abrahams -dijo Annie.
– ¿Todavía está por aquí?
– Le vi rondando por los pasillos hace solo unos momentos.
Fletcher se levantó, abrió la portezuela de la barandilla que separaba a los asistentes y salió rápidamente de la sala. Miró a un lado y a otro del gran pasillo de mármol, pero no vio al profesor hasta que un nutrido grupo que aguardaba al pie de las escaleras comenzó a subirlas y dejó a la vista a un hombre de aspecto distinguido que estaba sentado en un banco, muy atareado en escribir en un cuaderno. Los funcionarios y la gente pasaban a toda prisa sin advertir su presencia. Fletcher se acercó un tanto intranquilo y aguardó mientras Abrahams continuaba escribiendo. Le pareció que no debía interrumpirle y esperó pacientemente hasta que el profesor lo miró.
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