– Llevaba años dándole una paliza tras otra y también maltrataba a sus hijos -señaló Fletcher.
– ¿Tienes alguna prueba de eso, letrado? -le preguntó Jimmy.
– No muchas, pero el día que aceptó contratarme, saqué varias fotos de los golpes que tenía por todo el cuerpo y de la quemadura en la palma de la mano que conservará durante el resto de sus días.
– ¿Cómo se la hizo? -preguntó Annie.
– El malnacido del marido le aplastó la mano contra el fogón de la cocina y no la soltó hasta que ella perdió el conocimiento.
– Un tipo encantador -opinó Annie-. En ese caso, ¿qué te impide no aceptar el cargo de homicidio sin premeditación e insistir con las circunstancias atenuantes?
– Solo el miedo de perder el caso y que la señora Kirsten pase el resto de su vida en la cárcel.
– ¿Cómo es que te pidió a ti que fueses su abogado defensor? -intervino Jimmy.
– No había nadie más que quisiera el trabajo -le contestó Fletcher-. Además, mis honorarios le parecieron irresistibles.
– Te enfrentas al fiscal general del estado.
– Cosa que también resulta un misterio, porque no acabo de entender por qué se molesta a representar al estado en un caso como este.
– La respuesta es muy sencilla -dijo Jimmy-. Una mujer negra mata a un hombre blanco en un estado donde solo un veinte por ciento de la población es negra, más de la mitad de ellos no se molestan en votar y, sorpresa, sorpresa, hay elecciones en mayo.
– ¿Cuánto tiempo te ha dado Stamp para que le comuniques tu decisión? -le preguntó Annie.
– El juicio se reanuda el próximo lunes.
– ¿Puedes permitirte el tiempo que te requeriría un juicio largo? -le interrogó Annie.
– No, pero no puedo convertir eso en una excusa para aceptar el trato de buenas a primeras.
– Por tanto, pasaremos las vacaciones en el juzgado número tres, ¿no es así? -Annie sonrió.
– Bien podría ser que nos tocara el número cuatro -contestó Fletcher y cogió a su esposa por la cintura.
– ¿Se te ha ocurrido pedirle al profesor Abrahams que te aconseje sobre qué debería hacer tu cliente?
Jimmy y Fletcher la miraron, incrédulos.
– Él aconseja a presidentes y jefes de Estado -señaló Fletcher.
– Y quizá a algún gobernador -añadió Jimmy.
– Entonces quizá le ha llegado el momento de que comience a aconsejar a un alumno de segundo de derecho. Después de todo, para eso le pagan.
– No sabría ni por dónde empezar -protestó Fletcher.
– Podrías coger el teléfono y preguntarle si te puede recibir -dijo Annie-. Estoy segura de que se sentirá halagado.
Nat llegó a Mario’s quince minutos antes de la hora. Había escogido ese restaurante porque era sencillo: manteles a cuadros rojos y blancos, flores frescas en las mesas y fotos de Florencia en blanco y negro en las paredes. Tom le había dicho que la pasta era casera y que la cocinaba la esposa del dueño; esto le había recordado su viaje a Roma. Había seguido el consejo de Tom y se había vestido con una camisa azul, pantalones grises y un jersey azul marino. Nada de americana y corbata. Tom le había dado su aprobación.
Nat habló con Mario, quien le ofreció una mesa discreta al fondo del local. Leyó el menú varias veces y consultó su reloj otras tantas, cada vez más nervioso. Comprobó una docena de veces que llevaba dinero suficiente por si no aceptaban tarjetas de crédito. Quizá tendría que haber dado unas vueltas a la manzana antes de entrar.
En el momento que la vio, se dio cuenta de que había metido la pata. Su Ling vestía un impecable traje chaqueta azul, blusa de color crema y zapatos azules. Nat se levantó y la llamó con un gesto. Ella sonrió; una sonrisa que no había visto hasta entonces y que la hizo parecer todavía más seductora. Su Ling se acercó.
– Tengo que pedirte disculpas -dijo Nat, mientras le acercaba la silla.
