Jeffrey Archer - Juego Del Destino

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Jeffrey Archer, con su habitual maestría narrativa, presenta en su última novela una apasionante historia marcada por un insólito cruce de destinos: dos hermanos gemelos separados al nacer y que desconocían la existencia del otro, se reencuentran treinta años más tarda como rivales políticos. Ambos pertenecen a familias de distinta extracción social y credo ideológico, pero el azar propiciará que sea Fletcher quien defienda a su hermano Nat, acusaso del asesinato de su rival en las elecciones a gobernador. Cuando Fletcher sufra un accidente y sea necesario conseguir sangre de un grupo muy extraño se desvelará el parentesco. Una trama perfectamente urdida en torno a las sorpresas que puede deparar el destino, al podeer político, al juego sucio, a la pérdida y al reencuetro, que ha hecho las delicias de miles de lectores en Inglaterra y Estados Unidos.

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– ¿Nombre?

– Davenport, señor.

– ¿Por casualidad está usted en condiciones de explicarnos qué ha querido decir con ese «pero», señor Davenport?

– La señora Demetri fue informada por su abogado de que si ganaba el caso, dado que ninguno de los dos era el socio mayoritario, la empresa cesaría su actividad económica. La ley Kendall de mil novecientos cuarenta y uno. Entonces ella puso a la venta sus acciones, que fueron adquiridas por el principal competidor de su marido, un tal señor Canelli, por cien mil dólares. No puedo probar que el señor Canelli se estuviera, o no, acostando con la señora Demetri, pero sí sé que la empresa se declaró en quiebra un año más tarde; entonces ella recompró las acciones a diez centavos cada una, por un monto de siete mil trescientos dólares, y a continuación formó una nueva sociedad con su marido.

– ¿El señor Canelli pudo demostrar que los Demetri habían actuado en complicidad?

Fletcher pensó la respuesta a fondo. ¿Abrahams le estaba tendiendo una trampa?

– ¿Por qué vacila? -le preguntó Abrahams.

– No constituye una prueba, profesor.

– No importa. ¿Qué es lo que quiere decirnos?

– La señora Demetri tuvo su segundo hijo un año más tarde y en la partida de nacimiento consta como padre el señor Demetri.

– Tiene usted razón, no es una prueba. Entonces, ¿cuál fue la acusación?

– Ninguna. La verdad es que la nueva empresa fue todo un éxito.

– Si fue así, ¿cómo fue que contribuyeron a la modificación de la ley?

– El juez puso el caso en manos del fiscal general de aquel estado para que lo estudiara.

– ¿Qué estado?

– El estado de Ohio y la consecuencia fue que aprobaron la ley de sociedades matrimoniales.

– ¿En qué año?

– En mil novecientos cuarenta y nueve.

– ¿Cuáles fueron los cambios relevantes?

– Los cónyuges no pueden recomprar las acciones vendidas de una antigua sociedad de la que fueron socios, si eso les beneficia directamente como individuos.

– Muchas gracias, señor Davenport -dijo el profesor, en el momento en que el reloj marcaba las once-. Su «pero» ha estado bien explicado. -Se escucharon algunos aplausos-. Pero no hasta ese extremo -añadió Abrahams mientras abandonaba el aula.

Nat se sentó a la sombra delante del edificio del comedor y esperó pacientemente. Después de haber visto salir del comedor a unas quinientas chicas, llegó a la conclusión de que la delgadez extrema de la muchacha se debía pura y simplemente al hecho de que no comía. Entonces la vio salir a la carrera por la puerta giratoria. El joven había tenido tiempo más que suficiente para ensayar sus palabras, pero le dominaron los nervios cuando la alcanzó.

– Hola, soy Nat. -Ella lo miró sin sonreír-. Nos conocimos el otro día.

Ella siguió sin responder.

– En la cumbre de la colina.

– Sí, lo recuerdo.

– No me dijiste tu nombre.

– No, no te lo dije.

– ¿He hecho algo que te ha enfadado?

– No.

– Entonces, ¿puedo preguntarte qué querías decir con «tu reputación»?

– Cartwright, quizá te sorprenda saber que en esta universidad hay algunas mujeres a las que no les parece correcto que te creas con el derecho automático a reclamar su virginidad solo porque hayas ganado la medalla al honor.

– Nunca he creído tal cosa.

– Pues en ese caso deberías saber que la mitad de las mujeres del campus afirman haberse acostado contigo.

