– Esta noche, imposible -le interrumpió Jimmy-. Joanna me ha invitado a cenar en su casa.
– Ah, sí, eso me recuerda que yo tampoco puedo. Jackie Kennedy me ha pedido que la acompañe esta noche al Met. [1]
– Ahora que lo mencionas, Joanna quiere saber si tú y Annie querríais venir a tomar una copa con nosotros el próximo jueves. Le dije que mi hermana vendría desde New Haven para asistir al debate.
– ¿Hablas en serio?
– Si decides venir, por favor, dile a Annie que no se enrolle demasiado, porque a Joanna y a mí nos gusta estar en la cama a las diez.
Nat encontró la nota manuscrita que Rebecca había pasado por debajo de la puerta de su habitación y sin perder ni un segundo, cruzó el campus a la carrera, mientras se preguntaba cuál sería el motivo de la urgencia.
Cuando entró en su habitación, ella se apartó para impedir que la besara y sin dar ninguna explicación cerró la puerta con llave. Nat se sentó junto a la ventana y Rebecca en los pies de la cama.
– Nat, tengo que decirte algo que he estado evitando durante los últimos días. -Nat solo asintió, al ver lo mucho que le costaba hablar a Rebecca. Siguió un silencio que se le hizo interminable-. Nat, sé que me odiarás por esto…
– Soy incapaz de odiarte -afirmó Nat y la miró directamente a los ojos.
Ella le sostuvo la mirada, pero luego agachó la cabeza.
– No estoy segura de que tú seas el padre.
Nat se sujetó a los bordes de la silla con tanta fuerza que se le agarrotaron las manos.
– ¿Cómo es posible? -acabó por preguntar.
– Aquel fin de semana que fuiste a Pensilvania para participar en la carrera, acabé en una fiesta y creo que bebí demasiado. -La joven hizo otra pausa-. Ralph Elliot apareció en la fiesta y no recuerdo gran cosa después de aquello, excepto que me desperté por la mañana y me lo encontré durmiendo a mi lado.
Esta vez le tocó a Nat no hablar durante unos minutos.
– ¿Le has dicho que estás embarazada?
– No. ¿Para qué? Apenas me ha dirigido la palabra desde entonces.
– Mataré a ese cabrón -exclamó Nat y se levantó de la silla.
– No creo que eso sea de mucha ayuda -opinó Rebecca, en voz baja.
– En cualquier caso, lo sucedido no cambia nada -afirmó Nat, que se acercó para abrazarla-, porque todavía quiero casarme contigo. Piensa que es mucho más probable que sea hijo mío.
– Nunca estarás seguro.
– Eso no representa ningún problema para mí.
– Pero sí lo es para mí -replicó Rebecca-, porque hay algo más que no te he dicho.
Nada más entrar en Woolsy Hall, que estaba lleno hasta los topes, Fletcher lamentó no haber hecho caso del consejo de Jimmy. Ocupó su lugar en la silla opuesta a la de Tom, quien lo saludó con una afectuosa sonrisa, mientras un millar de estudiantes comenzaba a cantar: «Eh, eh, L.B.J., ¿a cuántos chicos has matado hoy?».
Fletcher miró a su oponente cuando Russell se levantó para abrir el debate. Tom fue saludado con una estruendosa ovación incluso antes de que abriera la boca. Para su gran sorpresa parecía estar tan nervioso como él; las gotas de sudor perlaban su frente.
La multitud guardó silencio en el momento que Tom comenzó su discurso, pero no había dicho más de dos palabras cuando estallaron los gritos de protesta.
– Lyndon Johnson… -esperó-. Lyndon Johnson nos ha dicho que es el deber de Estados Unidos derrotar a los norvietnamitas y salvar al mundo del avance comunista. Yo digo que es el deber del presidente no sacrificar la vida de ni un solo norteamericano en aras de una doctrina que, con el tiempo, acabará por derrotarse a sí misma.
Una vez más la multitud estalló, esta vez en una sonora ovación, y Tom tuvo que esperar casi un minuto antes de poder continuar. En realidad el resto de su discurso se vio interrumpido tantas veces por las ovaciones que no había llegado ni a la mitad cuando se le acabó el tiempo asignado.