– ¿Por qué? -replicó ella, intrigada.
– Mi ropa. Confieso que dediqué mucho tiempo a pensar cómo me vestiría y veo que me equivoqué por completo.
– Yo también -admitió Su Ling-. Supuse que te presentarías con el uniforme cubierto de medallas. -Se quitó la chaqueta y la dejó en el respaldo de la silla.
Nat se echó a reír y les resultó imposible dejar de hacerlo durante las dos horas siguientes, hasta que él le preguntó si quería café.
– Sí, solo, por favor.
– Te he hablado de mi familia, ahora háblame de la tuya -dijo Nat-. ¿Tú también eres hija única?
– Sí, mi padre era brigada en Corea cuando conoció a mi madre. Se casaron solo unos pocos meses antes de que lo mataran en la batalla de Yudam-ni.
Nat sintió el deseo de cogerle la mano.
– Lo siento.
– Muchas gracias -respondió ella sencillamente-. Mamá decidió venir a Estados Unidos para que nos reuniéramos con mis abuelos. Pero nunca dimos con su paradero. -Esta vez sí le cogió la mano-. Yo era muy pequeña para saber lo que pasaba, pero mi madre no es de las que se rinden fácilmente. Encontró un empleo en la lavandería Storrs, cerca de la librería, y el propietario nos dejó ocupar las habitaciones de encima del local.
– Conozco la lavandería -afirmó Nat-. Mi padre lleva allí las camisas. Lo hacen muy bien y…
– … y ha sido desde que mi madre se hizo cargo, pero tuvo que sacrificarlo todo para darme una buena educación.
– Tu madre se parece mucho a la mía -señaló Nat en el momento en que Mario se acercaba a la mesa.
– ¿Todo a su gusto, señor Cartwright?
– Una cena excelente, muchas gracias, Mario. Ya puede traer la cuenta.
– Desde luego, señor Cartwright, y permítame decirle que ha sido un honor para nosotros tenerle en nuestro restaurante.
– Muchas gracias -respondió Nat, que hizo todo lo posible por disimular la vergüenza.
– ¿Cuánto le has dado de propina para que dijera eso? -le preguntó Su Ling.
– Diez dólares; siempre lo dice a la perfección.
– ¿Sale a cuenta?
– Por supuesto. La mayoría de las chicas comienzan a desnudarse antes de que lleguemos al coche.
– O sea, ¿que siempre las traes aquí?
– No. Si creo que solo será cosa de una noche, las llevo al McDonald’s y luego a un motel; si es algo más serio, entonces vamos al hostal Altnaveigh.
– Así pues, ¿cuál es el grupo escogido para Mario’s? -preguntó Su Ling.
– Es una pregunta que no te puedo responder, porque nunca había traído a nadie a Mario’s hasta ahora.
– Me siento halagada -comentó Su Ling mientras él la ayudaba a ponerse la chaqueta. Cuando salieron del restaurante, la muchacha le cogió de la mano-. En realidad eres muy tímido, ¿no es así?
– Sí, supongo que sí -respondió Nat.
– A diferencia de tu enemigo número uno, Ralph Elliot. -Nat no dijo nada-. Me invitó a salir a los pocos minutos de conocernos.
– Si quieres saber la verdad, yo también lo hubiese hecho, pero te marchaste.
– Si no recuerdo mal, salí corriendo. -Nat sonrió-. Lo interesante de verdad es saber cuánto tiempo te llevó convertirte en un héroe nacional. -Nat se disponía a protestar cuando ella añadió-: Una media hora.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque te he estado investigando, capitán Cartwright, y para citar a Steinbeck, «estás navegando con falsos colores». Aprendí la cita hoy mismo -le aclaró-. No vayas a creer que soy muy leída. Cuando subiste al helicóptero, ni siquiera llevabas un arma. Eras un oficial de intendencia que nunca tendría que haber estado a bordo de aquel aparato. En realidad, ya fue bastante malo que subieras al helicóptero sin permiso, pero es que también te bajaste sin autorización. Por cierto, que si no lo hubieses hecho podrías haber acabado ante un consejo de guerra.
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