– Lo admito. Estaba en un error -respondió Jimmy-. Fue incluso más impresionante de lo que mi padre dijo que sería.
– Estoy seguro de que tu respaldo le quitará un peso de encima al señor Waterman -le dijo Fletcher.
Jimmy apenas le escuchó, atento como estaba a la presencia de una joven cargada con un montón de libros que caminaba unos pocos pasos por delante de ellos.
– Aprovecha todas las oportunidades -le susurró Jimmy al oído.
Fletcher se preguntó si debía evitar que su amigo hiciera el ridículo más total, o dejarlo abandonado a su suerte.
– Hola, soy Jimmy Gates. ¿Me permites que te ayude con los libros?
– ¿Qué tiene pensado, señor Gates? ¿Llevarlos o leérmelos? -le contestó la mujer sin detenerse.
– Para empezar pensaba en llevarlos y después ¿por qué no dejamos que las cosas sigan su curso?
– Señor Gates, tengo dos normas que cumplo a rajatabla: no salir con un nuevo estudiante ni con un pelirrojo.
– ¿No crees que ha llegado el momento de saltarte las dos? Después de todo, el rector acaba de decirnos que nunca debemos tener miedo a un nuevo desafío.
– Jimmy -intervino Fletcher-, creo…
– Ah, sí, este es mi amigo Fletcher Davenport. Es un tipo muy listo, así que él podría ayudarte con la lectura.
– No lo creo, Jimmy.
– Como puedes ver, también es muy modesto.
– Un problema que a usted no le afecta, señor Gates.
– Desde luego que no. Por cierto, ¿cómo te llamas?
– Joanna Palmer.
– Es evidente que tú no eres una de las nuevas alumnas, Joanna.
– No, no lo soy.
– Entonces eres la persona ideal para ayudarme y socorrerme.
– ¿Qué tiene pensado? -preguntó la señorita Palmer, mientras subían las escalinatas de Sudler Hall.
– ¿Qué te parece invitarme a cenar esta noche? Así me pones al corriente de todo lo que debo saber de Yale -propuso Jimmy, cuando se detuvieron delante de la puerta del anfiteatro-. Eh. -Se volvió hacia Fletcher-. ¿No es aquí donde teníamos que venir?
– Así es. Intenté advertirte.
– ¿Advertirme? ¿De qué? -preguntó Jimmy, mientras abría la puerta para que entrara la señorita Palmer.
La siguió sin perder un segundo con la intención de sentarse a su lado. El súbito silencio de los alumnos que ya se encontraban en el recinto sorprendió a Jimmy.
– Le pido disculpas en nombre de mi amigo, señorita Palmer -susurró Fletcher-. Le aseguro que tiene un corazón de oro.
– Y por lo que se ve, empuje no le falta -replicó Joanna-. Por cierto, no se lo diga, pero me halagó muchísimo que me confundiera con una alumna.
Joanna Palmer dejó la pila de libros en la mesa y se volvió para mirar el abarrotado anfiteatro.
– La Revolución francesa marca el inicio de la historia moderna europea -comenzó mientras los alumnos la miraban embelesados-. Estados Unidos ya había destronado a un monarca -hizo una pausa-, sin tener que cortarle la cabeza… -Su mirada recorrió los bancos mientras los alumnos se reían, hasta que dio con Jimmy Gates. Él le guiñó un ojo.
Cruzaron el campus para asistir a su primera clase, cogidos de la mano. Se habían hecho amigos durante los ensayos de la obra, inseparables en la semana de representaciones y ambos perdieron juntos la virginidad en las vacaciones de primavera. Cuando Nat le dijo a su amante que no iría a Yale, sino que estaría con ella en la Universidad de Connecticut, Rebecca se sintió culpable por la felicidad que le produjo la noticia.
A Susan y Michael Cartwright les gustó Rebecca desde el momento que la vieron y su desilusión ante el hecho de que Nat tendría que esperar un año para ser admitido en Yale se aminoró al ver a su hijo tan tranquilo por primera vez en su vida.