Los aplausos dieron paso a la rechifla en el momento que Fletcher se levantó de la silla. Ya había decidido que ese sería el primer y último discurso en público. Esperó en vano a que se hiciera el silencio y cuando alguien le gritó: «Venga, comienza de una vez», pronunció las primeras palabras.
– Griegos, romanos e ingleses… todos asumieron, cuando fue su momento, la responsabilidad del liderazgo mundial.
– ¡Ese no es motivo para que lo hagamos nosotros! -gritó alguien desde el fondo de la sala.
– Después de la descomposición del Imperio británico al finalizar la Segunda Guerra Mundial -continuó Fletcher-, dicha responsabilidad pasó a Estados Unidos. La más grande de las naciones sobre la tierra. -Se escuchó una salva de aplausos-. Por supuesto, podemos echarnos atrás y reconocer que no somos dignos de tal responsabilidad, o podemos ser los líderes para millones de personas en todo el mundo que admiran nuestro ideal de libertad y desean emular nuestra manera de vida. También podríamos abandonar la lucha y dejar que esos mismos millones se vean sometidos al yugo del comunismo a medida que se engulle al mundo libre, o darles nuestro apoyo mientras ellos también intentan vivir en democracia. Solo quedará la historia para registrar la decisión que tomamos, y la historia no debe dejar constancia de que no estuvimos a la altura.
Jimmy se sorprendió al ver que los estudiantes habían escuchado hasta el momento casi sin ninguna interrupción; también le sorprendió el respetuoso aplauso que recibió Fletcher cuando volvió a sentarse veinte minutos más tarde. Al final del debate, todos admitieron que Fletcher había sido el verdadero ganador, aunque fue Tom quien ganó la moción con más de doscientos votos.
Jimmy consiguió mantener una expresión animada después de que anunciaran el resultado a una multitud delirante.
– Es casi un milagro -opinó.
– Vaya milagro -protestó Fletcher-. ¿No has visto que hemos perdido por doscientos veintiocho votos?
– Pues yo esperaba que nos barrieran del mapa y por tanto considero que doscientos veintiocho votos es todo un milagro. Nos quedan cinco días para cambiar la opinión de ciento catorce votantes, porque la mayoría de los chicos aceptan que tú eres el candidato ideal para representarlos en el consejo de estudiantes -comentó Jimmy mientras salían de Woolsey Hall.
Fueron varios los estudiantes que al pasar le susurraron a Fletcher: «¡Bien hecho!» y «Buena suerte».
– Creo que Tom Russell habló muy bien -declaró Fletcher-, y lo que es más importante, representa sus puntos de vista.
– Él no hará más que mantener la silla caliente para ti.
– No estés tan seguro. A Tom bien podría gustarle la idea de ser el representante de los estudiantes.
– No tendrá ninguna posibilidad con el plan que he puesto en práctica.
– ¿Puedo saber qué te traes entre manos?
– Tengo a alguien de nuestro equipo presente cada vez que da un discurso. Durante la campaña ha hecho cuarenta y tres promesas, la mayoría de las cuales no podrá mantener. Nuestro hombre se las recuerda veinte veces al día. No creo que su nombre aparezca en las papeletas de las elecciones para representante estudiantil.
– Jimmy, ¿has leído El príncipe de Maquiavelo?
– No. ¿Crees que debería leerlo?
– No, no te preocupes, no puede enseñarte nada. ¿Qué cenaremos esta noche? -le preguntó Fletcher, al ver que se acercaba Annie.
Los jóvenes se abrazaron.
– Tu discurso ha sido brillante. Has estado muy bien -afirmó Annie.
– Es una pena que doscientos chicos no hayan estado de acuerdo contigo.
– Lo estuvieron, pero la mayoría de ellos ya habían decidido el voto mucho antes de entrar en la sala.
– Eso es precisamente lo que he estado intentando decirle. -Jimmy se volvió hacia Fletcher-. Mi hermanita tiene razón y lo que es más…
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