Otro problema al que se enfrentó Nat fue la respuesta que escuchaba cada vez que quería salir con una chica. Algunas solo pretendían acostarse con él en el acto, mientras que otras lo rechazaban de mala manera. Tom le había advertido que llevárselo a la cama era algo así como un trofeo que se disputaban muchas estudiantes y Nat no tardó mucho en descubrir que había algunas que se jactaban falsamente de haberlo conseguido.
– La fama tiene sus desventajas -comentó Nat.
– Si quieres cambiamos -le replicó Tom.
La única excepción resultó ser Rebecca, quien dejó claro desde el día que Nat regresó al campus que deseaba una segunda oportunidad. Nat se mostró algo escéptico en el tema de reavivar la vieja llama y llegó a la conclusión de que si querían reanudar la relación, tendría que ser poco a poco. Rebecca, en cambio, tenía otros planes.
Después de la segunda cita, lo invitó a su habitación para tomar un café e intentó desnudarlo apenas cerró la puerta. Nat se apartó y lo único que se le ocurrió dar como excusa fue que al día siguiente tenía programada una carrera. Rebecca no se dio por vencida y cuando reapareció unos minutos más tarde con dos tazas de café, llevaba como única prenda un camisón casi transparente. Nat comprendió de pronto que no sentía nada por ella, así que se bebió el café de un trago y volvió a decirle que necesitaba irse a dormir temprano.
– En el pasado los entrenamientos no te preocupaban en lo más mínimo -se burló Rebecca.
– Entonces tenía un buen par de piernas -le replicó Nat.
– Quizá lo que ocurre es que ya no estoy a tu altura -señaló Rebecca-, ahora que todo el mundo te considera un héroe.
– No tiene nada que ver con eso. Solo…
– Solo es que Ralph acertó contigo desde el primer momento.
– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Nat vivamente.
– Que sencillamente eres inferior a él. -Rebecca guardó silencio un momento-. Dentro o fuera de la cama.
Nat iba a responderle, pero decidió que no valía la pena. Se marchó sin decir palabra. Más tarde, mientras estaba en la cama, se dio cuenta de que Rebecca, como muchas otras cosas, formaba parte de su pasado.
Uno de los descubrimientos más sorprendentes que hizo Nat a su regreso a la universidad fue ver el número de condiscípulos que le presionaban para que fuese el rival de Elliot en las elecciones para representante del claustro de estudiantes. Pero Nat dejó bien claro que no tenía el menor interés en presentarse a unas elecciones cuando todavía necesitaba hacer grandes esfuerzos para recuperar el tiempo perdido.
Cuando regresó a casa al final de su segundo curso, Nat le comentó a su padre que estaba tan satisfecho con que su tiempo en la carrera de campo a través hubiera bajado de una hora como por haber terminado el curso entre los seis primeros de la clase.
Nat y Tom viajaron a Europa durante el verano. Nat descubrió que una de las muchas ventajas del sueldo de capitán era que le permitía acompañar a su amigo íntimo sin tener la sensación de que no podía permitirse ese lujo.
La primera escala fue Londres, donde presenciaron el desfile de la guardia por Whitehall. Nat se dijo a sí mismo que hubiesen sido una fuerza formidable en Vietnam. En París, pasearon por los Campos Elíseos y lamentaron tener que recurrir al diccionario cada vez que veían a una mujer hermosa. Luego viajaron a Roma, donde en los pequeños restaurantes de callejuelas perdidas descubrieron el verdadero sabor de la pasta; juraron que nunca más volverían a comer en un McDonald’s.
Pero hasta que no llegaron a Venecia Nat no cayó rendido del todo; en un santiamén se convirtió en un joven promiscuo y sus gustos iban desde los desnudos a las vírgenes. Todo comenzó con Da Vinci, seguido por Bellini y luego Luini. Tal era la intensidad de su emoción que Tom estuvo de acuerdo en que pasarían algunos días más en Italia y que añadirían Florencia a su itinerario. En cada esquina se encontraba con una nueva amante: Miguel Ángel, Caravaggio, Canaletto, Tintoretto. Prácticamente cualquiera con una o al final del apellido era digno de figurar en el harén de Nat.