La primera clase en Buckley Hall era de literatura norteamericana y la daba el profesor Hayman. Durante las vacaciones de verano, Nat y Rebecca habían leído a todos los autores citados en la lista: James, Faulkner, Hemingway, Fitzgerald y Bellow, y después hablaron ampliamente de Washington Square, Las uvas de la ira, Por quién doblan las campanas, El gran Gatsby y Herzog. Por tanto, el martes por la mañana, cuando ocuparon sus asientos en el aula, estaban seguros de estar bien preparados. En cuanto el profesor Hayman comenzó sus explicaciones, ambos comprendieron que solo habían leído los textos y poco más. No habían tenido en cuenta las diferentes influencias que el nacimiento, la crianza, la educación, la religión y las puras circunstancias habían ejercido en sus obras, ni tampoco habían pensado para nada en el hecho de que el don de la narración no era algo reservado a ninguna clase social, raza o credo particular.
– Tomemos, por ejemplo, a Scott Fitzgerald -continuó el profesor-, en el cuento «Bernice se corta los cabellos»…
Nat apartó un momento la mirada de sus apuntes y vio la nuca. Le entraron náuseas. Dejó de escuchar las opiniones del profesor Hayman referentes a Fitzgerald y continuó mirando durante algún tiempo antes de que el alumno se volviera para hablar con su vecino. Los peores temores de Nat se vieron confirmados. Ralph Elliot no solamente se encontraba en la misma universidad, sino que incluso asistía al mismo curso. Casi como si hubiese tenido el presentimiento de que le observaban, Elliot se volvió súbitamente. No hizo ningún caso de Nat, porque toda su atención parecía concentrada en Rebecca. Nat la miró, pero ella estaba demasiado atenta a las notas que tomaba referentes a los graves problemas con la bebida que había tenido Fitzgerald durante su estancia en Hollywood como para darse cuenta del muy claro interés de Elliot.
Nat esperó a que Elliot abandonara el aula antes de recoger sus libros y levantarse.
– ¿Quién era ese que no dejaba de volverse para mirarte? -le preguntó Rebecca cuando se dirigían al comedor.
– Se llama Ralph Elliot. Estábamos en el mismo curso en Taft y creo que te miraba a ti, no a mí.
– Es muy guapo -opinó Rebecca con una amplia sonrisa-. Me recuerda un poco a Jay Gatsby. ¿Es él el chico que según el señor Thompson hubiese sido un buen Malvolio?
– A su medida, creo que fueron las palabras exactas de Thomo.
Durante la comida, Rebecca insistió para que Nat le contara más cosas de Elliot, pero él le contestó que no había gran cosa que decir e intentó inútilmente cambiar de tema.
Si disfrutar de la compañía de Rebecca significaba estar en la misma universidad con Ralph Elliot, entonces tendría que aprender a soportarlo.
Elliot no asistió a la clase de la tarde sobre la influencia española en las colonias y cuando llegó la hora de acompañar a Rebecca hasta su habitación, Nat prácticamente se había olvidado de la desagradable presencia de su viejo rival.
Los dormitorios de las chicas estaban en el campus sur y el consejero de los estudiantes de primero le había advertido a Nat que iba contra las normas la presencia de los varones en los dormitorios después del anochecer.
– El tipo que redactó las normas -comentó Nat, mientras yacía junto a Rebecca en la cama individual- debía de creer que los estudiantes solo podían disfrutar del sexo en la oscuridad.
Rebecca soltó una carcajada y se puso el jersey.
– Eso significa que durante el semestre de primavera no tendrás que volver a tu habitación hasta las nueve -señaló la muchacha.
– Quizá las normas me permitirán quedarme contigo después del semestre de verano -dijo Nat, sin dar más explicaciones.
Durante el primer semestre, Nat apenas tuvo ningún contacto con Ralph Elliot. Resultó un alivio comprobar que su rival no tenía ningún interés por las carreras a campo través, el teatro o la música. Por tanto, se sorprendió cuando lo vio conversando con Rebecca delante de la capilla el último domingo del semestre. Elliot se alejó rápidamente en cuanto vio que Nat se aproximaba.
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