– Pueden decir lo que quieran -replicó Nat-. La verdad es que solo hay dos que pueden demostrarlo.

– Todo el mundo sabe la cantidad de chicas que te persiguen.

– Pues si lo hacen, no parecen capaces de alcanzarme, como estoy seguro de que recordarás. -Se echó a reír, pero ella no le secundó-. ¿Por qué no puede gustarme una chica como a todos los demás?

– Porque no eres como los demás -respondió ella en voz baja-. Eres un héroe de guerra que cobras la paga de capitán y como tal esperas que los demás te obedezcan.

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Alguien que te conoce desde el instituto.

– ¿Me equivoco si digo que se trata de Ralph Elliot?

– No, no te equivocas. El mismo a quien intentaste robarle el cargo de representante del claustro de estudiantes en Taft…

– ¿Que yo hice qué? -exclamó Nat.

– … y después copiaste su trabajo para presentarlo en Yale -acabó ella, sin hacer caso de la interrupción.

– ¿Es eso lo que te dijo?

– Sí -contestó la muchacha tranquilamente.

– En ese caso, quizá tendrías que preguntarle cómo es que no está en Yale.

– Me explicó que tú le acusaste a él de lo mismo, así que rechazaron su solicitud. -Nat ya iba a estallar de nuevo, cuando ella añadió-: Ahora pretendes ser el representante del claustro de estudiantes y al parecer tu única estrategia consiste en conseguir los votos que necesitas en la cama.

Nat hizo lo imposible por dominarse.

– En primer lugar, no quiero presentarme como candidato a representante estudiantil, y segundo, solo me he acostado con tres mujeres en mi vida: una estudiante de aquí que conocí en el instituto, una secretaria en Vietnam y una cita de una noche que ahora lamento. Si te enteras de alguna más, por favor, preséntamela porque me gustaría conocerla. -La muchacha se detuvo y miró a Nat por primera vez-. La que sea -repitió él-. ¿Ahora puedo saber cuál es tu nombre?

– Su Ling -contestó ella con voz muy suave.

– Su Ling, si te prometo que no intentaré seducirte hasta después de haber pedido tu mano en matrimonio, conseguir el permiso de tus padres, comprar la alianza, reservar la iglesia y publicar los edictos, ¿aceptarás que te invite a cenar?

Su Ling se echó a reír.

– Me lo pensaré. Perdona que me marche, pero es que llego tarde a clase.

– ¿Cómo haré para dar contigo? -le preguntó Nat, desesperado.

– Si pudiste dar con el Vietcong, capitán Cartwright, ¿crees que te resultará muy difícil dar conmigo?

17

– Todos en pie. El estado contra la señora Anita Kirsten. Preside su señoría el juez Abernathy.

El juez ocupó su sitio y miró hacia la mesa de la defensa.

– ¿Cómo se declara, señora Kirsten?

Fletcher se levantó detrás de la mesa de la defensa.

– Mi cliente se declara inocente, su señoría.

– ¿Representa usted a la acusada? -preguntó el magistrado.

– Sí, su señoría.

El juez Abernathy echó una ojeada al pliego de cargos.

– No creo haberle visto antes, señor Davenport.

– No, su señoría, esta es mi primera intervención en su juzgado.

– ¿Quiere acercarse al estrado, señor Davenport?

– Sí, señor. -Fletcher abandonó su sitio y se acercó al estrado.

El fiscal se reunió con ellos.

– Buenos días, caballeros -dijo el juez Abernathy-. ¿Puedo saber si tiene la titulación necesaria para que sea reconocido en mi juzgado, señor Davenport?

– No, su señoría.

– Comprendo. ¿Su cliente lo sabe?

– Sí, señor, lo sabe.

– Así y todo, ¿está dispuesta a que la represente, a pesar de que se la acusa de un crimen capital?

– Sí, señor.

El juez miró al fiscal general de Connecticut.

– ¿Tiene usted alguna objeción a que el señor Davenport represente a la señora Kirsten?

– Ninguna en absoluto, su señoría; el estado lo agradece.

– No me cabe duda -manifestó el juez-. Aun así, debo preguntarle, señor Davenport, si tiene algún tipo de experiencia en leyes.

– Muy poca, su señoría -admitió Fletcher-. Estoy cursando el segundo curso de derecho en Yale y este será mi primer caso.

El juez y el fiscal sonrieron al escucharle.

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