Jeffrey Archer - Juego Del Destino

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Jeffrey Archer, con su habitual maestría narrativa, presenta en su última novela una apasionante historia marcada por un insólito cruce de destinos: dos hermanos gemelos separados al nacer y que desconocían la existencia del otro, se reencuentran treinta años más tarda como rivales políticos. Ambos pertenecen a familias de distinta extracción social y credo ideológico, pero el azar propiciará que sea Fletcher quien defienda a su hermano Nat, acusaso del asesinato de su rival en las elecciones a gobernador. Cuando Fletcher sufra un accidente y sea necesario conseguir sangre de un grupo muy extraño se desvelará el parentesco. Una trama perfectamente urdida en torno a las sorpresas que puede deparar el destino, al podeer político, al juego sucio, a la pérdida y al reencuetro, que ha hecho las delicias de miles de lectores en Inglaterra y Estados Unidos.

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– Lo sabrás cuando des con la persona adecuada -dijo Nat.

– ¿Tú crees? No lo sé. Tú eres una de las pocas personas que nunca ha demostrado el más mínimo interés por mi fortuna y casi eres el único que siempre insistes en pagar tu parte. Te sorprendería saber cuántos creen que debo pagar la cuenta solo porque me lo puedo permitir. Desprecio a esas personas y eso hace que mi círculo de amigos acabe siendo muy pequeño.

– Pues mi última amiga es muy pequeña -comentó Nat, en un intento por sacar a Tom de su malhumor-; sé que te gustará.

– ¿La chica a quien le cogiste la mano?

– Sí, Su Ling. Calculo que mide un metro cincuenta y ocho y ahora que está de moda ser delgada, será la mujer más buscada de toda la universidad.

– ¿Su Ling? -dijo Tom.

– ¿La conoces? -le preguntó Nat.

– No, pero mi padre me ha dicho que ella se ha hecho cargo del nuevo centro informático que ha fundado su empresa y que los profesores prácticamente han desistido de enseñarle nada.

– Anoche no mencionó nada sobre ordenadores -replicó Nat.

– Pues más te vale que actúes deprisa, porque papá también mencionó que el MIT y Harvard intentan llevársela de aquí. Ya estás avisado, hay un gran cerebro en ese pequeño cuerpo.

– Una vez más me he comportado como un verdadero imbécil -comentó Nat-, porque incluso me burlé de ella por su inglés, cuando es capaz de dominar un nuevo lenguaje que todo el mundo desea conocer. Por cierto, ¿esta es la razón por la que querías verme?

– No, no tenía idea de que salieras con un genio.

– No salgo con ella -replicó Nat-. Es una mujer amable, inteligente y hermosa, que piensa que cogerse de la mano es el paso previo a la promiscuidad. -Se calló un momento-. Por tanto, si no ha sido para discutir mi vida sexual, ¿se puede saber a qué viene este desayuno casi de trabajo?

Tom renunció a los huevos y los apartó.

– Antes de regresar a Yale, quiero saber si te presentarás para representante estudiantil. -Esperó las frases habituales: «No cuentes conmigo», «No me interesa», «Te has equivocado de persona», pero Nat no dijo nada por el estilo.

– Anoche lo hablé con Su Ling -respondió finalmente-, y a su manera deliciosamente encantadora, me comentó que no era que yo les entusiasmara, sino que no querían a Elliot. «El menos malo», fueron sus palabras exactas, si no recuerdo mal.

– Estoy seguro de que tiene razón -manifestó Tom-, pero eso podría cambiar si les dieras una oportunidad para que te conocieran mejor. Has llevado una vida casi de recluso desde que has vuelto a la universidad.

– Tenía que ponerme al día -se defendió Nat.

– Pues ese ya no es el caso, como bien demuestran las notas que has sacado, así como que te hayan seleccionado para correr en el equipo de la universidad.

– Si tú estuvieses aquí, Tom, no vacilaría en presentarme como candidato a representante de los estudiantes, pero mientras estés en Yale…

Fletcher se levantó para enfrentarse al jurado y, en su imaginación, vio en los rostros de todos la sentencia: noventa y nueve años. Si en ese momento hubiese podido dar marcha atrás, hubiera aceptado la oferta de los tres años de condena sin vacilar. En cambio, ya solo le quedaba una tirada de dados para conseguirle la libertad a la señora Kirsten. Tocó por un segundo el hombro de su clienta y se volvió para buscar la sonrisa de Annie, que le apoyaba totalmente en la defensa de la mujer. La sonrisa desapareció en cuanto vio quién estaba sentado dos filas más atrás. El profesor Karl Abrahams le dedicó una inclinación de cabeza. Al menos Jimmy sabría por fin lo que hacía falta para conseguir un saludo del dios.