El profesor Karl Abrahams llegó puntualmente para dar su quinta clase del semestre y miró a los alumnos que llenaban el aula.
Comenzó la clase sin un libro, una carpeta o siquiera una nota delante, mientras les explicaba el caso de Carter contra Amalgamated Steel, que hizo historia.
– El señor Carter -comenzó el profesor- perdió un brazo en un accidente laboral en mil novecientos veintitrés y fue despedido sin recibir ni un céntimo como indemnización. Estaba incapacitado para buscar un nuevo empleo en su ramo, dado que ninguna otra siderúrgica le hubiera dado trabajo a un hombre manco, y cuando no le aceptaron para trabajar como portero en un hotel local, comprendió que no volvería a trabajar nunca más. La ley de indemnizaciones laborales no se aprobó hasta mil novecientos veintisiete, así que el señor Carter decidió dar el paso nada habitual y casi desconocido en aquel entonces de demandar a sus patronos. No podía permitirse contratar a un abogado, eso es algo que no ha cambiado con los años, pero un joven estudiante de derecho, que consideraba que el señor Carter no había recibido la indemnización que se merecía, se ofreció voluntario para representarlo en el juzgado. Ganó el caso y Carter fue indemnizado con cien dólares, una cantidad que seguramente ustedes considerarán como mínimo exigua para la lesión sufrida. No obstante, la actuación de estos dos hombres fue la responsable de que se modificara la ley. Confiemos en que alguno de ustedes pueda hacer en algún momento futuro que se modifique una ley para reparar una injusticia. Un inciso: el joven abogado se llamaba Theo Rampleiri. Se libró por los pelos de que no le echaran de la facultad por dedicar tanto tiempo al caso Carter. Más tarde, años después, fue designado como miembro del Tribunal Supremo.
Abrahams se calló un momento y frunció el entrecejo.
– El año pasado la General Motors le pagó al señor Cameron cinco millones de dólares por la pérdida de una pierna. Esto a pesar de que la empresa demostró que la lesión se había debido a la negligencia del señor Cameron. -Abrahams les explicó paso a paso el juicio, antes de añadir-: La ley es muy a menudo, como el señor Charles Dickens deseaba hacernos creer, una bestia, y quizá todavía más importante, indiscriminadamente imperfecta. No tengo palabras para el abogado que solo busca la manera de saltarse las leyes, sobre todo cuando saben exactamente qué pretendían el Senado y el Congreso cuando las aprobaron. Habrá aquellos entre vosotros que olvidarán estas palabras en cuanto entren en alguna ilustre firma de abogados, cuyo único interés es ganar como sea. Pero habrá otros, quizá no muchos, que recordarán las palabras de Lincoln: «Que se haga justicia».
Fletcher dejó de tomar apuntes por un momento y miró a su profesor.
– Para la clase siguiente -dijo Abrahams-, espero que hayan buscado los cinco casos que siguieron al de Carter contra Amalgamated Steel, hasta Demetri contra Demetri, todos los cuales dieron pie a modificaciones en la ley. Podrán trabajar en parejas, pero las parejas no se podrán consultar entre ellas. Espero que haya quedado claro. -El reloj marcó las once-. Buenos días, damas y caballeros.
Fletcher y Jimmy compartieron el trabajo de buscar documentación de los casos y para el final de la semana, habían encontrado tres que eran relevantes. Joanna recordó por casualidad un cuarto que había oído mencionar en Ohio durante la infancia, aunque rehusó darles cualquier otra pista.
– ¿Qué hay de aquello de obedecerás, honrarás y respetarás? -le recriminó Jimmy.
– Nunca prometí obedecerte, jovenzuelo -se limitó a decir ella-. Por cierto, si Elizabeth se despierta durante la noche te toca a ti cambiarle el pañal.
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