– Miembros del jurado -comenzó Fletcher con un leve temblor en la voz-. Han escuchado ustedes las persuasivas palabras del fiscal general mientras dirigía su ponzoña contra mi clienta, así que quizá este sea el momento de demostrar dónde tendría en realidad que volcar su inquina. Pero primero deseo dedicar unos momentos a hablar de ustedes. Los periódicos han mencionado hasta el cansancio que no he puesto objeción alguna en la selección de los miembros de raza blanca y, como se puede comprobar, son ustedes diez. La prensa, además, señaló que si hubiese conseguido un jurado con mayoría de mujeres negras, eso hubiese sido un gran paso para asegurarme de que la señora Kirsten fuera absuelta. Pero no quise que fuese así. Apoyé la elección de cada uno de ustedes por otra razón.

Los miembros del jurado lo miraron, intrigados.

– Tampoco el fiscal general ha conseguido averiguar por qué no he planteado ninguna objeción -añadió Fletcher, que se volvió por un instante para mirar al señor Stamp-. Crucé los dedos para que tampoco ninguno de los miembros de su considerable equipo adivinara por qué los había seleccionado. Por consiguiente, ¿qué es lo que todos ustedes tienen en común? -El fiscal general tenía en ese momento la misma expresión de desconcierto que los jurados. Fletcher señaló a la señora Kirsten-. Como la acusada, todos ustedes llevan casados más de nueve años. -El joven volvió a mirar al jurado-. No hay entre ustedes solteros ni solteras sin experiencia en la vida conyugal, o de lo que ocurre entre dos personas detrás de una puerta cerrada. -Fletcher vio a una mujer en la segunda fila del jurado que se estremeció. Recordó el comentario de Abrahams referente a que en un jurado de doce personas, es muy probable que haya por lo menos una que haya pasado por la misma experiencia del acusado. Acababa de identificarla-. ¿Quién entre ustedes se estremece al pensar que su pareja regresará pasada la medianoche, borracho perdido y dispuesto a descargar su violencia? Para la señora Kirsten, esto se convirtió en algo habitual seis noches de cada siete, durante nueve años. Miren a esta frágil mujer y pregúntense: ¿qué posibilidades tenía de enfrentarse a un hombretón de casi un metro noventa de estatura y ciento diez kilos de peso?

Fletcher hizo una pausa, sin apartar la mirada de la mujer que se había estremecido.

– ¿Quién de ustedes llega a su casa por la noche y teme que su marido coja un rodillo de amasar, un rallador o incluso un cuchillo, no con la intención de utilizarlo en la cocina en la preparación de la comida, sino en el dormitorio para desfigurar a su esposa? ¿De qué disponía la señora Kirsten para defenderse, esta mujer que mide un metro cincuenta y cinco de estatura y pesa cincuenta kilos? ¿Una almohada? ¿Una toalla? ¿Un matamoscas quizá? -Fletcher hizo otra pausa-. Es algo que ninguno de ustedes ha considerado, ¿no es así? -Miró a los demás jurados-. ¿Por qué? Porque sus esposas y maridos no son malvados. Damas y caballeros, ¿cómo pueden llegar siquiera a entender lo que ha soportado esta mujer un día sí y otro también?

»No satisfecho con semejantes agresiones, una noche ese matón regresó a su casa borracho, subió las escaleras, cogió a su esposa por los cabellos y la arrastró escaleras abajo hasta la cocina; ya estaba aburrido de golpearla. -Fletcher caminó hacia su clienta-. Necesitaba probar algo nuevo que lo excitara, y ¿qué vio Anita Kirsten en el momento en que su marido la arrastraba a la cocina? Uno de los fogones de la cocina está al rojo vivo y espera a su víctima. -Se volvió bruscamente para enfrentarse al jurado-. ¿Pueden ustedes imaginar cuál fue su pensamiento cuando vio aquel anillo de fuego? Él le sujetó la mano como si fuese un bistec y la aplastó contra el fogón durante quince segundos. -Fletcher cogió la mano de la señora Kirsten y se la levantó para que los jurados vieran la terrible huella de la cicatriz en la palma, miró su reloj y contó quince segundos, antes de añadir-: Entonces ella perdió el conocimiento.

»¿Quién entre ustedes puede imaginar este horror? ¿Quién entre ustedes sería capaz de soportarlo? Entonces, ¿por qué el fiscal general solicita una pena de noventa y nueve años? Porque, según dice, el asesinato fue premeditado. Nos asegura que no se trató de un crimen perpetrado en un momento de desesperación con el único propósito de acabar con la tortura. -Fletcher se encaró entonces con el fiscal-. Por supuesto que fue premeditado y por supuesto que ella sabía exactamente lo que hacía. Si usted midiese un metro cincuenta y cinco, y se viera atacado por un hombretón de casi un metro noventa, ¿confiaría en poder defenderse con un cuchillo, un revólver o algún instrumento romo que el matón podría arrebatarle sin problemas y utilizar contra usted? -Fletcher caminó lentamente hacia el jurado-. ¿Quién entre ustedes cometería semejante estupidez? ¿Quién entre ustedes, de haber pasado por lo mismo que ella, no lo planearía? Piensen en esta pobre mujer la próxima vez que tengan una pelea con su pareja. Después de algunas palabras agrias, ¿recurrirían a un fogón al rojo vivo para demostrar que tienen razón? -Miró uno a uno a los siete hombres del jurado-. ¿Un hombre así merece compasión alguna?

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